"Jamás se me hubiera ocurrido hace unos años llamarme a mí misma
“marrón”. En el imaginario colectivo racista en América Latina es un
color asociado a la suciedad. ¿Es posible resignificar una palabra para
reclamar una identidad?
Es
probable que ninguna persona marrón pueda olvidar la primera vez que
alguien le sugirió que se bañara, señalando una supuesta suciedad de su
piel. A mí me lo dijeron en una playa limeña. Recuerdo cómo al volver a
casa lloré restregando cien veces la esponja a ver si se borraban las
partes más oscuras de mi piel. No sé cuántas veces he tenido que decir
la frase “soy así” a gente que ha sentido como legítima su curiosidad
por la gradiente de marrones que sube y baja caprichosamente en mi
epidermis.
Jamás se me hubiera
ocurrido hace unos años llamarme a mí misma marrón. En el imaginario
colectivo racista es un color alevosamente asociado a la suciedad,
incluso al excremento. Y eso que hay muchísimas cosas marrones hermosas,
como la tierra, las hojas en otoño, las galletas recién horneadas. Pero
no. A las niñas y niños peruanos, en gran parte marrones, nos enseñan
en el colegio que el rosa pálido de nuestros lápices es el “color piel” y
el que se parece a nuestra piel, el “caqui”. Hace unos años, una
persona racista se hizo famosa en Perú porque insultó a otra llamándola “color puerta”.
¿Es
posible un orgullo marrón, un orgullo color puerta? Hoy, una comunidad
expropia la etiqueta que servía para despreciar y decide recuperarla
resignificada para reclamar una identidad. Son personas a las que
durante años se intentó meter en el mismo saco de “lo mestizo”, como
parte del proyecto civilizatorio blanco de borrado cultural y étnico.
Rotulados como morenos, trigueños, cobrizos, cholos, los descendientes
de indígenas que sufrieron directamente la violencia colonial se
acuerpan para rechazar la opresión racial. Este es nuestro momento.
En
las últimas semanas, con el trasfondo de Black Lives Matter y en buena
medida activados por el gran impulso que vive la lucha contra la
discriminación en el mundo, activistas de varios países de América
Latina han señalado cómo funciona históricamente el racismo también
hacia las personas marrones para acuñar simbólicamente algo así como un
Brown Lives Matter, pero aplicado a cada casa.
Así, se ha cuestionado en Argentina, la hipocresía de colocarse el lema
importado de Estados Unidos mientras allí se sigue ejerciendo
discriminación contra migrantes andinos y contra sus propios
compatriotas de ese origen, por lo general olvidados por la idea de una
Argentina blanca y porteña. Allí está esa señora que le enmendó la plana a un presentador de televisión
que le preguntó de dónde había migrado: “Soy salteña —contestó—. Se les
olvida que los argentinos somos coyas”. Los coyas son los pueblos
indígenas originarios del norte de Argentina. Se les olvida, como se les
olvida también que existen afroargentinos.
En la pandemia, que ha sido ese gran amplificador de nuestras miserias y desigualdades, quienes retornaron de Lima hacia sus comunidades,
por hambre, caminando y exponiéndose a la enfermedad, no fueron blancos
sino cholos e indígenas pobres. En Perú, a inicios de junio, había en
promedio una prueba de la COVID-19 por cada cincuenta personas, mientras
que en las localidades de los indígenas awajún, había aproximadamente una por cada 494,
según un análisis de Ojo Público.
Quienes mueren en las olas de frío,
en los huaycos, en las inundaciones y en las pandemias son siempre los
mismos. Es a las comunidades indígenas a quienes el gobierno peruano ha
querido negar agencia y participación política para acelerar la sesión de sus territorios a las mineras. Ese abandono histórico, se llama racismo. Empecemos a llamar por fin a las cosas por su nombre.
El
racismo que practican las élites criollas en Latinoamérica,
tradicionalmente blancas y que han concentrado el poder político, social
y económico de generación en generación, es estructural y consecuencia
directa de la colonización. El color de piel sigue determinando el lugar
que ocupas en la sociedad. La idea de que las personas tienen lo que
tienen o han llegado a dónde han llegado solo con base en su esfuerzo y
su valor o talento personal, esa fábula del capitalismo, es negar siglos
de historia colonial.
En
el Perú, los niños también crecemos rogando ser menos cholos para ser
menos discriminados. Nadie quiere ser el más cholo, el más marrón, el
más negro, porque para muchos más racialidad significa más acoso y
exclusión, también más pobreza. Y eso que según los últimos censos, que
ya incluían la autoidentificación étnica, más del 60 por ciento de la población
se define como “mestiza”, mientras los blancos no llegan ni al 6 por
ciento. Sin embargo, en los puestos de poder aún se ven indígenas solo
como cuotas.
Y es que en mi país los racistas todavía nos mandan a bañar. Hace unos meses, durante un debate electoral, un candidato blanco le entregó a otro no blanco un jabón.
Tras la polémica, por primera vez un acto racista fue tratado como tal y
condenado masivamente. Por fin parecía alejarse la costumbre de
endilgar supuestos complejos de inferioridad a quienes son en realidad
víctimas del racismo. El candidato del jabón no fue elegido y la
fiscalía abrió una investigación contra él por discriminación.
¿Algo está cambiando? Desde hace solo pocos años existen instancias del gobierno para alertar contra el racismo en el Perú y más políticas públicas antidiscriminación, pero aún queda mucho por hacer.
La
buena noticia es que, pese a que el acoso racista aún es habitual en
calles y redes, la organización y el orgullo son cada vez más fuertes.
Hay afrodescendientes y cholos activando y poniendo el cuerpo, haciendo
esforzada pedagogía cada día en los medios, publicando libros,
ofreciendo talleres y participando en debates y charlas como “Quiénes
somos las marronas”, que dio hace poco Primakabra, activista marrón y
disidente sexual.
Lo que viene ocurriendo ha provocado litros de “white tears”,
como se llama con humor al modo en que responden las personas blancas a
estos cuestionamientos. Este también es su momento: deben revisar la
manera en que se han beneficiado de este sistema que prioriza, cuida y
enaltece unos cuerpos sobre otros. Deben saber que para desmontar este
orden aún colonial solo hay un camino: participar de la lucha política
antirracista. No será sencillo, porque no es fácil aceptar que incluso
sus buenas intenciones están asentadas en una construcción racista y
clasista. Pero se tiene que hacer.
Hay, además, una creciente tribu de jóvenes disidentes de los estereotipos raciales
en toda la región, que reivindican el orgullo marrón, su arte, sus
historias, combatiendo la estética dominante, reivindicándose a través
de fotos y videos como cuerpos que importan, que son bellos y dignos del
deseo, de amor y cuidados. Pelean contra esos lugares comunes que
relacionan, por ejemplo, al marrón con la sumisión, la pobreza y el
dolor.
La activista Sandra Hoyos, del colectivo argentino Identidad marrón,
siente que lo marrón es sobre todo una identidad política. Lo que se
viene, pues, es resistencia y lucha, desde los cuerpos negros y
marrones.
Si seguimos trabajando contra el racismo, quizás algún día a Marco ya no le vuelvan a prohibir entrar a una discoteca, ni vuelvan a confundir a Joseph con el camarero de la ceremonia del premio que se había ganado él. Ni a mí con la niñera de mi hijo. Ni a Rosa con la ladrona del supermercado. Ni a ningún niño o niña la manden a bañar por ser marrón."
(Gabriela Wiener es escritora, periodista y colaboradora regular de The New York Times, 14/04/20)
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