"La idea de una renta básica1 ha despertado un renacido entusiasmo desde el inicio de la crisis de 2008. La propuesta parece sencilla y seductora: consistiría en pagar a cada ciudadano un “ingreso básico”2 incondicional, para liberar a nuestras sociedades de la pobreza, la precariedad o el desempleo. En su sentido de “izquierdas”, cada ciudadano podría, por lo tanto, liberarse de la necesidad de trabajar y verse liberado igualmente de las instituciones del Estado social, que en ocasiones son autoritarias, para dar paso a nuevas actividades autónomas y superar la mortífera necesidad del empleo “a cualquier precio“. En una sociedad en la que desapareciese el trabajo, se propone la renta básica como el instrumento social por excelencia de una sociedad postindustrial.
Recientemente, la puso a la orden del día el Gobierno de derechas finlandés, que propone sustituir parte del sistema de seguridad social por una renta básica para todos sus habitantes. En Canadá, en el verano de 2017, la provincia de Ontario inició un proyecto experimental a gran escala. En Europa, la experiencia más avanzada tiene lugar en Holanda. Este 2017, se pondrá en marcha el experimento en unos 20 municipios – Utrecht entre otros- para comprobar empíricamente los efectos en los beneficiarios. En Francia, el desafortunado candidato en las elecciones presidenciales, Benoît Hamon3, lo había convertido en su buque insignia. Muchos partidos políticos de todo el mundo hablan ahora abiertamente de un ingreso incondicional para todos los ciudadanos. A derecha y a izquierda, la propuesta es debatida y apreciada por sus supuestas ventajas (para unos elimina la precariedad, para otros deshace las viejas instituciones burocráticas de la seguridad social). Su carácter aparentemente “liberal” y “social” parece desdibujar la división original, siendo compartida por los que continúan pensando en el viejo marco de las clases y la revolución industrial y por los que entienden que, en la nueva “economía del conocimiento”, es necesario transformar en profundidad nuestro imaginario y nuestras instituciones. Ahora, el pleno empleo es una utopía, la estabilidad laboral una demanda obsoleta ante el dinamismo necesario en vista de las nuevas actividades “creativas”, y las viejas instituciones de los asalariados (derecho al trabajo, seguridad social, sindicatos, etc.) una vieja maquinaria a extinguir y un obstáculo al progreso y a la libertad individual.
La creciente popularidad de la renta básica se ha combinado durante los últimos treinta años con su asociación con un pasado arraigado en una vieja tradición intelectual. De hecho, sus principales promotores la asocian generalmente con las ideas de Thomas More, Charles Fourier o Thomas Paine que, en su momento, habían formulado propuestas supuestamente similares a las de la renta básica. Sin embargo, esta supuesta procedencia no resiste un análisis más en detalle. Porque, ¿realmente podemos asociar la idea de la renta básica con la defensa de More de un nivel de vida mínimo para todos? Con esa línea argumental, bien podía ser el precursor también de la seguridad social universal o de los impuestos progresivos.
Como toda idea política, la renta básica se ha rodeado de su propia mitología, construida por supuesto a posteriori, para barnizar la propuesta de un pasado idealizado que se remonta al siglo XVI. La elaboración de una procedencia totalmente ficticia y más que cuestionable en el plano intelectual es, por tanto, más que una realidad histórica, una forma de dar legitimidad una idea reciente. El historiador Eric Hobsbawm ha mostrado cuántas instituciones, ideas políticas o incluso organizaciones utilizan materiales antiguos con el fin de crear “tradiciones inventadas” para crear una ilusión de permanencia. La primera consecuencia del efecto de otorgar un lejano pasado al origen a la renta básica es, por lo tanto, impedir toda historización, sacar su génesis de la vista de las ciencias sociales, reprimiendo así sus propias condiciones históricas de posibilidad.
De hecho, su formulación moderna -que data de los años sesenta- aumenta su popularidad con el estallido de la crisis económica de 1973 y con sus consecuencias. Tanto entre la izquierda -a menudo proveniente del naciente movimiento ambientalista- como entre la nueva derecha neoliberal, la idea de la renta básica se abrirá camino en las agendas políticas. La renta básica parece ser una exigencia en tiempos de crisis, blandida en situaciones de marcada decadencia social y fuertes políticas de austeridad. Por lo tanto, la paradoja es profunda: cuanto más derechistas son las políticas y cuanto más defensivo es el movimiento social, más terreno gana la renta básica. Cuanto más inaccesibles parecen ser las ayudas sociales, más sentido parece tener la idea de una renta básica. Así pues, la renta básica no parece ser la culminación de los numerosos logros sociales pasados, sino, por el contrario, la alternativa a su desaparición. Es lo que los botánicos comúnmente llaman un “bioindicador”. Nos informa del estado de progreso del neoliberalismo. Su apoyo aumenta allí donde más devastación causan las reformas neoliberales.
Por lo tanto, la apuesta por una renta básica no sólo es de carácter técnico (¿de cuánto dinero? ¿es posible? ¿cómo ponerla en práctica? ¿qué efectos tendrá?), sino que también pone en tela de juicio los fundamentos intelectuales de la izquierda de posguerra. Sin afán de reconstruir historias, mostraré que la idea de la renta básica se abrió camino cuestionando las instituciones de bienestar social. En este sentido, mantiene una íntima relación con el surgimiento del neoliberalismo, tanto en el tipo de respuesta que ofrece a la crisis como en el concepto de justicia social que transmite.
La revolución del estado social
Para comprender el significado político de una propuesta como la renta básica, debemos, en primer lugar, ver a qué se opone. El Estado social y su sistema de seguridad social, de hecho, se basan en una lógica opuesta a la de la renta básica. Su nacimiento y los derechos que se le asocian no son un mero artefacto técnico. Son el producto de una transformación profunda y lenta en la forma en que se entendía la cuestión social, que comenzó a surgir a mediados del siglo XIX, frente al régimen liberal que prevaleció durante la industrialización. Esta “revolución” social estaba basada en cuatro grandes transformaciones.
En primer lugar, se cuestionó la noción de responsabilidad individual. De hecho, el advenimiento de las instituciones de protección social fue posible gracias al desarrollo de una concepción macroeconómica de los problemas sociales. Así, los principios de “responsabilización” de los pobres y la no intervención en las políticas económicas liberales del siglo XIX estaban totalmente desacreditados. La pobreza y el desempleo se pasan a percibir como el efecto del propio sistema económico, y no sólo como una consecuencia de un comportamiento individual fallido (vagancia, inmoralidad, etc.). El problema de la miseria o del desempleo de la clase trabajadora dejan de abordarse con las medidas disciplinarias del régimen liberal, como el trabajo forzoso en los centros de trabajo o los centros de mendicidad ingleses. Lo que está en primer plano en las propuestas de acción política y económica, no es la responsabilidad individual, sino las variables macroeconómicas.
En segundo lugar, la desaparición de la noción de responsabilidad individual implicará la exigencia de derechos sociales con una perspectiva universal y no de favores arbitrarios individuales, como ocurría con la caridad vigente hasta finales del siglo XIX. De hecho, aunque problemas como el desempleo y la pobreza son fenómenos sociales, es natural que el Estado trate de abordarlos colectivamente. La socialización de una parte de la riqueza producida para ofrecer derechos colectivos (salud, educación, pensiones, etc.) crea, además de la propiedad privada, una propiedad social destinada a hacen entrar realmente a los asalariados en la ciudadanía. Fue la solución del siglo XIX a lo que Émile Buret llamó “la separación absoluta del capital y el trabajo”.
En tercer lugar, el empuje de esta propiedad socializada se traduce en un nuevo papel del Estado, un Estado que ya no se limita a actuar en los “márgenes”, sino que actúa sobre todo el cuerpo social. Esta transformación de la protección social amplía el campo de acción del Estado en el ámbito económico. Para ofrecer derechos, es necesario separar el acceso a determinados bienes del acceso de los individuos al mercado. Esta “demarcación” tiene por objeto proporcionar seguridad en aspectos esenciales de la vida (salud, trabajo, ingresos, educación, etc.) y contribuye a un equilibrio de poder más favorable a las clases dominadas frente a las clases dominantes. La lógica del estado social consiste, por lo tanto, en una extensión sin precedentes de mecanismos dirigidos a alejar a los individuos de la violencia de las relaciones comerciales e institucionalizar su fuerza colectiva en torno a la relación salarial moderna y de los derechos que de ella se derivan. Esta idea, que fue la que defendió Karl Polanyi en La Gran Transformación4, que ve, en los principios de protección social, el objetivo de liberar al individuo de las leyes del mercado y de reconfigurar así el equilibrio de poder entre el capital y el trabajo.
Por último, detrás de la regulación de la esfera económica se encuentra el advenimiento del ideal igualitario, verdadero corazón ideológico del proyecto social de posguerra. Si tras las instituciones de caridad pública se esconde la idea de justicia social para los pobres “que se lo merecen”, con la revolución del estado social surge la ambición de la igualdad. De hecho, los niveles de desigualdad conocidos en el período anterior a la guerra son parte de la base de los conflictos que llevaron al viejo continente a la catástrofe. Durante los años 1870-1914 se alcanzaron niveles extremadamente altos de desigualdad y esto parece confirmar la idea, popularizada por Marx, de una acumulación infinita de riqueza en unas pocas manos. En aquel entonces, el problema de la inseguridad social no era visto como un problema en términos de “pobreza” absoluta (“pauperismo”), si no en términos de redistribución general de los ingresos y de reducción de la brecha entre ricos y pobres. Por eso, a las políticas sociales les corresponde encarnar la lucha contra las desigualdades, y establecer, a largo plazo, un derecho universal a los bienes fundamentales. La creciente y cada vez más amplia incorporación de la población a los sistemas de protección social llevará a muchos autores a predecir el fin de la pobreza. Por lo tanto, la solución de los problemas sociales se conecta con el proyecto de universalización de las instituciones de seguridad social.
El retorno de la pobreza
Sin embargo, este optimismo se desvanecerá rápidamente ante la persistencia de la pobreza. Y sería, por primera vez en los Estados Unidos, donde ocurre este retroceso con el enorme éxito del libro de Michael Harrington The Other America, publicado en 1962 y que vendió más de un millón de copias. Harrington habla de esa “otra América”, formada por trabajadores no cualificados, minorías, ancianos, que viven a la sombra del sueño americano y de su crecimiento económico. Piensa que esta América pobre se ha vuelto invisible como resultado del entusiasmo generado por el New Deal. En cierto modo, el desarrollo económico de posguerra habría contribuido al olvido de los pobres y de la pobreza. Ante esperanza traicionada, era hora de volver a situar la pobreza en el centro del debate político.
En Francia, desde principios de los años setenta, el tema de la pobreza ha estado en el centro del debate debido al trabajo de dos altos funcionarios públicos. El primero, René Lenoir, escribe en 1974 Los excluidos: un francés de cada diez. El trabajo de Lenoir será importante debido a su autor, que era ministro de Acción Social bajo el gobierno del presidente francés Valéry Giscard d’ Estaing el año de su publicación. Su postura tendrá un gran impacto e influencia en las políticas sociales en favor de los “excluidos”. Por último, cabe destacar el libro de Lionel Stoléru, también en 1974, que sobre cómo “vencer la pobreza en los países ricos”.5 Sin embargo, lejos de limitarse a la denuncia, su intervención contribuirá también a una transformación más general de la manera en que se concibe la justicia social y sus soluciones. En efecto, la ambición de la universalización de la seguridad social, que dominó hasta mediados de los años sesenta, se va abandonando paulatinamente en favor de una defensa específica de los llamados “nuevos pobres”, que serían las numerosas fracciones “excluidas” de los asalariados y de la prosperidad de los “treinta años gloriosos”. Es el comienzo de los innumerables debates sobre la “exclusión” y sobre la incapacidad de las políticas sociales de posguerra, e incluso sobre su responsabilidad en dicho problema. Nace la idea de que esta “pobreza en medio de la abundancia” no se puede reducir por medio de instituciones convencionales, y se ponen en tela de juicio las políticas sociales que se aplicaron hasta entonces. La seguridad social, el estado social o la legislación laboral habrían “excluido” a los pobres de la distribución de la riqueza y ayudaban a mantenerlos en su posición de exclusión. Por lo tanto, no se trataba de ampliar la seguridad social, ya que era parte responsable de dicha exclusión. Se argumentaba que la seguridad social y los servicios públicos eran ineficaces, burocráticos y totalmente incapaces de dirigirse a aquellos que “realmente lo necesitan”. En términos más generales, muchos estudios (“izquierdistas” y “derechistas”) denunciaron los sistemas de protección como instituciones de control social destinadas a mantener la sumisión al poder estatal más que a emancipar a quienes reciben su ayuda.
En pocos años, la seguridad social y los derechos que impone el Estado social pasan a ser atacados por todas partes. Si hasta entonces el discurso dominante había sido el de la lenta integración de los pobres en las instituciones de los asalariados, ahora se defiende la ruptura. Como señalan acertadamente Jacques Fourier y Nicole Questiaux, la mayoría de los análisis de mediados de 1960 hasta la década de 1970 pretenden demostrar el “fracaso del sistema de protección social” y el “desperdicio de energía durante el proceso de redistribución” y promueven una “idea simple”: “garantizar que todos tengan un mínimo garantizado, en mayor o menor medida independiente de su participación en la protección”6. Se trata ante todo de dar un mínimo a los excluidos de la competencia económica, y de olvidar la regulación de la esfera económica por el Estado. A la idea del seguro, a la que se acusa de mantener al “cuarto mundo” y a los “marginados” en la pobreza, se le opone la idea, de numerosas asociaciones, de un “ingreso mínimo”, un “bienestar mínimo” o un “mínimo social”. Este mínimo sería ante todo “humanitario” o “ciudadano” y no era considerado como una forma de solidaridad vinculada al trabajo.
Sin embargo, esta perspectiva inmediata, anticipa el proyecto más ambicioso al que aspiraban muchos protagonistas de la década de principios de 1970. De hecho, la idea de Milton Friedman del impuesto negativo, a la que seguirá la idea de una renta básica, que reemplacen por completo al sistema de seguridad social, se va abriendo camino.
El impuesto negativo: el antepasado de la renta básica
El hincapié en la idea de limitar la política social al mínimo de subsistencia abrirá rápidamente el camino a la propuesta de los impuestos negativos como alternativa a las viejas políticas sociales. La idea, popularizada por Milton Friedman en 19627 es relativamente sencilla: implica que el Estado conceda una prestación a cualquier persona que se encuentre por debajo de un determinado nivel de renta. Ya no se trata de distinguir entre los que trabajan y los que no, entre los “merecedores” y los que no lo merecen. Todo el mundo recibiría, por debajo de cierto umbral de ingresos, un suplemento del gobierno (un impuesto negativo). El objetivo es garantizar que nadie pueda estar por debajo de un nivel mínimo y evitar que se pierda tiempo en papeleos. Para Friedman, esta medida evidentemente se acompaña del fin de los servicios públicos, de la seguridad social y de cualquier forma de “socialización” de los ingresos con fines colectivos. Según sus preceptos, es preferible subvencionar directamente a las personas y no ofrecerles servicios colectivos que son ineficientes, injustos y que interfieren en el mercado. Su idea se hace eco de los numerosos defectos atribuidos a un sistema anticuado y se abre camino entre todos los partidos.
En Francia, Stoléru y Lenoir serán los principales defensores de este impuesto, que defienden en sus respectivos libros. Para luchar contra la pobreza, Stoléru aboga por una reforma radical de la seguridad social, a la que compara con un “colador ineficaz”, y Lenoir presenta el impuesto negativo como “la mejor técnica” para trabajar por “la desaparición de la pobreza”8. Esta idea, por muy contrario a la intuición que pueda parecer, también formará parte de las reivindicaciones a largo plazo de algunas asociaciones populares como ATD-Cuarto Mundo, quienes defienden que, además de las medidas inmediatas, “la técnica del impuesto negativo presenta más coherencia y garantías que la legislación vigente que establece los derechos garantizados”9.
Esta deriva hacia un sistema en general asociado a la derecha arroja luz sobre la ambigüedad de las reivindicaciones de las asociaciones sobre la pobreza y, más concretamente, sobre su relación con el Estado y los sistemas de seguridad social. Sin embargo, estas ambigüedades no se limitan al sector del voluntariado. A modo de ejemplo, el interés que despierta en un intelectual como Michel Foucault, ya a finales de los años setenta, revela con toda claridad el clima antiinstitucional de una nueva izquierda relativamente escéptica en cuanto a las ventajas del “estatismo”. De hecho, Foucault dedicará largas reflexiones al impuesto negativo en el nacimiento de la biopolítica. La ausencia de criterios de adjudicación es lo que más atrae al filósofo. En su opinión, este sistema es una respuesta a la gobernación y a las formas de normalización impuestas por las caducas instituciones centralizadas y estatales de la seguridad social. Como él mismo señala, “poco importa esta famosa distinción que la gobernabilidad occidental ha buscado durante tanto tiempo, distinguir entre pobres buenos y pobres malos, entre quienes no trabajan por voluntad propia y quienes que están desempleados por razones involuntarias. Después de todo, no nos importa, y debe causar risa, por qué alguien cae por debajo del nivel de juego social; si está drogado o si es un desempleado voluntario, nos importa un bledo.”10 Para Foucault el Homo œconomicus es un agente cuyo único interés son los cálculos racionales; por lo tanto, sus elecciones no se deben juzgar desde un punto de vista moral, sino que simplemente se entienden a través de su interés. Después de todo, no le corresponde al Estado decidir qué debe hacer con su dinero el agente (usarlo en salud, educación, consumo, etc.), sólo a él le corresponde decidir, más allá de todo juicio normativo. El nuevo sistema permitiría por tanto prestar asistencia a la población “flotante” o excedentaria para el mercado de trabajo “de un modo muy liberal, mucho menos burocrático y mucho menos disciplinario que un sistema centrado en el pleno empleo y que aplicaría mecanismos como los de la seguridad social“11. De esta manera, básicamente evita todo lo que Foucault denuncia a lo largo de los años en el curso de su trabajo, todas las formas de control de los cuerpos, conductas y sexualidad, que están activas -a menudo de forma oculta- en numerosas políticas sociales de reducción de las desigualdades.
Sin embargo, la popularidad de este sistema no será sólo teórica, y acabará generando los primeros experimentos a gran escala. En primer lugar, en los Estados Unidos, donde se considera seriamente su puesta en marcha. Aunque se menciona por primera vez durante el gobierno de Johnson a mediados de la década de 1960, será principalmente la presidencia de Richard Nixon la que prevea su implantación. Sin embargo, su plan para ayudar a las familias, que fue diseñado como un impuesto negativo, no fue más allá de algunos experimentos realizados en Nueva Jersey. En Francia, Giscard trató de introducirlo tan pronto como fue elegido presidente en 1974 y, en Canadá, una experiencia de impuestos negativos (“Mincome”)12 tuvo lugar entre 1975 y 1979. En muchos países europeos, el impuesto negativo aparece en las agendas políticas de los partidos de derechas que llegan al poder entre mediados de los setenta y principios de los ochenta.
Renta básica: el colectivo Fourrier
Estas ideas calan rápidamente entre destacados intelectuales de izquierdas, que tienen suspicacias respecto al estado. Esta nueva izquierda, fuertemente influenciada por Mayo del 68 y la autogestión, busca romper con una izquierda excesivamente centralizada, que aspira a conquistar el poder del estado y muy “jacobina”. Para ellos, la idea de un impuesto negativo podría ser una fuente de emancipación y progreso social si se diseñara adecuadamente. Podría ser utilizada como eje de una izquierda libertaria, o como dice Philippe Van Parijs, de un “camino capitalista hacia el comunismo”.13 Al emanciparse de las viejas instituciones asalariadas y de la centralidad del trabajo que imponen, sería posible, mediante la introducción de una renta básica, transformar profundamente la lógica económica capitalista. Políticamente, la idea surge por primera vez en 1977 en los Países Bajos y en países europeos como Alemania, Bélgica y el Reino Unido a principios de los años ochenta. Sin embargo, la primera formulación precisa y cuantificada de esta propuesta se remonta a 1984, cuando en Bélgica, el filósofo Philippe Van Parijs, el sociólogo Paul-Marie Boulanger y el economista Philippe Defeyt (cercanos al movimiento ecologista belga y al movimiento católico belga), junto con el colectivo Fourier, obtienen el premio de la Fundación Rey Balduino14 por su propuesta de sustituir la seguridad social por un sistema universal de renta básica. Aunque el proyecto de este colectivo no reivindica las ideas neoliberales del momento, empieza con estas sorprendentes líneas:
Eliminar los subsidios de desempleo, las pensiones, el minimex15, las ayudas familiares, las desgravaciones fiscales y los créditos fiscales a gente con personas a cargo, las becas […], las ayudas estatales a las empresas en crisis. Y pagar a cada ciudadano mes a mes lo suficiente para cubrir las necesidades básicas de un individuo que vive solo. Páguesele trabaje o no, sea pobre o rico, viva solo o con familia, viva en pareja o en comunidad, haya trabajado o no. [….] Y financiemos todo esto con un impuesto progresivo sobre los demás ingresos de cada individuo. Al mismo tiempo, desregulemos el mercado laboral. Suprimamos toda legislación que imponga un salario mínimo o un tiempo máximo de trabajo. Eliminemos todas las barreras administrativas al trabajo a tiempo parcial. Reduzcamos la edad a la que finaliza la escolaridad obligatoria. Eliminemos el requisito de jubilarse a una edad determinada. Hagamos todo esto. Y veamos lo que pasa.”16
Para sus promotores, está claro “qué pasará”: el desempleo “desaparecerá”, la pobreza “será eliminada”. Mejor aún. Estaríamos asistiendo al fin de las instituciones burocráticas y de sus interminables papeleos administrativos, la economía se emanciparía finalmente de las restricciones estatales – ellos piden una “reducción radical de las actividades estatales” – y, más concretamente, del derecho laboral. La renta básica también permitirá que el trabajo sea algo “opcional”, liberará a las mujeres de la relación de dominación doméstica y “acabará “con los ingratos trabajos que los beneficiarios sociales están obligados a aceptar bajo el riesgo de perder su subsidio. Al maximizar el mercado (mediante la destrucción efectiva de todas las regulaciones que lo limitan) y garantizar al mismo tiempo un ingreso básico, podríamos beneficiarnos tanto de las virtudes del mercado como de las del socialismo. La renta básica sería, en definitiva, una síntesis de las utopías liberales y socialistas.
Esta ambigüedad de una política supuestamente de izquierdas pero que se verá como “liberal” refleja los paradigmas intelectuales en los que navega Philippe Van Parijs durante este período. El filósofo, atraído por las teorías libertarias, no dudó en verlo como una especie de alternativa a la tradicional oposición entre izquierda y derecha. En su opinión, la renta básica es “un proyecto radical que atraviesa el eje izquierda/derecha”, un proyecto que escapa “a la polarización habitual entre una derecha que pide más mercado y una izquierda que exige más estado”. Porque al declarar el derecho a un ingreso independiente de cualquier prestación al mercado o al estado, promueve el desarrollo de una tercera esfera económica, la de las actividades “autónomas”17. Según el filósofo, hace posible salir de la “estatización” de la izquierda18 y confrontar seriamente de una manera novedosa la crítica neoliberal al estancamiento del socialismo.
Por lo tanto, de manera simultánea, a ambos lados del espectro político, algunas voces promueven una liquidación pura y simple de la seguridad social y de las regulaciones del mercado laboral en favor de una lucha contra la pobreza basada en un sistema de ingresos universal. Esto demuestra hasta qué punto, a inicios de 1980, habían desaparecido preceptos del pasado y había mutado la forma de concebir las políticas sociales.
El triunfo de la ideología neoliberal
La creciente popularidad de la renta básica a finales de los años ochenta acompañará, acelerará incluso, el consenso emergente en torno a las ideas neoliberales. La concepción de justicia social plasmada en la idea de la renta básica se opone en todos los sentidos al espíritu del socialismo de posguerra. Lejos de situar las variables macroeconómicas en el centro de la política, la idea central del nuevo proyecto político es el individuo. De hecho, al pagar a cada individuo un ingreso básico, pasa a segundo plano la idea de una gestión colectiva de un ingreso socializado, y predomina su apropiación privada. Lo que se defiende es la libre elección de cada persona de hacer lo que quiera con esta suma, frente a su uso social. Lo que se valora no es la retirada colectiva de los individuos de las fuerzas del mercado, sino más bien su oportunidad de participar en ellas. El acceso a los bienes sociales ya no se garantiza socialmente, sino a través de una participación, de todos, en el mercado.
De este modo, se abandona la idea de combatir la desigualdad. En este sentido, es interesante observar que Lionel Stoléru, en el mismo espíritu de Milton Friedman, plantea un argumento filosófico, distinguiendo entre una política que busca la igualdad (socialismo) y una política que simplemente quiere erradicar la pobreza sin poner en tela de juicio las diferencias sociales (liberalismo). Según él, “las doctrinas […] pueden alentar una política dirigida a erradicar la pobreza o una política que busque limitar la brecha entre ricos y pobres”19. Es lo que denomina la “frontera entre la pobreza absoluta y relativa“20. La primera se define por un nivel determinado arbitrariamente (al que va dirigido el impuesto negativo o la renta básica) y la segunda a las diferencias generales entre individuos (las que mitiga el sistema de seguridad social y el Estado social). En su opinión,”la economía de mercado es capaz de asimilar acciones para combatir la pobreza absoluta“, pero “es incapaz de digerir remedios demasiado fuertes contra la pobreza relativa“21. Por eso, argumenta, “creo que la distinción entre pobreza absoluta y pobreza relativa es de hecho la distinción entre capitalismo y socialismo…”22. Pero reemplazar la igualdad por la reducción de la pobreza también significa cambiar el principio subyacente de justicia. De hecho, gracias a esta operación ideológica fundamental nace una noción de justicia social basada en la igualdad de oportunidades. La igualdad tenía por objeto reducir la disparidad entre ingresos, sin embargo, la igualdad de oportunidades sólo se refiere a la forma en que se distribuyen las desigualdades. Velará por que no sean producto de injusticias que hayan socavado la libre competencia o que la hayan distorsionado. Así pues, la exclusión, el racismo o el sexismo distorsionan el juego económico al favorecer, desde el principio, a algunos individuos en lugar de a otros. Por lo tanto, el objetivo de la igualdad de oportunidades no es abolir la competencia (crear una verdadera igualdad), sino garantizar que la competencia sea justa, que todos estemos en la misma línea de salida. Gracias a la renta básica, por lo tanto, sería posible paliar las discriminaciones y restablecer el equilibrio del juego económico. Sin embargo, una sociedad en la que hubiese de manera exacta la misma igualdad de oportunidades no sería necesariamente menos desigual que la sociedad actual. Probablemente sería más “diversa” y menos influenciada por el peso de nuestros orígenes sociales. Al principio todos tendríamos la misma oportunidad de hacernos ricos, pero sólo un cierto número de personas se haría rico. Por lo tanto, la igualdad de oportunidades aspira a crear una sociedad meritocrática y no igualitaria. Aunque es más envidiable que una sociedad con discriminaciones, no es menos injusta. Las únicas injusticias consideradas ilegítimas son ahora las que aparecen como infracciones de las fuerzas del libre mercado (exclusión, discriminación, etc.) y no la desigualdad como tal.
Por consiguiente, lo que se cuestiona es precisamente la noción de derecho social. Para Friedman, por ejemplo, era preferible pagar una cierta cantidad de dinero a cada individuo para que pudiera decidir individualmente si prefería consumir más salud o irse de vacaciones. Así pues, el entablado neoliberal se construyó, en cierta medida, frente a la atribución de un estatuto específico a bienes como la salud o la educación. No son un “derecho” objetivamente cuantificable y deberían estar sujetos a las normas del mercado, al tiempo que se amplían las posibilidades de que todos puedan “consumirlas”. Aunque los partidarios de la renta básica nunca han defendido esta versión de su propuesta (generalmente no dicen nada sobre los servicios públicos y poco sobre lo que le ocurriría al resto de los sistemas de protección, como la asistencia sanitaria), sin embargo, fortalecen esa dinámica. Por otra parte, una renta básica universal “generosa” -es decir, que “permita” no trabajar- es financieramente inconcebible sin una fuerte reducción de otros gastos sociales “colectivos”. La introducción de una renta básica podría provocar una privatización masiva de los antiguos recursos colectivos para ampliar la esfera del mercado en lugar de restringirla. Por lo tanto, trabaja en contra de la tendencia histórica que surgió a finales del siglo XIX de utilizar el Estado contra el mercado. De hecho, el sistema de tributación impuesto por la renta básica no implica en realidad “menos Estado”, sino un Estado que amplía la esfera del mercado.
La mundialización de una idea conservadora
Este cambio tendrá efectos importantes en la evolución de las políticas de desarrollo. En el Tercer Mundo, donde se ha experimentado con las versiones más limitadas de esta retribución, la imagen es particularmente sorprendente. A principios de los años noventa, las principales organizaciones internacionales (FMI, PNUD, ONU, etc.) sustituyeron progresivamente el discurso centrado en el acceso a los derechos por el de la lucha contra la pobreza. Durante este decenio, el tema de la pobreza se convirtió en el tema central y la renta básica la respuesta de moda. Hay que entender este cambio en el contexto del fin de la Guerra Fría, en un momento en el que se lucha por resetear con los “dogmas del pasado”, especialmente en lo que se refiere al papel del Estado y a la redistribución de los ingresos en las políticas de desarrollo. Como dice Francine Mestrum: “Por paradójico que parezca a primera vista, la lucha contra la pobreza constituye un retroceso con respecto a la protección social existente en el mundo occidental y más o menos embrionaria en el mundo pobre23.” También es interesante leer los textos de las principales organizaciones internacionales sobre este tema. Los informes del PNUD señalan que, si bien “la reducción de la pobreza tiende todavía a identificarse con la seguridad social o la protección social“, esto parte “tal vez de buenos sentimientos“, pero en realidad es “ineficaz“.24 En opinión de la organización para el desarrollo, “la seguridad social puede no ser el mejor uso que pueda usar con los recursos de que dispone un país en desarrollo “25. La aplicación de estas políticas ha acompañado, por tanto, a los numerosos planes de “ajuste estructural” que propugnan estas mismas organizaciones, que a menudo piden la privatización de todo servicio público y de todo sistema de protección social a cambio de créditos para saldar deudas en ocasiones ilegítimas. Estas reformas, que maximizan las “leyes del mercado”, crean por lo tanto mayores desigualdades en los países donde se aplican, que son compensadas por los escasos presupuestos de reducción de la pobreza. Así pues, mientras que la pobreza absoluta (medida por el número de personas que viven con menos de 1,25 dólares al día) ha disminuido en promedio en los últimos 30 años, las desigualdades dentro de cada país han aumentado. En cierto sentido, esta política de desregulación de la esfera económica ha ido de la mano de la lucha contra la pobreza. Es una política que da con una mano mientras que roba diez veces más con la otra.
En este sentido, es significativo ver cómo las grandes fortunas del mundo o los gurús de Silicon Valley se comprometen en esta lucha contra la pobreza o con algo parecido a la renta básica mientras defienden, sin aparente contradicción, las “virtudes” del neoliberalismo26. Estas nuevas estrategias permiten poner las cuestiones sociales en la agenda política sin tener que luchar contra las desigualdades y los mecanismos estructurales que las producen. Quieren convertir a los pobres en agentes económicos racionales, pero rechazan cualquier forma de servicio público. Evidentemente, esto no significa que, en estos países, donde a menudo no existe protección social alguna, el establecimiento de una renta garantizada sea algo malo. Muy a menudo, como muestran las cifras, puede mejorar la vida cotidiana de muchas personas. Sin embargo, el hecho de que su suerte haya mejorado no significa que hubiese les hubiese ido peor de tener salud y educación gratuitas.
Salir de la ideología neoliberal
Aunque los sistemas de renta básica o de impuesto negativo nunca se han aplicado plenamente, el espíritu de estas propuestas ha dominado las políticas sociales europeas en las últimas décadas: reducir el gasto público destinado a la comunidad, garantizando al mismo tiempo ciertos derechos residuales para los más pobres. Por lo tanto, estas políticas acompañan el lento desmantelamiento de los derechos sociales ofreciendo una pequeña compensación por el ahorro logrado en el gasto público. Conocemos los efectos de esta política. La riqueza ha aumentado considerablemente, pero está cada vez peor repartida. De esta manera, la ambición de combatir la desigualdad se ha sustituido por la de luchar contra la pobreza. Sin embargo, más que una mera variación léxica, hemos asistido a una reconfiguración de todo un imaginario político. La pobreza, desconectada de la desigualdad, ya no se concibe como una consecuencia de la distribución desigual de la riqueza. Hoy en día las medidas de lucha contra la pobreza se llevan a cabo junto a las políticas económicas y sociales mundiales, sin ponerlas en tela de juicio o afectarlas. Estas medidas abogan por la igualdad de oportunidades en el mercado, no por una igualdad real frente al mercado. En realidad, sólo la ideología neoliberal, que está en el centro de nuestro imaginario político actual, ha permitido alimentar la fantasía de una lucha contra la pobreza sin redistribución de la riqueza.
Por lo tanto, debemos volver al legado emancipatorio del período de posguerra. Las instituciones que estableció el movimiento obrero después de la Segunda Guerra Mundial son mucho más que instrumentos de “estabilización” del capitalismo. Es cierto que estas instituciones están atravesadas por importantes contradicciones políticas, pero también son, en esencia, los elementos de una sociedad diferente, en la que el mercado ya no tiene el lugar central que ocupa hoy en día. Por lo tanto, debemos continuar el trabajo ideológico y político iniciado con el nacimiento del Estado social, radicalizar su patrimonio, llevarlo cada vez más lejos e imaginar con él, no contra él, una sociedad verdaderamente igualitaria y democrática. La utopía no es sólo un más allá, sino también una realidad." (Daniel Zamora , lamayoría, 21/12/17)
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