"Luisa Benavente tiene 45 años. Usa gafas
azules y apenas mira a quien la mira. Lleva solo un pendiente, en su
oreja derecha. “Los malos me dan alergia, así que me pongo este que
tengo de plata, y este anillo”, dice mientras descubre su escote. “¿Ves?
No me puedo poner nada, ni collar ni nada. Encima soy delicada”,
prosigue con una sonrisa tímida.
Dice “encima” porque antes ha contado
que es pobre, porque lleva once años durmiendo donde puede y porque en
un cuarto de hora irá a recoger la dosis de metadona que le corresponde.
El viaje hacia las drogas que inició con 16 años la ha llevado tres
veces a la cárcel. Hoy, asegura, lleva ocho días sin consumir. Solo ocho
días.
Un mundo para su mundo, que es un círculo cerrado que la atrapa
día tras día. “Me han intentado violar, me han acosado, me han dicho
‘mira qué guarra esta tía, durmiendo entre cartones’. Yo no quiero vivir
en la calle, yo quiero salir de la calle y que nadie se sienta con el
derecho de insultarme o atacarme. Pero no es fácil”, afirma rotunda.
Nunca ha denunciado las agresiones que dice haber sufrido.
Una investigación realizada por el Observatorio Hatento
calcula que un 47% de las personas sin hogar que viven en España han
sido víctimas de al menos un incidente o delito de odio por aporofobia, un término acuñado por la filósofa Adela Cortina,
que no está recogido en la RAE y que significa odio y rechazo a las
personas pobres. Las mujeres presentaron una mayor vulnerabilidad (60%
frente al 44% en el caso de los hombres).
“Es fundamental no olvidar que
el derecho a la vivienda se relaciona directamente con
la calidad de vida, la seguridad y la salud de las personas, de forma
que interacciona con los demás derechos fundamentales. Una sociedad
democrática no puede permitirse abandonar más allá de los márgenes a
parte de su ciudadanía”, recuerda Rais Fundación, la organización responsable del estudio, a cuya sede en Sevilla acude Luisa con frecuencia.
En este camino, el Senado acaba de aprobar una moción presentada por Unidos Podemos con la que pide al Gobierno una reforma del Código Penal
que incluya como agravante la aporofobia, como ya ocurre con las
agresiones cometidas por “motivos racistas, antisemitas u otra clase de
discriminación referente a la ideología, religión o creencias de la
víctima, la etnia, raza o nación a la que pertenezca, su sexo,
orientación o identidad sexual, razones de género, la enfermedad que
padezca o su discapacidad”, según el artículo 22.4.
Luisa vive con la idea de que todos saben que es pobre,
que la señalan, igual que si llevara un cartel encima que lo anunciase.
Por eso un día intentó entrar en una peluquería y se dio la vuelta. Soy
pobre. O por eso le da pánico plantearse la posibilidad de alquilar una
habitación. Soy pobre. Por eso se apresura sin venir a cuento a
aclarar que aparenta más edad que la que tiene, en esa peculiar forma de
sobrepasar el miedo a que alguien lo diga antes que ella.
A veces, su
voz no llega a completar las frases. Suspira y continúa: “Tengo EPOC,
una enfermedad pulmonar obstructiva. Me cuesta hasta subir las
escaleras”. Y por todo eso,
al final, Luisa se enreda en los cartones y sigue como está.
“Acomplejada, sí. Es que no lo puedo evitar”, se justifica.
Es habitual, cuenta, que en los bares le impidan entrar al baño. “Y termino haciendo pipí en la calle. Te discriminan”. Es habitual que le ofrezcan sexo
porque está en la calle. “A veces en una hora me lo han pedido cuatro
veces, sobre todo los días 25, cuando se cobra la paga. Como si tuvieran
derecho…”. Vuelve a suspirar.
Como si tuvieran derecho por ser pobre. Y
cuenta también como algo habitual la sensación de no saber por dónde
empezar sus días y por dónde acabar sus noches. “Tengo un hijo y una
hija ya mayores. Mi hija no me perdona. Estoy mal. Esta situación te va
quemando. Yo antes era más alegre. Pero el carácter te cambia, se
endurece. Estoy mal”, repite con una mueca triste. Solo sonríe de verdad
al posar para la foto.
En la misma sede, Encarnación López prepara un café. Echa de menos sus costumbres, convertidas en rarezas cuando
no se tiene casa. 58 años, un ojo morado, un moratón en el codo, una
herida en la rodilla tapada con gasas y otra que se alarga entre el
cuello y el pecho en bandolera, por donde colgaba el bolso que le
arrancaron.
Según su relato, la atacaron tres hombres hace una semana
mientras caminaba con un compañero. Asegura que llevaban unos 300
euros para alquilar una casa para ellos dos y una hermana que está
enferma. Se lo quitaron. No han denunciado los hechos porque, según
explica, todo ocurrió muy deprisa y creen que no va a servir para nada.
“Yo llevo un año viviendo de albergue en
albergue, con la angustia de no saber dónde voy a dormir cada noche, si
te aceptan o no, como si fueras un número. La dignidad es la dignidad.
Y es lo único que conservo. La otra noche, con el dolor que tengo en
las cervicales, me dejaron dormir en el hospital”, continúa.
A
Encarnación –labios rosas, pelo rubio, las uñas pintadas de naranja– le
ocurre lo contrario que a Luisa: “Siempre me dicen que no tengo el
perfil para el albergue. Tengo formación como auxiliar de geriatría,
estoy especializada en personas con alzhéimer, esa es mi vocación.
Necesito trabajar, tener una casita. Porque me encuentro mal”.
Procedente de Ibiza, confía en encontrar esas cuantas cosas cuanto
antes: “Yo he sido muy valiente en mi vida, pero me da miedo la calle”. (Olivia Carballar , La Marea)
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