11/2/22

Enzo Traverso: el fascismo fue más que una forma de nacionalismo radical y una idea racista de nación. También fue una práctica de violencia política, un anticomunismo militante y una completa destrucción de la democracia... los nuevos movimientos de la derecha radical tienen una relación diferente tanto con la violencia como con la democracia.... además, Bolsonaro y Trump no solo fueron incapaces de disolver el Poder Parlamentario; terminaron (o están en tren de terminar) su mandato enfrentando varios procedimientos de destitución

 "(...) En el siglo XX, el fascismo era un proyecto de «regeneración» de la nación, vista como una comunidad étnica y racial homogénea. Si este es el núcleo del fascismo, no sería erróneo definir los movimientos de extrema derecha de nuestros días, a pesar de tantas diferencias obvias, como los herederos del fascismo clásico. 

El léxico fascista ha cambiado, desde luego, y su «comunidad imaginada» exhibe nuevos características o, mejor dicho, nuevos mitos. Designa una pureza supuestamente originaria que es debido defender o restaurar contra sus enemigos: la inmigración («el gran reemplazo»), las invasiones raciales antiblancos, la corrupción de los valores tradicionales por parte del feminismo y los grupos de activismo LGBTQI, el islamismo y sus agentes (el terrorismo y el «islamoizquierdismo»), etc. 

Los precursores del surgimiento de esta oleada neofascista anidan en la crisis de hegemonía de las élites globales, cuyas herramientas de gobierno, heredadas de los viejos Estados-nación, parecen obsoletas y cada vez más ineficaces. Como explicaba el marxista italiano Antonio Gramsci en su revisión crítica de Nicolás Maquiavelo, la dominación es una combinación de aparatos represivos y una hegemonía cultural que permite a un régimen político mostrarse legítimo y benéfico, en vez de tiránico y opresivo. 

Tras varias décadas de políticas neoliberales, las clases dominantes han incrementado enormemente su riqueza y su poder, pero también han sufrido una significativa pérdida de legitimidad y de hegemonía cultural. Estas son las premisas para el ascenso del neo posfascismo: por un lado, la creciente «caída en el salvajismo» de las clases dominantes y, por otro, las extendidas tendencias autoritarias que su dominación engendra.

La definición del fascismo como un proyecto de «regeneración» de la nación capta un elemento fundamental de continuidad histórica, pero probablemente sea insuficiente. Contemplado desde una perspectiva histórica, el fascismo fue más que una forma de nacionalismo radical y una idea racista de nación. 

También fue una práctica de violencia política, un anticomunismo militante y una completa destrucción de la democracia. La violencia, especialmente dirigida contra la izquierda y el comunismo, fue la forma privilegiada de su acción política, y en todos los lugares donde llegó al poder —ya fuese por vías legales, como en Italia y Alemania, o por medio de un golpe militar, como en España—, el fascismo destruyó la democracia. 

Desde este punto de vista, los nuevos movimientos de la derecha radical tienen una relación diferente tanto con la violencia como con la democracia. Si bien pretenden defender al «pueblo» contra las élites y restablecer el orden, no quieren crear un nuevo orden político. En Europa, están más interesados en hacer valer tendencias autoritarias y nacionalistas dentro de la Unión Europea que en destruir sus instituciones. Esa es la postura de Viktor Orbán en Hungría y de Mateusz Morawiecki en Polonia, así como de Marine Le Pen en Francia y Matteo Salvini en Italia, dos líderes que en última instancia aceptaron el euro. 

La Liga italiana recientemente participó en un gobierno de coalición encabezado por Mario Draghi, exdirector del Banco Central Europeo y figura prominente del neoliberalismo y las élites financieras. En la India, Brasil y los Estados Unidos, líderes de extrema derecha llegaron al poder y desplegaron tendencias autoritarias y xenófobas sin cuestionar el marco institucional de sus Estados. Bolsonaro y Trump no solo fueron incapaces de disolver el Poder Parlamentario; terminaron (o están en tren de terminar) su mandato enfrentando varios procedimientos de destitución.

El caso de Trump, el más discutido en los últimos meses, es particularmente instructivo. Su trayectoria fascista se reveló con claridad cuando al final de su presidencia se negó a admitir la derrota y buscó invalidar el resultado electoral. Sin embargo, la «insurrección» folclórica de partidarios suyos que invadieron el Capitolio no fue un golpe fascista fallido; en cambio, entrañó un intento desesperado de invalidar una elección por parte de un líder que, sin lugar a dudas, había roto las reglas más elementales de la democracia —lo cual posibilita describirlo como fascista—, pero se mostraba incapaz de señalar una alternativa política. 

Es indudable que Francisco Franco y Augusto Pinochet habrían considerado ese «alzamiento» del 6 de enero como una iniciativa de aficionados patéticos. Lo acontecido en el Capitolio reveló de manera indiscutible la existencia de un movimiento fascista de masas en los Estados Unidos, y en un sentido más amplio, un movimiento fascista organizado por medio de una red de milicias armadas. 

Aun así, este movimiento sigue muy lejos de conquistar el poder, y su consecuencia inmediata fue hundir al Partido Republicano en una profunda crisis. Trump había ganado las elecciones de 2016 como candidato de ese partido: una coalición de élites económicas, clases medias altas interesadas en los recortes impositivos, defensores de los valores conservadores, fundamentalistas cristianos y clases populares blancas empobrecidas que se sentían atraídas por un voto de protesta. Por cierto, esta coalición puede recrearse.

Sin embargo, como líder fascista de un movimiento de supremacistas blancos y nacionalistas reaccionarios, Trump no cuenta con muchas posibilidades de ser reelecto. Por añadidura, habría que entender en su contexto el movimiento fascista que lo respalda. En contraste con la milicia fascista italiana (los camisas negras) entre 1920 y 1925 o los SA [Sturmabteilung] nazis entre 1930 y 1933, que expresaban la caída del monopolio estatal de la violencia en la Italia y la Alemania de posguerra, respectivamente, las milicias de Trump son un legado envenenado de la historia estadounidense, la historia de un país donde la posesión individual de armas se considera una característica de la libertad política.

 Por estremecedor que resulte, esto no es el presagio de un Estado a punto de derrumbarse. En los años treinta del siglo XX, las élites industriales, financieras y militares europeas apoyaron al fascismo como solución a las crisis políticas endémicas y a la parálisis institucional; también, y sobre todo, como una defensa contra el bolchevismo. Hoy en día, respaldan al neoliberalismo. 

En los Estados Unidos, el establishment puede apoyar al Partido Republicano como alternativa típica al Partido Demócrata; pero el Pentágono nunca adheriría a un golpe de supremacistas blancos para impedir la elección de Joe Biden como cabeza del Poder Ejecutivo. En el llamado Viejo Mundo, el establishment está representado por la Unión Europea y se opone con firmeza a los movimientos populistas, nacionalistas y posfascistas que reclaman un retorno a las «soberanías nacionales».

El fascismo clásico nació en un continente devastado por la guerra total y se desarrolló en una atmósfera de guerras civiles, dentro de Estados profundamente inestables y con mecanismos institucionales paralizados por agudos conflictos políticos. Su radicalismo surgió de una confrontación con el bolchevismo, que le dio el carácter «revolucionario». El fascismo consistía en una ideología y un imaginario utópicos, que crearon el mito del «hombre nuevo» y la grandeza nacional. 

Los nuevos movimientos de extrema derecha carecen de todos esos pilares: son producto de una crisis de hegemonía que no puede compararse con el derrumbe europeo de la década de 1930; su radicalismo no incluye ni un asomo de «revolucionario», y su conservadurismo —una defensa de los valores y las culturas tradicionales, las «identidades nacionales» amenazadas y una respetabilidad burguesa opuesta a las «desviaciones» sexuales— está desprovista de la idea de futuridad que modeló de manera tan profunda las ideologías y utopías fascistas. Por eso, me parece más apropiado describirlos como posfascistas, no como neofascistas. (...)"                       (Enzo Traverso, Sin Permiso, 29/12/21)

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