"“Cuento de Navidad”, podría titularse este diario, escrito por un
aventajado estudiante de Filosofía que empleó las recién pasadas las
vacaciones navideñas en un trabajo basura, como dependiente de una
tienda de legos y juguetes.
Hubo un tiempo en que estudiantes y
trabajadores circulaban por pasillos distintos. Hace mucho que no, y
entretanto los llamados becarios ocupan uno de los escalones más bajos
del lumpenproletariado.
Este diario es para su autor “tarea pendiente”, que se plantea de
la siguiente manera: hacen falta más relatos sobre el mundo en el que
vivimos, trabajamos, sentimos. El propósito del diario es ofrecer un
bosquejo de una situación concreta, imaginable o real: la de un trabajo
ocasional (un empleo de corta duración en una tienda comercial) en una
ciudad reconocible.
El propósito es entonces dejar que una voz se explique y
testimonie una serie de hechos. El diario es una voz práctica. La
condición de testimonio y partícipe impide que la voz sea ejemplar o
edificante. El propósito se resume así: ofrecer un lugar y una mirada.
8 de noviembre
La entrevista ha ido bien. Lo que se podía esperar. La aclaración ha
sido pertinente, un trabajo de campaña de Navidad. El entrevistador ha
insistido en que no pasa nada si veo este trabajo como algo alimenticio,
aunque he ofrecido un compromiso y entusiasmo: a fin de cuentas, he
sentenciado en voz alta, vender-juguetes-de-una-marca-especializada no
es algo tan dramático. La tienda es monísima, claro. Está pensada para
que los chicos jueguen, no hay pasillos.
17 de noviembre
Me han contratado. No acabo de comprender la reforma laboral y sus
condiciones. El mundo puede ser rematadamente opaco. El contrato lo ha
hecho una gestora, me aseguran. Asiento. Me esfuerzo en que mi cara diga
“por supuesto” en cada movimiento.
18 de noviembre
Primer día. Conozco a mis compañeras de tienda. El entrevistador era
uno de los dueños y jefe de tienda. Insiste en “la calma”. Mi compañera
es la encargada de la tienda. Insiste en “la atención”. Si él dice que
con un “Hola, ¿qué tal?” ya basta; ella insiste con miles de detalles
para “hacer que el cliente se sienta cómodo en la tienda”. Surgen nuevas
preguntas.
¿Cuándo está incómodo? Por qué no puede cargar con un paquete y distraerse?
Porque así compra menos. Va cargado y eso provoca que tenga prisa.
Al parecer las técnicas de venta consisten en una mezcla entre
conductismo y agresividad retórica. La encargada vindica su efectividad.
Está en la tienda desde que la abrieron. Conoce el sector.
19 de noviembre
Primer día de diez horas. Bosquejo de sensación: la hora y media para
comer pasa muy deprisa, el tiempo de trabajo está siempre presente. Uno
mira el reloj y piensa: de acuerdo, entonces me queda… Obsesionado por
el tiempo libre, el tiempo es siempre tiempo restante; comprendo mejor
ahora a las personas que hablan de “la necesidad de desconectar”.
Se refieren a la necesidad de sentir que el tiempo no es tiempo restante sino tiempo posible o tiempo disponible.
21 de noviembre
Lunes, descubro el almacén. Y las llamadas de teléfono, abundantes.
Constato que mi pasión por la marca se ha reducido. Segunda
constatación: no tengo ni un tercio de información que mis compañeras.
Parece ya evidente. Alguna insinuación me ha llegado: “Deberías ir
acostumbrándote a” o, en su versión más sutil: “Yo es lo que hago al
llegar a casa”.
¿Cómo explicar que al llegar a casa uno no contempla la posibilidad de prolongar los quehaceres laborales?
Barajo dos respuestas posibles. La primera pasa por una confesión con malas consecuencias. Mala estrategia.
La segunda es una modesta oda a la pereza. No es conveniente.
25 de noviembre
Hay algo conmovedor en la interacción con clientes. Todos te escuchan
creyendo en la autoridad que te ha sido conferida. Es la primera tarde
en la que me atrevo a pronunciar: “Verá, yo le recomiendo...”. Lo digo
dos veces, a un padre muy simpático –le he visto todas las tardes en las
que he trabajado en la tienda– y a una joven madre. En ambos he visto
un gesto semejante: ojos abiertos y asentimiento.
¿De dónde viene esta autoridad? ¿Por qué leo en sus miradas “Vaya, tú
debes saber mucho de esto, yo, en cambio, no tengo ni idea”?. ¡Qué
fácil acostumbrarse a ella!
Nueva corrección: el cliente debe estar atendido en todo momento, es
imprescindible ofrecer alternativas a sus deseos, si no alcanza con el
stock disponible. La buena vendedora siempre insiste.
26 de noviembre
Pequeña reprimenda. Hemos empezado a sacar los instrumentos de
limpieza cinco minutos antes de agotarse el horario. No nos pagan para
eso. Gran indignación de mi compañera. Me da unas sorprendentes razones
utilitaristas de su enfado: “Hago ganar mucho dinero a la tienda. Y así
me lo agradecen”.
Le explico que no trata de quién tiene razón, pero en este caso, está
claro que la razón le pertenece a los jefes, que son los contratantes.
Creo que no ha entendido lo que le digo. Son muchas cosas, añade, y mi
comentario –ahora es ya indudable– la ha ofendido.
Bien. Trato de explicárselo una vez más. Las razones subjetivas no
importan cuando el dinero interviene en un contrato de estas
características. Me da por imposible. Yo también: no tengo reservas de
consuelo, y he preferido lanzar una reflexión.
Una nota evidente: intentar diálogos socráticos en la vida corriente es un juego ocioso.
1 de diciembre
Descubrimiento trágico, ya anunciado: soy muy patoso envolviendo
regalos. Muestras de compasión entre los clientes, aparece incluso el
recuerdo de quien envolvió zapatos en unas navidades antiguas.
La tarde transcurre a lo Capra.
A la dulzura del recuerdo, le sigue
la amargura de la constatación: otra señora señala con gran detenimiento
lo mal envuelto que está el paquete y cómo debería hacerse.
Evidente frustración entre mis compañeras. Inverosímil o no, me afecta.
3 de diciembre
Los matrimonios y sus relatos públicos. Por la mañana, un señor hace
llorar a su esposa mientras su hija juega como si no escuchase los
sonidos de algo que hace demasiado que está sucediendo.
Por la tarde una señora me pide pijamas, y luego dice: “Aunque se
duerme más cómodo sin ellos ¿no?”. Su acompañante es su marido, ella me
lo recuerda y, con gran risotada, insiste en flirtear de un modo
descarado.
Vergüenza ajena. El marido asiste algo frustrado al juego de la
señora; ella remata diciendo lo ideal que sería llamar a “todo un cuerpo
de bomberos” mientras mira el pack que va a regalarle a su hijo.
5 de diciembre
Estamos más cerca de comenzar la cuesta. No llega. No acabo de
comprender las metáforas geológicas y sus matices. Estoy muy cansado.
16 de diciembre
Eludo la cena de empresa, y su posterior farra, aunque no su relato
la mañana siguiente. Tomé la decisión precipitadamente, inventé una
excusa a última hora: la idea de compartir un escenario de amistad me
parece inadecuada.
17 de diciembre
Aparece en la tienda alguien que estudió filosofía, no lo he sabido
hasta diez minutos después de su entusiasta defensa de los juguetes que
ha comprado, de su espíritu educativo y de su actual profesión; la
lingüística computacional variante marketing.
Es de Girona –su acento no le delataba del todo, aunque luego sí su
anecdotario– y celebra que yo esté ahora terminando la carrera. Dice que
a él le cambió la vida. Hablamos de Habermas. Dice muy contento que es
una cosa seria, seria.
Al llegar al autobús, un episodio extraño. Un señor calvo llega
corriendo con mochila de trabajo y zapatos desgastados. El conductor le
dice: “Bueno! ¡parece que has perdido tu pelo en esa carrera ¿Eh?”. Me
siento agredido en ese momento.
¡No solamente por mi pertenencia al club
de los prealopécicos! Subir a un autobús y que alguien te suelte un
chiste magnífico. Invento una norma propia para el humor que utilizaré
en la tienda: de ahora en adelante, chistes blancos, fáciles.
23 de diciembre
Ha dejado de parecerme navideño el espíritu de la tienda. Pequeño
rasgo antisocial: no puedo soportar la intimidad ajena, aunque sean
pequeños bosquejos de relaciones, vida; lo he descubierto en las
conversaciones con las compañeras.
No puedo conversar si luego estaré sometido a un juego de jerarquías y
lealtades, etcétera. Veo improbable que pueda prosperar la amistad.
Gran fracaso en el ejercicio social de compartir películas y series.
“Estoy cansado de La Guerra de las Galaxias y no me parece que Black Mirror
tenga ideas sino lugares comunes sobre la “tecnología” y sus efectos”.
Me vengo arriba con la fregona y mis opiniones, todo muy ridículo.
Juzgo estúpido el “fenómeno de las series” y mi compañera cree que la
he llamado estúpida. Hago un llamamiento a la prudencia: “No tengo ni
idea de…”. Ella insiste, la ofensa redobla sus tambores.
Friego en silencio.
24 de diciembre
Cambio en la fisonomía de los clientes. Cambio memorable: son
directos, necesitan comprar, esperan muchas cosas, no conciben que los
productos se hayan agotado, quieren saber en qué otro sitio lo tienen.
Esperan cooperación entre las fuerzas del comercio, amabilidad a
raudales, soluciones efectivas.
27 de diciembre
Una de las tareas importantes es vender el stock acumulado. Decido
centrarme en la colección para niñas, que con sus ponys, estrellas del
pop y ferias me parece engolada.
Gran éxito. Di que algo es para “niñas inteligentes” y el mar del
orgullo te permitirá ver sus olas valientes. Añádele la respetabilidad
de las fuerzas del comercio a modo de falsa apostilla –“además se vende
muy bien”– y serás invencible.
¡Qué sensación de triunfo!
30 de diciembre
La puntualidad de las nóminas. Éste ha sido el mes de los domingos
trabajando, me digo. Han sido un pequeño fracaso. Hermosura de la
patología social: la gente no compra en domingo. Quiere descansar. El
día del Señor a estas alturas de mi vida.
Cuando salgo, el salario ya está en la cuenta corriente y la
tonadilla de Notorius Big y P. Diddy –“No sé qué quieren de mí / es como
si cuanto más dinero viniera / más problemas viera”– viene a mi cabeza.
31 de diciembre
Lo memorable: tener que estar en un almacén colocando cajas, o
piezas, o preparando pedidos. Me doy cuenta de que estoy ejercitando la
memoria visual. Hago una broma de Rain Man que a nadie le parece divertida.
Regresa la señora insinuante. La tienda tiene al menos cuarenta
personas dentro. Ni siquiera recuerdo cuantas veces he dicho ya “¡Hola!
¿puedo ayudarla?” Ella decide humillarme: “Lo que no podemos hacer es
agobiar al cliente, ¿no?”.
Me doy cuenta de que se me ha caído la botella del ánimo al suelo ¡y quedan otras cuatro horas!
2 de enero
Primera marabunta memorable. Mis jefes deben ayudarme a envolver
regalos, dada mi torpeza. Uno de ellos me mira al final de la jornada
con unos ojos donde, creo, hay una reevaluación muy resentida de su
decisión de contratarme. El resto de la semana trabajaré diez horas,
acepto, improviso algo relacionado con el honor y la responsabilidad.
3 de enero
Almacén con mi compañero, que gestiona el almacén. Oyéndole hablar
parece uno de los jefes. Es biólogo. Está convencido de la salud
democrática y de la grandeza de Cataluña. Me da muchas órdenes. Me dice
que no chute las piezas. He visto hacerlo a mi supervisora. ¡Pero me
callo! Pequeño triunfo de la micro-solidaridad obrera: serlo con quienes
no son tus amigos pero están en el mismo lugar.
4 de enero
Incidente en la tienda. Primera vez que me insultan. Ha entrado una
familia con un juguete con un fallo. Sabía que eran pobres. Podía verlo
en el calzado (las deportivas baratas), el chándal, los dientes algo
separados.
Faltaban doce piezas, me ha dicho la madre, indignada.
Respondo como es habitual, explicando que no somos una tienda oficial
sino especializada y que el servicio de atención al cliente está en
Internet. “¿Y si no tenemos Internet?”, me dice la madre. Me siento
profundamente imbécil por mi supuesto.
Ojos de incomprensión. Indignación. Un compañero acude al rescate. Nos ganamos más gritos e insultos.
El padre se gira y me dice: “Si todo fuese por Internet, tú no
trabajarías aquí”. Mi compañero está afectado por los insultos, les
llama imbéciles, etcétera. Profunda tristeza, cuando el padre ha
pronunciado esa frase he constatado su ignorancia.
Resulta terrible. Uno puede responder a los insultos o hacer chistes.
Pero existía la posibilidad de aceptar la autoridad. Un ser humano que
ni siquiera imaginaba que existe la programación, que no sabe que tras
Internet hay trabajo, trabajo humano, de ingenieros, de mantenimiento.
No lo consideraba.
5 de enero
Día final. Tranquilidad, pequeña sorpresa –después de todo, he
envuelto un regalo perfectamente–, con broma nada maliciosa incluida.
Una anciana uruguaya y aristocrática viene a la tienda. Compruebo cómo
el orgullo viaja –como sus hijos, que viven en Londres y conocen “la
tienda que hay en Londres y que supongo que conocerás”–, pero sus
suposiciones no pueden herirme. Desprecia la guerra, pero termina
comprando algo relacionado con la saga de las Galaxias.
Reivindica el
saber de los ingenieros, dice que por esa razón le gusta nuestra
juguetería, porque tiene cajas de aprendizaje donde se prioriza la
economía y la técnica. Tras la conversación, considero que mis simpatías
hacia la doctrina consecuencialista son una pequeña ingenuidad juvenil.
Se celebra mi entusiasmo y mi compromiso. Se señalan como grandes
virtudes. Se me invita a regresar cuando quiera. Se me pide algo de
autocrítica –parece evidente que el “hándicap” era no saber envolver.
Luego otras cosas a mejorar que tengan que ver con la tienda. Intuyo que
las palabras tienen que ver con mis compañeras. Uso la modestia: “Tal
vez algo más de comunicación en el reparto de tareas”. Entendimiento
rápido entre adultos, leer entre líneas la estrategia. (Pero no es estrategia, es prudencia).
Me marcho. Me doy cuenta de que me he olvidado unas alarmas en el
bolsillo. Terminan en una basura cercana. Lo cierto es que comeré en el
japonés donde el camarero chino me hablará entusiasmado de su infancia
en Shangai, de su pasión por nuestra juguetería y su marca, de sus
recuerdos.
¡La Historia sigue adelante después de todo!" (Pablo Muñoz, CTXT, 20/01/17)
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