"Que una sociedad garantice un ingreso decente a todos
sus miembros es, evidentemente, un objetivo legítimo. Pero ello no
implica la adhesión a los proyectos de ingreso universal, de base, etc.
Estos proyectos se basan en un postulado erróneo, conducen a un callejón
sin salida estratégico y renuncian al derecho al empleo.
Adiós al pleno empleo, viva el ingreso
La idea de un ingreso universal se encarna en múltiples proyectos/1.
Pero, más allá de sus diferencias, todos se desarrollan en la
intersección de dos propuestas más o menos explícitas. La primera es
conocida: las ganancias de productividad hacen que no se pueda alcanzar
el pleno empleo. Y como toda actividad humana es creadora de valor, hay
que redistribuir la riqueza producida mediante un ingreso desconectado
del empleo.
Admitamos durante un instante, aunque esa previsión es altamente discutible/2,que
las ganancias de productividad ligadas a las nuevas tecnologías son
portadoras de una hecatombe de empleos y que un empleo sobre dos será
automatizado en los dos próximos decenios. Los partidarios del fin del
trabajo dicen entonces: “veis claramente que ya no habrá empleo para todo el mundo, -por lo que-es necesario un ingreso universal para redistribuir la riqueza producida por los robots”.
Hay que rechazar absolutamente ese “por lo que”. Otro razonamiento es en efecto posible: “Los robots hacen una parte del trabajo en nuestro lugar, -por lo que- nuestro tiempo de trabajo puede disminuir”.
Es lo que ha ocurrido a escala histórica (no espontáneamente sino bajo
la presión de las luchas sociales): las ganancias de productividad han
sido, en gran parte, redistribuidas bajo forma de reducción del tiempo
de trabajo.
Pequeña economía política de lo numérico
En la práctica nos encontramos con que las ganancias
de productividad asociadas a las nuevas tecnologías tardan un tiempo en
manifestarse. Los economistas se encuentran de nuevo confrontados con la
“paradoja de Solow”: estas nuevas tecnologías se
ven en todos los lugares, salvo en las estadísticas de productividad.
Los intentos para salir de esta dificultad consisten en decir que el
volumen de producción está mal medido por los métodos habituales:
estaría subestimado, de tal forma que las ganancias de productividad
serían finalmente más elevadas que lo que parece. Los correctivos
propuestos se basan en su mayor parte en un olvido de la vieja
distinción entre valor de uso y valor de cambio que lo numérico estaría
embrollando.
El desarrollo de la economía de plataforma (Uber,
etc.) y de los GAFA (Google, Apple, Facebook, Amazon) ha estimulado en
efecto las innovaciones teóricas a menudo impresionistas pero que se
apoyan en su mayor parte en nuevas definiciones de la producción o de la
captación de valor. La cuestión que es necesario plantearse es la de
saber si las nuevas tecnologías hacen verdaderamente necesario un tal
“sobrepasamiento” de la teoría del valor.
Aun a riesgo de conservadurismo es necesario, aquí,
dar un paso atrás: es preciso discernir lo que es efectivamente nuevo a
la vez que se toma distancia de la idea fácil según la cual las
innovaciones técnicas determinarían mecánicamente los cambios sociales
adecuados. Esta fascinación ante las proezas de la técnica conduce
bastante rápidamente a la precipitada conclusión de que la clase
asalariada está condenada.
Para quitarse de encima ese dispositivo ideológico, lo
más simple es preguntarse cuál es el modelo de las empresas
“numéricas”. Dicho de otra forma: ¿cómo ganan dinero? Apple vende
smartphones y tabletas; su modelo se distingue en un casi-monopolio que
se basa, por un lado, en una sobreexplotación de la mano de obra y, por
otro, en la renta que le proporciona la adición de los consumidores a su
sistema cerrado.
Pero, a fin de cuentas, Apple gana dinero vendiendo
mercancías. No hay pues nada nuevo bajo el sol desde este punto de vista
y ello permite subrayar un resorte ideológico consistente en la mezcla
de dos cosas: los resultados notables del producto y el hecho de que es
una mercancía clásica. La misma cosa se podría decir de Amazon, que no
es otra cosa que un distribuidor de mercancías almacenadas en inmensos
hangares (o de grandes servidores para los bienes numéricos) que son
manipulados por proletarios.
La tipología de las plataformas es todavía más
diversificada. Por ejemplo, Blablacar y Uber no tienen exactamente la
misma lógica. En el primer caso, la plataforma pone en contacto a dos
personas que han escogido hacer el mismo trayecto y comparten los
gastos. Se trata entonces de una transferencia de renta entre personas
individuales que no crea en sí misma valor.
Por contra, la plataforma
percibe una comisión que corresponde a la venta de un bien mercantil, en
este caso el servicio de puesta en contacto. Uber, y otras muchas como
TaskRabbit en Estados Unidos, funcionan más bien como agencias de
trabajo temporal, poniendo a disposición a “asalariados” que van a
realizar una tarea para un cliente que va a pagar por esa prestación.
Las aplicaciones de puesta en relación hacen así
posibles transacciones que habrían podido ser realizadas bajo otras
formas pero a un precio más elevado o no se habrían realizado. Se podría
hablar de empresa virtual que pone directamente en contacto al
comprador del servicio con una persona “asalariada”.
Desde un punto de
vista estrictamente económico no hay verdaderamente nada nuevo bajo el
sol. La plataforma rentabiliza su inversión y sus algunos asalariados,
cobrando una comisión: la mercancía que vende es el servicio de puesta
en relación. El trabajador recibe una remuneración, como lo haría un
pequeño artesano.
La gran diferencia es evidentemente la no aplicación
(potencial pero no inevitable) de toda legislación social y fiscal. Este
sector de la gig economy se asemeja al llamado
sector informal o no declarado de los países en desarrollo y el estatuto
de sus participantes es frecuentemente más próximo al de un jornalero
del siglo XIX que al de asalariado o incluso trabajador autónomo.
Ello es particularmente evidente en el caso del micro-trabajo que consiste, como explica el sitio web foulefactory.com,
en automatizar las “tareas manuales más laboriosas” mediante una
remuneración mínima. El ejemplo emblemático es el del Turco Mecánico (Mechanical Turk) de Amazon: esta plataforma (mturk.com)
pone en contacto a particulares y empresas que proponen microtareas.
La
misma denominación de Turco Mecánico es reveladora. Hace referencia a
la famosa superchería de finales del siglo XVIII: un autómata vestido a
la moda turca jugaba al ajedrez (y ganaba la mayoría de las veces).
En
realidad era un ser humano que manipulaba al maniquí. Amazon reivindica
orgullosamente la referencia a ese subterfugio, anunciando el slogan
“inteligencia artificial”: se reconoce así que muchas tareas que parecen
haber sido automatizadas son de hecho realizadas por pequeñas manos
pero diseminadas a través del mundo y subpagadas. Amazon simboliza así
el verdadero subterfugio ideológico consistente en transformar el
recurso a esta sobreexplotación en maravilla de la tecnología.
Adiós a la teoría del valor
Un paso suplementario se realiza con las teorías del digital labor.
Ese trabajo gratuito realizado por los consumidores que surfean en
internet sería explotado, ya que produce una información que se capta
integralmente sobre el sitio web y que será revendida: hay pues
captación de valor producida por los “pro-consumidores” (prosumers).
Este esquema conduce a elaboraciones teóricas a veces
descabelladas y que pueden incluso presentarse en un marco conceptual
que evocaría la teoría del valor. Este es el caso de Christian Fuchs que
lleva hasta el extremo la tradición operaria italiana: “la fábrica es
el lugar del trabajo asalariado, la fábrica no está solamente en el
edificio: está en todos los lugares”/3.
Para Antonio Casilli, otro teórico del digital labor, creamos valor sin saberlo, especialmente a través de los objetos conectados: “el
simple hecho de encontrarse en una casa o en una oficina
‘inteligentes’. es decir equipadas de dispositivos conectados, es ya
productor de valor para las empresas que colectan informaciones”/4. Es necesario entonces “reconocer
la naturaleza social, colectiva, común, de todo lo que se produce en
términos de contenido compartido y de datos interconectados y prever una
remuneración que mida volver a dar al common lo que ha sido extraído.
De donde la idea, que defiendo, del ingreso de base incondicional”.
Esta justificación del ingreso de base se basa en una
extensión ilegítima de los conceptos de valor y de explotación y,
finalmente, de una incomprensión de las relaciones sociales
capitalistas. El gran problema del capitalismo numérico es al contrario
su incapacidad de mercantilizar los bienes y servicios virtuales que
produce.
Otros dos adeptos del capitalismo cognitivo van todavía más lejos al proponer un ingreso social garantizado que debería “ser
concebido e instaurado como un ingreso primario ligado directamente con
la producción, es decir como la contrapartida de una actividad creadora
de valor y de riqueza en la actualidad no reconocida y no remunerada”/5.
El término de “ingreso primario” remite a la distribución “primaria” de
los ingresos, entre salarios y beneficios. Dicho de otra forma, el
ingreso garantizado es pensado como una forma suplementaria de ingreso
que debería agregarse al salario y al beneficio. Pero este ingreso
correspondiente a una creación de valor ex nihilo nos hace entrar en un mundo paralelo fantasmágorico que ya no es el capitalismo.
Saldo de cualquier cuenta
El primer impasse estratégico de los proyectos de
ingreso universal se basa en una idea raramente subrayada que por otra
parte reenvía al postulado de base, es decir que el pleno empleo está en
lo sucesivo fuera de alcance.
Sin embargo, es fácil mostrar, casi
aritméticamente, que el pleno empleo es esencialmente una cuestión de
reparto /6. Decir que el pleno empleo está fuera
de alcance equivale pues a admitir que es imposible modificar la
distribución del valor agregado de las empresas en el sentido de una
creación de empleos por reducción del tiempo de trabajo.
Sin embargo los proyectos de ingreso universal
implican, también ellos, una modificación de la distribución de los
ingresos necesaria para financiar el ingreso incondicional en un nivel
“suficiente” para asegurar un nivel de vida decente. Pero, ¿por qué ese
cambio en la distribución –al menos tan drástico- sería más fácilmente
aceptado por los dominantes que un reparto del trabajo?
Los partidarios del ingreso universal se encuentran a
continuación confrontados con una contradicción fatal. Si el ingreso es
“suficiente” o “decente”, su financiación implica redesplegar
ampliamente la protección social, ya que no hay fuente autónoma de
creación de valor. Ello supone una regresión social que consiste en
remercantilizar lo que ha sido socializado. Si el ingreso se fija en un
nivel modesto, como etapa intermedia, entonces el proyecto ya no se
distingue de los proyectos neoliberales y les prepara el terreno.
Al idealizar al precariado como si correspondiese
completamente a un trabajo más autónomo que permitiría liberar las
iniciativas, se ocultan las formas más clásicas y dominadas. Al proponer
el sobrepasamiento de la condición salarial hacia un post-asalariado
adosado a un ingreso de base se facilita la tarea de los que organizan
en la práctica la vuelta al pre-trabajo asalariado.
Los partidarios
progresistas de un ingreso de 1000 euros mensuales tienen el riesgo de
favorecer la puesta en práctica de un ingreso universal de 400 euros
–como saldo de todas las cuentas- que permitiría, además, reducir
ventajosamente los costos de funcionamiento del Estado de Bienestar.
Adiós al programa de transición
La combinación de fundamentos teóricos erróneos y de
orientaciones programáticas vacilantes conduce fatalmente a renunciar o a
girar la espalda a los ejes esenciales de un proyecto coherente, que
empiece por la reducción del tiempo de trabajo.
Más allá de algunas
posiciones conciliadoras (“eso es complementario”)
los partidarios del ingreso universal ignoran o desacreditan esta
palanca de acción. Para Philippe Van Parijs, uno de los grandes
promotores de la renta universal, ella es “una idea del siglo XX, no del siglo XXI” porque “la realidad del siglo XXI” (a la que es necesario pues resignarse) es la “multiplición del trabajo atípico, del trabajo independiente, del trabajo a tiempo parcial, de los contratos de todo tipo”/7.
Proyectándose en un futuro indistinto, todos estos
proyectos saltan por encima de la necesaria movilización alrededor de
medidas de urgencia como el aumento del salario mínimo y de las rentas
mínimas sociales (con su extensión a los jóvenes de 18 a 25 años). Al
resignarse a la precarización dejan en realidad el campo libre a los
proyectos liberales de un ingreso mínimo único e insuficiente que
sustituiría a las rentas mínimas sociales existentes.
Al favorecer el espejismo de un salario para toda la
vida o un ingreso incondicional, estos proyectos obvian una versión
radicalizada de la seguridad social profesional que asegure la
continuidad del ingreso/8 (se entiende por
seguridad social profesional la que tiene por objeto asegurar la
continuidad del recorrido profesional y el mantenimiento de los ingresos
frente a las rupturas unilaterales de los contratos, a la vez que se
instaura el derecho a la movilidad de las personas; según algunas
propuestas los ingresos correspondientes a los períodos de no trabajo se
financiarían por cotizaciones mutualizadas a cargo de las empresas;
ndt).
En fin, estos adioses al pleno empleo impiden plantear
la cuestión de las necesidades sociales y de adoptar una lógica de
Estado “empleador en último término”. La cuestión ecológica permanece
ausente, salvo que la frugalidad del ingreso de base sea suficiente para
desencadenar el decrecimiento. (...)" (Michel Husson, Viento Sur, 03/01/17)
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