27/7/17

Que el gobierno federal garantice el empleo, con un salario digno e incentivos, a todo americano dispuesto y capacitado para el trabajo. El fin último de la garantía de empleo es el pleno empleo sostenido: un empleo hasta para el último americano que quisiera trabajar... ¿cómo funcionaría? ¿Cúanto costaría?

"Los demócratas han comenzado la presidencia de Donald Trump exiliados al desierto político. Han perdido la Casa Blanca, ambas cámaras del Congreso, un número impresionante de gobiernos estatales, mientras que el voto de los “Estados azules” ha resultado ser en realidad solo voto de “ciudades azules”.

El partido se ha lanzado a buscar soluciones, enzarzándose en discusiones sobre políticas de identidad, la estrategia de oposición adecuada y demás. Pero los demócratas podrían inspirarse en el mismísimo Trump. A saber: sus promesas reiteradas de recuperar empleos americanos bien pagados.
“Es su argumento principal y el más consistente”, observa Mike Konczal, un investigador del Roosevelt Institute, tras revisar los discursos de Trump. 

El presidente comprende, como subrayó Josh Barro de The New York Times, que la mayoría de los americanos piensa que la finalidad de la empresa privada es proveer buenos empleos, no solamente conseguir un beneficio. Incluso la xenofobia y nacionalismo blanco de Trump no se aleja mucho de esto: echar a patadas a los inmigrantes y apartar a los competidores foráneos son componentes críticos de su manera de recuperar los empleos.

Los demócratas tienden a tratar los empleos como el subproducto feliz de otros objetivos tales como la revitalización de infraestructuras o los proyectos de energías renovables. O tratan la desindustrialización y la deslocalización de los empleos como hechos inevitables y lamentables y a cambio ofrecen formación, seguros de desempleo, atención sanitaria etc. para mitigar sus efectos. 

Todas estas políticas son estimables. Pero un empleo no es solo un mecanismo de suministro de rentas que se puede reemplazar con una fuente alternativa. Es un medio fundamental por el que la gente afirma su dignidad, legitima su cuota de participación en la sociedad y comprende sus obligaciones mutuas.

 Hay evidencia clarísima de que la pérdida de esta identidad social importa tanto como la de la seguridad financiera. El daño que causa el desempleo prolongado a la salud mental y física solo es comparable al causado por la muerte de un cónyuge. Causa estragos en los matrimonios, las familias, las tasas de mortalidad, las tasas de alcoholismo y más. La crisis de 2008 elevó el desempleo a largo plazo a la estratosfera y hoy permanece cerca del máximo histórico. Trump se dirigió al corazón del problema cuando le dijo a Michigan en octubre de 2016: Voy a devolveros los empleos”. Punto.

Los demócratas también deberían considerar prometer la Luna. Pero a diferencia de Trump, deberían respaldarlo con un plan político. Y existe una idea que podría funcionar. Emerge de forma natural desde los valores progresistas. Es grande, osada y cabría en una pegatina del parachoques. Se le suele llamar la “garantía de empleo” o el “empleador de último recurso”. En dos palabras: que el gobierno federal garantice el empleo, con un salario digno e incentivos, a todo americano dispuesto y capacitado para el trabajo.

 Por qué lo necesitamos
 
Antes de profundizar en los detalles de esta propuesta, es procedente dar unas palabras sobre los objetivos generales. El fin último de la garantía de empleo es el pleno empleo sostenido: un empleo hasta para el último americano que quisiera trabajar, incapacitando al mercado laboral para encontrar suficientes trabajadores para todos los empleos que quisiera crear.

Los beneficios de la garantía para los previamente desempleados resultan evidentes. Pero no es menos crucial que ayudaría a los americanos ya empleados. Cuando los trabajadores compiten entre sí por una oferta inadecuada de empleos no tienen ningún poder. Por el contrario, cuando los empleadores deben competir por una oferta inadecuada de trabajadores se produce una transformación sutil pero fundamental. Liberados del temor de ser arrojados al desempleo y de no poder encontrar otro empleo, incluso los trabajadores peor pagados pueden exigir salarios más altos y prestaciones más generosas. 

Pueden exigir mejores condiciones de trabajo y horarios y formación laboral a costa del empleador. Pueden desafiar la discriminación, el acoso y el abuso. Los sindicatos y las organizaciones de trabajadores ganarían autoridad. Habría más estabilidad familiar, comunidades más sanas, más confianza social y mayor participación en la vida colectiva. El fin último de la garantía de empleo es el pleno empleo sostenido: un empleo hasta para el último americano que quisiera trabajar.

En términos prácticos esto requeriría forzar las tasas de participación de la fuerza de trabajo —la medida de la gente empleada o que está buscando empleo activamente— hasta los límites naturales y llevar la tasa de desempleo —la porción de la fuerza de trabajo no empleada— hasta el 1 o el 2 por ciento. Y luego mantenerlas. Puede parecer un objetivo fantástico. 

Pero lo hemos conseguido antes: durante la movilización económica de la Segunda Guerra Mundial la tasa de desempleo cayó brevemente por debajo de un pasmoso 2 por ciento. Después, entre 1945 y 1970, la tasa permaneció aproximadamente un tercio de ese tiempo bajo el 4 por ciento. No por casualidad esta época se recuerda como una era económica dorada, y la desigualdad se mantuvo reducida.
Las cosas han cambiado desde entonces.

Al escribir estas líneas, hay 1,4 demandantes de empleo por cada vacante. Como mínimo nuestro objetivo debería ser menos de un demandante por cada vacante. Aun así éste es el mejor registro tras ocho extenuantes años de recuperación. 

Es más, la razón entre demandantes de empleo y vacantes solo se acercó momentáneamente a la paridad con un 1,1 al final del auge de los 90. No existen registros más antiguos. Pero hay otros indicios de cercanía a la paridad: los finales de los 90 fueron también el único momento desde los 70 en que la tasa de desempleo cayó hasta el 4 por cien. Actualmente está en el 4,6% — de nuevo, el mejor nivel desde la Gran Recesión.

Así que incluso en esa mitad de la centuria de tan gratos recuerdos, la tasa de desempleo americana total tendía a resurgir como una boya sobre el umbral que señala el pleno empleo. De vez en cuando, caía lo suficiente como para tocarlo y volvía a rebotar. Durante los últimos 40 años, esa boya prácticamente nunca ha tocado el pleno empleo. 

Este fallo de varias décadas ha reducido los trabajadores a la impotencia crónica frente a unos empleadores que demandaban trabajo barato, sumiso y desechable. Subyace al alza vertiginosa de la desigualdad la pérdida generalizada de buenos incentivos laborales, la expansión de la precariedad financiera entre los hogares, la generalización de los contratos por obra y la “uberización” etc.

Entretanto, qué empleos crea la economía, para quiénes y en qué condiciones queda determinado por las personas que poseen y controlan el flujo de capitales y la propiedad. Esta es la naturaleza de los mercados privados en el capitalismo. Tanto la izquierda como la derecha aceptan esta situación como un hecho consumado y en esencia tratan de sobornar a este grupo exiguo para que cree empleo. El soborno de la derecha son los recortes de impuestos y la liberalización. El soborno de la izquierda es un estímulo musculoso del gasto público deficitario y la inversión pública. Esta funciona mucho mejor exprimiendo la demanda agregada, razón por la que posibilita que los empleadores se beneficien y ganen cuota de mercado contratando más trabajadores. Pero en ambos casos, el poder para configurar el empleo en sí y contratar está en manos de los capitalistas.

Inevitablemente, los demandantes de empleo más privilegiados o atractivos son contratados en primer lugar: aquéllos que tienen buena formación, tienen historiales de empleo estable, carecen de antecedentes penales y (seamos francos) son blancos. Solo cuando estos han sido contratados empieza a llegar el empleo a todos los demás.

Los últimos en llegar son las minorías raciales, aquéllos sin títulos universitarios o de bachillerato, aquéllos con largos períodos de desempleo en el pasado, los veteranos y los que tienen antecedentes penales. Y su turno es mucho más breve puesto que les llega en el pico de la coyuntura. Luego, cuando cae el ciclo, los menos privilegiados son los primeros en ser eliminados. El resultado es una dinámica amarga en la que son los últimos en ser contratados y los primeros en ser despedidos. Incluso cuando trabajan su posición negociadora es perpetuamente precaria, lo que redunda en salarios menores y mayor explotación.

Por eso unos 5,5 millones de personas todavía trabajan a tiempo parcial cuando querrían trabajar a tiempo completo. Explica en gran parte la impunidad de los empleadores ante flagrantes robos salariales, los horarios abusivos, la discriminación racial, el acoso sexual y la violación de los derechos laborales. Por eso demasiadas personas llevan ya décadas con los salarios estancados.

Que la carencia del pleno empleo golpee más duramente a los americanos menos privilegiados no solo es problemático porque sea injusto. Es que además condena a sus comunidades a ciclos repetidos de destrucción de los que nunca tienen tiempo para recuperarse del todo. La tasa de desempleo de los americanos negros, por ejemplo, perpetuamente duplica la de los blancos —situación que se mantiene en todos los niveles educativos--. Lo mismo vale para la tasa de desempleo de todos los americanos con un título universitario frente a aquellos que solo tienen un graduado escolar.

En contraste, los efectos benéficos del pleno empleo, cuando sucede, son más acentuados entre los menos privilegiados: solo entonces los empleadores se ven obligados a acudir a las personas y comunidades normalmente exiliadas de la economía.

Imagínense lo qué se podría conseguir con un pleno empleo sostenido.

Así pues no debería sorprender que los pensadores afroamericanos desde siempre hayan sido paladines de la garantía de empleo. Martin Luther King Jr lo reivindicó reiteradamente. También Bayard Rustin, otro activista de los derechos civiles afroamericano de los años 60, y Sadie T.M. Alexander, la primera afroamericana que se doctoró en Economía. Hoy entre los defensores negros de la garantía de empleo se incluyen el profesor de Economía y Políticas Públicas de Duke William Darity Jr y el economista Darrick Hamilton de la New School.

Coincidiendo con el auge de la desindustrialización y la globalización y el retroceso de las políticas de inversión pública, regulación y aplicación de las leyes antimonopolio, la economía americana finalmente ha empezado a tratar a los trabajadores blancos sin título universitario tal como siempre trató a los negros americanos.

El capital huye de las comunidades rurales y pueblos donde Hillary Clinton perdió ante Donald Trump por un margen de tres a uno y donde el crecimiento de nuevo empleo y la creación de negocios durante las recuperaciones prácticamente se han desvanecido. Los competidores extranjeros y la automatización están robando sus empleos; sus tasas de desempleo e ingresos son inferiores; y sus hipotecas los asfixian. Clinton ganó en menos del 16% de los condados pero aquéllos en los que ganó generaban el 64% de la producción económica total. Este gran desplazamiento económico generó la frustración económica que causó el vuelco en los Estados del Rust Belt que dieron la victoria a Trump.

Pero el presidente no ha cejado de explotar los temores y ansiedades raciales de los americanos blancos y las tentaciones del nacionalismo blanco. Combatirlo exigirá una coalición genuinamente multiétnica; una que pueda avanzar al máximo la causa antirracista, reservando a la clase trabajadora blanca un asiento en la mesa en pie de igualdad. Una garantía de empleo pondría los cimientos de tal coalición basada en intereses económicos compartidos.

Cómo funcionaría

Este es pues el contexto en el cual emerge la necesidad de tal programa. ¿Cómo funcionaría la garantía de empleo en detalle? En primer lugar sería universal: una oferta a cualquier que esté dispuesto y sea apto para el trabajo. También sería completamente voluntario: no se obligaría a nadie a trabajar.

Cada empleo pagaría un salario por encima del umbral de la pobreza e incentivos. Una posibilidad a menudo sugerida es $25.000 al año —unos $12 la hora si asumimos 52 semanas al año y 40 horas por semana. Se podría plantear un ajuste adicional por el coste de la vida en función de las condiciones de vida locales. La asistencia sanitaria y las cotizaciones sociales se cubrirían a través de los programas existentes, el de Prestación Sanitaria de Empleados Federales y el Sistema de Jubilación de Empleados Federales, respectivamente. Las vacaciones pagadas y las bajas por enfermedad y por asuntos propios también estarían incluidas.

Los beneficiarios podrían solicitar trabajo a tiempo parcial reduciéndose su salario en proporción. Pero tendría que fijarse un mínimo número de horas para recibir el paquete de incentivos; Darity sugiere 30 horas a la semana.

El programa sería impulsado por la demanda de empleo de los americanos. Es decir, funcionaría como una prestación como la Seguridad Social, Medicare, el seguro de desempleo, la Asistencia Temporal para Familias necesitadas o los subsidios del Obamacare: financiado automáticamente por ley, en función de cuánta gente reúne los requisitos, en vez de a través del proceso de asignación de partidas presupuestarias anuales del Congreso.

Esto obligaría a financiar el programa a nivel federal. Cuando golpea una recesión, casi todos los agentes de la economía —administraciones estatales y locales o instituciones y empresas privadas— sufren una merma de ingresos. No pueden gastar a los mismos niveles o superiores sin riesgo de impago de deuda. Pero el Gobierno de los EE.UU. es diferente: su endeudamiento tiene el soporte de la capacidad de la Reserva Federal de crear nueva oferta de dinero. Literalmente no es posible que el Gobierno federal impague su deuda (a no ser que lo haga por voluntad propia). Más bien el límite en el gasto federal es el riesgo de inflación — que siempre es menor en una coyuntura negativa.

Está además la cuestión del diseño institucional. Nadie ha implantado una garantía de empleo plena. Pero algunos ejemplos internacionales se han acercado bastante y aportan algunas sugerencias prácticas. El Plan Jefes y Jefas de Hogar —un programa de empleo garantizado modesto, de corta vida, más cicatero pero similar de principios de siglo— repartió las competencias entre los niveles federal, local y municipal. 

El Gobierno federal desembolsaba los fondos y definió las directrices generales para aprobar los planes de empleo. Creó una base de datos nacionales de demandantes de empleo y otra para el seguimiento de todos los proyectos, su seguimiento y su evaluación. Esto fomentó la transparencia y redujo la corrupción. Dada la historia de exclusión racista en los programas de trabajo del New Deal en los Estados Unidos, una aplicación vigorosa federal de todas las leyes antidiscriminatorias y de derechos laborales sería esencial.

Pero Argentina reservó la tarea de revisar, aprobar y administrar los proyectos a las administraciones locales y municipales. La economista del Bard College Pavlina Tcherneva, que estudió la garantía de empleo y la experiencia argentina con sus colegas del Levy Institute, destaca que las ONG, las asociaciones vecinales y otros colectivos sociales de toda América ya conocen las necesidades de sus comunidades y trabajan para atenderlas.

 Pero sus plantillas y sus fondos siempre son escasos. Así que en el caso que nos ocupa el primer paso sería que los gerentes locales y municipales preguntaran a estos grupos qué proyectos ya han desarrollado que solo necesiten ser escalados.

A continuación, estos mismos gerentes deberían determinar qué obras públicas y elementos de la infraestructura de cada comunidad necesitan ser construidos o revitalizados. La crisis del plomo en las tuberías de Flint, Michigan, demuestra que las necesidades en este campo son inagotables.

Finalmente, los gerentes locales de la garantía de empleo deberían abrir el debate a propuestas de la comunidad local: que todos desde las iglesias hasta las organizaciones cívicas pasando por los individuos aporten ideas. Esto podría crear un diálogo de base que aportara a los americanos un control más democrático sobre la planificación de sus economías locales. Quizás se podría introducir un cierto grado de democracia local en la elección de los gestores locales del programa.

Los demandantes de empleo podrían presentarse ante estas oficinas locales, que recurrirían a las bases de datos federales para conectar los trabajadores potenciales con los proyectos más apropiados. Es importante que los trabajadores sean asignados a empleos cercanos en función de las  habilidades que ya poseen. La formación y el cuidado infantil podrían ser prestados por otros beneficiarios del trabajo garantizado, tal como ocurrió en Argentina. 

La idea sería “acudir al encuentro de los trabajadores”, en función de sus capacidades, sus necesidades y su ubicación geográfica. Compárese con el sector privado, donde los trabajadores de renta baja llegan a dedicar enormes cantidades de tiempo y energía en transporte, búsqueda de cuidadores infantiles, “adquisición de competencias” o incluso desplazándose a otra ciudad o Estado, todo a conveniencia del empleador.

Podríamos crear una nueva agencia federal completamente nueva, donde el poder interno y la capacidad de decisión estén distribuidos entre las delegaciones locales y municipales. Otra posibilidad es remozar y adaptar instituciones que ya tenemos. 

El Ministerio de Trabajo podría gestionar las obligaciones de ámbito federal mientras que las oficinas de empleo podrían reconvertirse en agencias de colocación —los puntos de contacto locales para los demandantes de empleo--. Ambos podrían ser el enlace con las administraciones locales. Incluso el Servicio de Correos de los EEUU. podría involucrarse: están circulando propuestas para que preste servicios bancarios  básicos a través de esta agencia a los 68 millones de americanos que carecen de ellos. Muchos de estos ciudadanos serían los mayores beneficiarios de la garantía de empleo y necesitarían una cuenta en la que domiciliar su salario. La banca postal podría matar dos pájaros de un tiro.

Cuánto costaría

Hablemos ahora del precio. Una cuenta de la vieja sugiere que un programa como el descrito ascendería a al menos $ 670.000 millones el primer año —aproximadamente el 3,6% de la economía— si se implanta hoy. Es mucho pero no es en absoluto inconcebible: ése es aproximadamente el coste anual de los diversos subsidios de atención sanitaria del Gobierno federal y es menos que la Seguridad Social.

Aún más importante: el coste se encogería rápida y dramáticamente una vez que empezara a rodar el programa. Millones de los anteriormente desempleados contarían con nuevas rentas para gastar así que los negocios privados crecerían, sus ofertas de empleo e incentivos mejorarían y la gente abandonaría las nóminas del trabajo garantizado en busca de pastos más verdes. El programa se moderaría solo expandiendo al sector privado. 

En lo sucesivo se estabilizaría en un nivel de gasto mucho menor. A modo de ilustración: el plan Jefes de Argentina se inició en 2001 y los beneficiarios llegaron a un pico de 2 millones en 2003. Pero hacia 2005 la cifra de beneficiarios se había reducido un 40%. En ese tiempo la tasa de desempleo nacional cayó del 21% al 8%.

Además de todo eso, la lista de personas que reúne los requisitos de otros programas de la red asistencial como Medicaid, SNAP, ayudas de vivienda y demás también se encogería. Encontraríamos  menos males sociales derivados del desempleo —crimen, población penitenciaria, salud mental, drogodependencias, etc.— reduciendo el gasto aún más. Estimaciones groseras de Darity, Tcherneva y otros economistas sugieren que al menos una cuarta parte del presupuesto anual de la garantía de empleo se compensaría con otras reducciones, quizás incluso más.

En adelante, cada recesión del sector privado hincharía las cohortes de los beneficiarios de la garantía de empleo de nuevo, pero nunca tanto. Actualmente, las recesiones se retroalimentan: la gente pierde su empleo, su consumo cae, así más gente pierde su empleo, hasta que la recesión toca fondo. Pero el empleo a través de la garantía de empleo está limitado solo por la imaginación y la creatividad humanas. Una recesión solo es el colapso en la capacidad del sector privado de emplear a todos de acuerdo a las prioridades de los capitalistas. 

Así que las recesiones arrojarían a los trabajadores al trabajo alternativo de la garantía de empleo, con el suelo salarial asociado. Las recesiones serían más pandas y las recuperaciones más rápidas, de nuevo encogiendo las nóminas de la garantía de empleo. Nos ahorraríamos la ruina humana y social que acompaña las oleadas de desempleo masivo. Prevenir el desempleo masivo se demostraría harto más barato que eliminarlo una vez consolidado. Siempre habrá enfermos a los que cuidar, ciudadanos que educar y vecindarios por embellecer.

Una posibilidad aún más sugerente es que la garantía de empleo eliminaría la necesidad de que la Fed ajustara los tipos de interés.

Funcionaría así: actualmente los funcionarios de la Fed operan bajo la creencia de que es necesario una cantidad de desempleo para controlar la inflación. A medida que sube el poder adquisitivo de los trabajadores se desencadena una carrera armamentista en las empresas. Los trabajadores exigen mayores remuneraciones, los capitalistas tratan de conservar su margen subiendo los precios, entonces los trabajadores exigen salarios más elevados ante el incremento del coste de la vida. Friéguese, aclárese y repítase. El resultado es una espiral de salarios-precios que produce mayor inflación.

La Fed interviene con una elevación de los tipos de interés que comprime el crédito y fuerza a las empresas a frenar su expansión o reducir su tamaño. Esto detiene la carrera armamentista destruyendo empleos. Pero de nuevo se deja que los capitalistas decidan a quiénes eliminan antes del empleo.

Hay un elemento de política de tierra quemada en esta práctica, ya que permitir que la inflación continúe también destruye empleos al causar el desbarajuste de la señales de precios. Reiteramos: con una garantía de empleo una coyuntura negativa simplemente desplazaría trabajadores hacia el salario y tasa de compensación fijos, que no entran en la guerra de pujas. 

Esto pondría fin a la guerra armamentística sin expulsar personas al desempleo y la destrucción humana asociada. Así la garantía de empleo también podría estabilizar los vaivenes de la inflación. (Sería complicado si el salario de la garantía de empleo estuviera indexado a la inflación pero no indexar provocaría batallas legislativas periódicas para subirlo).

El trabajo

¿Qué hay de los empleos? ¿Qué tipo de trabajo harían estas personas? Tcherneva prioriza trabajo que no sea intensivo en capital, que raramente requiera habilidades especializadas y que atienda necesidades continuadas de atención, restauración, conservación, etc. Algunos pensadores progresistas sobre políticas se refieren a ellas como “infraestructura humana”. 

Ejemplos actuales en funcionamiento incluyen la conservación ecológica y la revitalización de parques públicos en el Valle del Río Hudson, donde se crean huertos urbanos y mercados locales para combatir el problema de los desiertos alimentarios o la restauración de edificios históricos en Newburgh, Nueva York. 

En Argentina las comunidades locales utilizaron el programa Jefes para crear carnicerías, panaderías, talleres de ropa y juguetes, tiendas de alimentos, albergues para personas sin hogar y víctimas de violencia doméstica, centros de reciclado, huertos urbanos, comedores sociales y más. Además de proyectos de infraestructura, el programa de trabajo del New Deal encargó representaciones teatrales, esculturas y murales.

Ciertamente, el programa también podría incluir infraestructuras y obras públicas tradicionales. Pero estos son proyectos cerrados con una fecha de entrega y su necesidad puede no estar alineada con la coyuntura. En cambio siempre habrá niños y ancianos a los que cuidar, enfermos a los que atender, ciudadanos por educar, ciudades que limpiar, vecindarios que embellecer y parques por arreglar. Este trabajo sería el núcleo de los planes de empleo público. 

Estos programas de empleo público siempre han llevado el sambenito de “ocupaciones sin contenido” — la idea de que se paga a la gente para que haga cosas inútiles para la sociedad--. Pero ésta es una preocupación anticuada en un mundo en el que los empleadores privados contratan a gente para crear una variedad infinita de aromas de patatas fritas y apps de mensajería que solo dicen “¡tronco!”. 

El antropólogo David Graeber incluso ha acuñado el término “trabajos de mierda” para referirse al trabajo de oficina, financiero y administrativo, frecuentemente bien pagado, que realiza gente “convencida de que sus empleos carecen de sentido”. A muchos se nos pone a trabajar a conveniencia de los capitalistas, de acuerdo con lo que encuentran rentable. De allí tanto papeleo.

En los temores a las “ocupaciones sin contenido” subyace el sobreentendido de que lo rentable —v.g., lo que desean los accionistas— es el único determinante posible del valor. Así pues los partidarios de la garantía de empleo no deberían rehuir el combate y obligar a sus oponentes y críticos a argumentar la reductio ad absurdum.

Toda utilidad es irreductiblemente subjetiva. Los seres humanos deciden por si mismos lo que es el valor económico, dialogando entre ellos. La competencia del capitalismo, las señales de precios y la motivación del beneficio son una forma de sostener estas conversaciones y en muchas ocasiones es adecuada. 

Pero un aspecto de la garantía de empleo es aportar una vía alternativa: ensanchar el espacio político para la democracia local y el diálogo sobre la determinación del valor y luego usar la herramienta pública del Gobierno federal para producirlo. Al fin y al cabo nadie audita las bibliotecas públicas para ver si los mercados privados las gestionarían mejor —simplemente acordamos, como sociedad, que compensa tenerlas--.

Problemas como la corrupción y el soborno serán inevitables y la mejor prevención siempre será un saludable control institucional y la autorregulación. Pero ya en 2005 las denuncias de mala gestión, derroche o corrupción en el programa Jefes de Argentina eran escasas. En 1937, una evaluación de los programas de trabajo del New Deal evaluó la calidad del 40% de estos como “excelente” y solo el 9% como “inferior”.

Por supuesto una garantía de empleo establecida en $ 25.000 e incentivos eliminaría de un plumazo buena parte del empleo privado mal retribuido. Ningún empleador pujaría a la baja ya que la gente podría “votar con los pies” y acogerse a (o proponer) una garantía de empleo si lo quisiera. Pero ningún negocio tiene el derecho a existir, cualesquiera que sean las condiciones en las que emplea. Al igual que el salario mínimo, la finalidad del suelo salarial de la garantía de empleo es eliminar el empleo privado mal pagado. Pero, a diferencia del salario mínimo, no conlleva ningún riesgo de aumentar el desempleo.

Sin duda el aspecto del empleo y de nuestro estilo de vida cambiarían. Habría seguramente muchos menos empleos de comida rápida y de servicios con sueldos bajos y menos conductores de Uber. Todos tendríamos que cocinar más, conducir menos y realizar más tareas domésticas (hasta que lleguen los robots). ¿Pero sería eso tan negativo?

Llegó la hora de una garantía

Desde la izquierda se plantea una objeción diferente: que la garantía de empleo hace una concesión excesiva a la idealización conservadora del trabajo dignificante. Estos críticos suelen argumentar con la Renta Básica Universal (RBU), otra idea política ambiciosa que daría a cada americano una subvención mensual incondicionada. Ambas han sido presentadas a veces como excluyentes.
No es cierto; ambas propuestas son complementarias.

La RBU facilita a cada trabajador la opción de salir del mercado de trabajo y por tanto incrementaría también su poder de negociación. Pero este efecto es pasivo. La fortaleza de la garantía de empleo es que entrega a los americanos un control directo sobre infraestructura social de creación de empleos.
En cierto modo, el programa podría ser el mayor paladín del Estado de bienestar. Sometería por fin la idea de que el desempleo es frívolo o voluntario al ensayo definitivo. 

En adelante nadie podría suponer que el desempleo es una elección por el simple hecho de que existe sin tener nunca en cuenta la oferta de empleo. Tampoco podrían los políticos meterse en vericuetos tratando de “arreglar” a los desempleados —ya sea mediante formación, mejores hábitos y valores o simplemente reubicándolos— para satisfacer mejor  las exigencias de los capitalistas.

Al hacerlo, la garantía de empleo dejaría patente que mucha gente tiene buenas razones para no participar en la fuerza de trabajo. Quizás se hayan jubilado, o estén criando a sus niños o yendo a la escuela o cuidando de un familiar enfermo. Aunque no son solo un mecanismo de suministro de ingresos, es cierto que los empleos desempeñan esta función. Pero no pueden ni deben ser el único mecanismo para todos. Que no hayamos conseguido tapar todos los agujeros en el “sistema de provisión de ingresos” de nuestra sociedad es la fuerza motriz que mantiene incólumes las tasas de pobreza americanas, en especial en la infancia.

Ya no podríamos asumir que el desempleo es voluntario solo porque existe, sin tomar en cuenta la oferta de empleo.

Sí, la retórica política americana está permeada de la idea de que los individuos tienen una obligación moral de trabajar, y esto se utiliza a veces de forma nauseabunda. Pero no yerra el tiro del todo: para que la RBU pueda adquirir algo antes alguien tiene trabajar en la producción de esos bienes y servicios. Tal como demuestran los efectos del desempleo en el bienestar físico y mental de los individuos, la inmensa mayoría de las personas realmente se siente mejor cuando contribuye al proyecto social de algún modo. Uno de los aspectos más reseñables del programa Jefes fue el número de mujeres que se apuntaron. 

Al ofrecerles la oportunidad de participar en sus comunidades y economías locales y no limitarse a realizar tareas del hogar, estas mujeres declararon cambios sorprendentes en su autoestima. —como si les hubiesen “crecido alas”--. De hecho el pánico político por la veloz transformación en las normas de género parece haber influido en la decisión del Gobierno argentino de matar el programa —y sustituirlo (para mujeres al menos) con un cheque al estilo de la RBU.

La cuestión crítica que debe recordarse es que en el interés de los capitalistas está no ofrecer nunca empleos suficientes y mantener a un gran número de empleados en un estado de precariedad permanente. Este es el anzuelo y el interruptor en el corazón del hábito derechista de “incentivar” a la gente para que trabaje, ya recortando las ayudas públicas, ya avergonzándolos. 

Que el desempleo realmente causa estragos en el bienestar humano otorga a esta postura un cierto barniz de beneficencia plausible. Pero el trabajo que aguarda a esta gente solo se ofrece en los términos de los capitalistas; más que dignificar, suele explotar y degradar y nunca hay suficiente para todos.

Como observó el economista polaco Michal Kalecki, la cuestión de fondo es que el pleno empleo arrebata el poder a los dueños de las empresas y a la clase propietaria del capital. En eso consiste realmente la preocupación de que el trabajo garantizado desplace al empleo privado o provea meras “ocupaciones sin contenido”. Con pleno empleo, los capitalistas pierden su capacidad de deprimir los salarios de los trabajadores y deberán ceder parte de sus beneficios. 

Pero más que eso, cuando se trata de llevar negocios que presuntamente les “pertenecen” los capitalistas se ven obligados a negociar con y plegarse a la voluntad de sus trabajadores “subordinados”. Su posición como semidioses de la economía —otorgando empleo cuando se les aplaca y quitándolo cuando se les enoja— se deshace. Los capitalistas no quieren recesiones, claro, pues sus rentas y tenencia de riqueza también sufren. Pero tampoco quieren una economía que marche a toda máquina. Su solución, como la describe John Maynard Keynes, ha sido “prohibir los auges y así mantenernos en una cuasi depresión permanente”. Quizás les suena esto.

Retando a este régimen económico, la garantía de empleo afirma que, si bien los individuos tienen una obligación moral de trabajar, la sociedad y los empleadores también tienen otra recíproca de proveer empleos buenos y dignos para todos. Haría por fin realidad el ideal, enunciado en la Declaración de Derechos Económicos de Franklin Delano Roosevelt de que todo americano tiene “el derecho a un trabajo útil y bien retribuido”. No una ayuda paternalista ni un tipo de tributo a una virtud aristocrática, sino un derecho que puede ser exigido y ejercido. Como demuestra la historia de la era de los derechos civiles y la lucha por el sufragio, los derechos constituyen el fundamento para la organización política de masas y para las demandas de inclusión e igualdad.

Una garantía de empleo no solo redefiniría el orden económico de América. Se puede argüir que también redefiniría el ordenamiento político y moral del país."             (Jeff Spross (SPRING), CTXT, 19/04/17)

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