"El objeto de estas líneas es el análisis de la corrupción tanto
desde el lado de los corruptos como de los corruptores, de modo que se
pueda tener una visión más completa de los efectos económicos de la
misma.
Las reflexiones que siguen se apoyan en los avances del análisis
económico reciente y en la evidencia empírica internacional, teniendo en
cuenta como telón de fondo los casos de corrupción en España. (...)
Cada uno de ellos tiene sus propias peculiaridades; pero, en
conjunto, muestran comportamientos irregulares que afectan al partido de
gobierno (en el ámbito central, autonómico o local), en los que median
donaciones de carácter anónimo, opaco e ilegal, y que llevan consigo
delitos múltiples: prevaricación, cohecho, apropiación indebida,
malversación de caudales públicos, tráfico de influencias, fraude
fiscal, evasión de capitales, falsedad en documento oficial,
financiación ilegal, concesiones y adjudicaciones ilícitas, delitos
urbanísticos y blanqueo de dinero.
Asimismo, en los casos de las
empresas privadas, lo habitual es que la corrupción trate de eludir las
cotizaciones sociales-“dumping social”-, las cargas impositivas-“dumping
fiscal”- y la reducción irregular de los costes de producción
distorsionando la competencia.
Todos estos comportamientos forman parte del concepto amplio de
corrupción; es decir, de aquella actividad que implica abusos del poder
público por parte de quienes lo detentan para, a cambio de sobornos del
sector privado, influir en la elaboración de leyes, regulaciones,
licitaciones y concesiones.
Este concepto de corrupción supone asimismo
la búsqueda de rentas consistente en acceder o controlar las
oportunidades de ganancias -en detrimento de los intereses colectivos-
derivadas del ejercicio de “lobbying” de los grupos de presión ante las
administraciones públicas.
La complejidad del fenómeno de la corrupción obliga a limitarnos
únicamente a tratar tres aspectos: la relación negativa entre corrupción
y crecimiento económico, los perjuicios de la corrupción en el sector
público y el aumento de la desigualdad social que dicho fenómeno
comporta.
En primer lugar, la corrupción es un incentivo a la inversión en
bienes tangibles (suelo, construcción y vivienda, por apropiación de
rentas al ser contratados) frente a la inversión en bienes intangibles
(educación, formación, investigación, desarrollo, innovación y progreso
técnico), que promueven en mayor medida la elevación de la productividad
y generan el crecimiento de las economías.
La corrupción deteriora el entorno de las actividades económicas,
crea inestabilidad política y erosiona la seguridad jurídica, empeora la
imagen del país y degrada su confianza, eleva el riesgo y aumenta la
incertidumbre económica, actúa como un impuesto perverso que premia a
las actividades no productivas (depredadoras y buscadoras de rentas) de
los corruptores y castiga a los talentos creativos incrementando sus
costes, provee menos recursos y bienes públicos (y de menor calidad) y
perjudica las bases de la inversión y, por ende, el crecimiento
económico.
Por otro lado, la corrupción disuade a la inversión extranjera al
hacer menos transparente y accesible el laberinto burocrático de las
administraciones, disminuye la protección efectiva de los inversores
(sobre todo de la propiedad intelectual) ante contenciosos entre socios
nacionales y extranjeros y, en el caso de inversiones con un alto
contenido tecnológico, induce una mayor aversión a involucrarse en
proyectos empresariales en países con una alta corrupción percibida.
En segundo lugar, la corrupción reduce los ingresos públicos al
comprometer la capacidad recaudatoria y aumenta el gasto público
improductivo al subir los costes de licitaciones no competitivas, limita
la capacidad inversora del Estado y empeora la calidad del servicio por
utilización de materias primas y equipos de inferior calidad para
disminuir costes.
Al tiempo, la corrupción incentiva la evasión fiscal de las empresas,
expande la economía informal, asigna ineficientemente los recursos y
altera la composición del gasto público en perjuicio de actividades
socialmente más rentables (educación y sanidad) frente a otras con
ganancias rápidas y fáciles vinculadas a grandes operaciones
urbanísticas.
Este es el caso de los “elefantes blancos” o proyectos
públicos de difícil justificación económica y social por su naturaleza y
dimensión (grandes proyectos frente a otros ajustados a las
necesidades), que no han sido previamente evaluados con criterios
razonables basados en el análisis coste/beneficio.
Asimismo, la corrupción genera regulaciones ineficientes amañadas
para generar rentas, porque los corruptores sólo están dispuestos a
pagar sobornos (para licencias, concesiones y otras políticas públicas)
únicamente si esas rentas son de acceso restringido.
Obviamente, los
potenciales corruptores son todos aquéllos que tienen un acceso
privilegiado a la información y conexiones de influencia sobre los
decisores públicos para obtener subvenciones, beneficios de monopolio y
regulaciones más laxas; cuando no para alterar en beneficio propio el
precio del bien público sometido a privatización.
En tercer lugar, la corrupción aumenta la desigualdad social.
Perjudica a la distribución equitativa de la renta, porque desvía
recursos en perjuicio de las clases y grupos sociales de menores
ingresos, encarece los costes de acceso a los servicios públicos,
implica mayores cargas fiscales y costes públicos derivados de la
evasión fiscal, reduce el gasto social y provoca pérdidas de empleo por
un menor crecimiento económico.
Y al contrario, la corrupción no sólo
es depredadora de recursos de la sociedad, sino que permite acumular más
poder y riqueza a la minoría social de mayores ingresos.
En una palabra, la corrupción está afectando a factores claves de
salida de la crisis: el consumo, la inversión y las exportaciones.
Impide a su vez el saneamiento de las cuentas públicas, desvía recursos
hacia actividades improductivas y deteriora el modelo de desarrollo de
la economía española haciéndolo cada vez más desigual e insostenible.
Finalmente, alguien podría argüir, con razón, que la corrupción es
inherente a la naturaleza misma del capitalismo (incluidos los regímenes
de capitalismo de Estado), porque es un sistema económico que tiene
como motor la búsqueda del beneficio privado, lícito o ilícito, moral o
inmoral.
Sin restarle un ápice de rigor a tal argumento, mientras no se
tenga otro sistema mejor y las opciones anticapitalistas no prosperen,
convendría fijarse en lo que se ha hecho en otros países de democracia
más avanzada y más cohesionados socialmente, en los que la corrupción
es mínima o sus posiciones relativas en el clasificación internacional
de transparencia son mucho mejores que las nuestras.
En estos países, las políticas anti-corrupción descansan en una
fuerte voluntad política basada en la calidad de las instituciones y en
regulaciones y legislaciones que fomentan la transparencia democrática,
la rendición de cuentas, la existencia de un poder judicial
independiente, la persecución y el castigo de los responsables, la
participación ciudadana, el control de los elegidos por parte de los
electores y la cultura cívica.
Pero me temo que las políticas
anti-corrupción sean insuficientes, sino van acompañadas de otras
políticas que permitan una mayor igualdad social y una economía más
sostenible." (José María Mella – Público.es, Attac España, 12/03/2013)
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