"La economía social se abre hueco en Argentina. Lo que hace una década
era una salida desesperada a la quiebra de empresas y el caos
económico, hoy es una realidad con un impacto importante en los grandes
números de la economía nacional. Según datos del Instituto Nacional Argentino de Economía Social
(INAES), en la actualidad hay más de 25.000 empresas sociales en
Argentina que generan el 10% del PIB nacional.
Estas cifras se traducen
en unos 500.000 puestos de trabajo. Realidad que nació como “fruto
natural de la necesidad y se han terminado por convertir en una opción
más para los emprendedores”, destaca Patricio Griffin, director del
INAES. Cifras que se sumergen en todos los sectores de la actividad
económica; del agro a la computación; de la gestión de servicios
públicos a la sanidad; de la fabricación de componentes para automóviles
a la minería.
Las cifras que ilustran el 2001 argentino y el actual contexto
económico español arrojan un paralelismo inquietante. Durante la crisis
del corralito, el país sudamericano alcanzó tasas de desocupación que
superaron el 25%. Y un 18,6% de la fuerza laboral sobrevivía a duras
penas con ocupaciones precarias u ocasionales.
En España, hoy más de la
cuarta parte de los ciudadanos y ciudadanas con edad de trabajar no
encuentran donde ganarse la vida y las previsiones del Instituto de
Estudios Económicos pintan un 2013 en el que el desempleo rozará el
28%.
En aquel 2001, el PIB argentino cayó un 4,5%, preludio de la
hecatombe de diciembre. Las grandes cifras arrojaron una contracción de
la riqueza nacional del 10,9% en 2002. En la calle, donde la
macroeconomía se convierte en datos reales, el golpe se saldó con un 53%
de la población por debajo del umbral de la pobreza. 2012 dejó, para
España, una contracción del PIB interanual del 1,4% con un 26% de la
población por debajo de la línea roja de la emergencia social.
En Argentina, la economía social ha pasado de ser un remedio
desesperado, a una opción más de participación en la actividad
económica. De la fábrica con estructuras propias del siglo XIX, a germen
de nuevos polos de crecimiento tecnológico. De la agrupación de
productores, al trabajo colaborativo. Este modelo económico se ha
convertido, en los últimos años, en una especie de mito.
Aunque la
Argentina cuenta con una experiencia de más de 100 años en la formación
de cooperativas, ha sido en la última década cuando este modelo de
producción ha pasado a ser una pieza importante del puzzle. De la
cooperativa agrícola se pasó a la fábrica recuperada y, de ahí, a la
empresa colaborativa por pura convicción.
“Hay un nuevo modelo. Desde el principio, la cooperativa fue hija de
la necesidad. Los trabajadores decidían optar por este sistema para
conservar sus puestos de trabajo ante situaciones de vaciamiento
empresarial. Ahora es una opción más para cientos de emprendedores,
muchos de alta cualificación, que deciden optar por este modelo a la
hora de crear sus empresas”, comenta Patricio Griffin.
Esta
transformación de fondo está teniendo especial incidencia en sectores
clave de la nueva economía nacional. “Se puede decir que el futuro del
desarrollo del software libre de la Argentina, en este momento, depende
del movimiento cooperativo”, afirma el director del INAES.
Este es el caso de Gcoop, una
pequeña empresa de programación que empezó hace seis años con un par de
socios y que hoy da trabajo a una docena de informáticos. Junto a otras
20 compañías similares forma la Federación Argentina de Cooperativas de
Trabajo, Innovación y Conocimiento (FACTIC), un embrión de lo que debe
ser “un polo de actividad económica de alta capacitación y tecnología en
torno a los compromisos de la economía social”, señala Leandro Monk,
socio fundador.
“Nosotros somos una cooperativa por elección y no por
necesidad; creemos en el cooperativismo como herramienta de mejoramiento
de las condiciones laborales de los trabajadores y como forma de
contribución al cambio social”, indica.
Uno de los retos de este tipo de empresas es demostrar que son
capaces de operar dentro de una lógica dominada por el libre mercado sin
perder el compromiso social. Y Gcoop funciona. “En estos momentos
tenemos más trabajo que manos; cada uno de nosotros cobra lo mismo que
un empleado en relación de dependencia y somos nuestros propios jefes”,
explica Monk, añadiendo que trabajan para grandes compañías, la
administración pública y pequeñas y medianas empresas.
Como encargo
estrella, el emprendedor destaca “la elaboración de un sistema de
gestión de clientes para uno de los mayores bancos de la Argentina”,
trabajo que compatibilizan con un estricto compromiso con la comunidad.
“Dedicamos el 20% de nuestro tiempo a proyectos destinados a
asociaciones sociales que se cobran a mitad de precio”.
Plantar cara en un marco de feroz competencia. Esa es la clave.
Medias del 70% y picos del 80 en ocupación son buenas cifras para
cualquier hotel. “Son números que permiten competir con dignidad”,
señala con orgullo Diego Ruarte, coordinador del área de comunicación
del Bauen. Callao con
Corrientes. Pleno centro de Buenos Aires.
El resto bar de este hotel,
símbolo de la lucha de los trabajadores para conservar sus puestos
laborales, luce altivo el nombre de Utopía. “Esta fue la primera
inversión fuerte que hizo la empresa como cooperativa para tratar de
reflotar el establecimiento. Cuando alguien sugirió el nombre, la gente
se entusiasmó”, recuerda.
Los números cuadran aunque “los criterios de rentabilidad del hotel
no son los mismos que los de cualquier establecimiento comercial”. “Aquí
prima lo humano y laboral sobre el beneficio económico; el compromiso
social sobre la maximización de recursos”, dice Ruarte. El camino que
siguió el Bauen es similar al de otras empresas: salarios impagados por
parte de los propietarios, vaciamiento, deudas millonarias, mala gestión
y el pánico de la plantilla al desempleo.
“Empezamos con una planta y
20 trabajadores. Hubo que ir arreglando el hotel de poco a poco y la
muestra de que esto funciona es que hoy contamos con 183 habitaciones en
servicio y trabajamos 140 compañeros y compañeras”.
La mística de la recuperación
Todo empezó por el miedo al vacío. El colapso económico de 2001
dibujó un panorama sombrío para millones de familias argentinas. Ya en
los años 70 se habían producido algunos intentos de control de empresas
por parte de los trabajadores que, tras el golpe militar, quedaron en
nada. Tras el ‘corralito’ la ocupación por parte de obreros hastiados
se convirtió en una opción real de conservar puestos de trabajo.
Hoy,
unas 300 compañías ‘recuperadas’ ocupan a más de 10.000 personas en todo
el país. La antropóloga Natalia Polti coordina el programa ‘Facultad Abierta’
de la Universidad de Buenos Aires, una iniciativa que pretende arrojar
luz sobre un proceso que, lejos de remitir con el actual ciclo económico
expansivo, sigue creciendo.
“El camino suele ser similar en todos los casos; nóminas que no se
pagan, procesos de venta o cambios sociales fraudulentos para no cumplir
con las deudas. Al final los trabajadores deciden hacerse con el
control de la empresa y autogestionar su funcionamiento”, incide la
antropóloga.
Pese a que el ejemplo tipo suele ser una Pyme de entre 20 y
50 trabajadores, hay verdaderos monstruos como la cerámica Zenon, en
Neuquén, que tiene más de 400 trabajadores.
La Imprenta Chilavert no
entra en el grupo de estas empresas grandes. Cuando todo se fue al
traste, no era más que un pequeño taller de impresión en el que
trabajaban apenas siete personas que había ganado justa fama como editor
de libros y catálogos de arte. “El vaso se rebosó el 26 de abril de
2002”, destaca Gerardo Figueroa. “Llevábamos más de tres meses sin
cobrar y nos enteramos por un vecino que se iban a llevar las máquinas”.
Figueroa, uno de los que se embarcaron en la aventura de autogestionar
la empresa, recuerda que aquel día el antiguo dueño del negocio tuvo la
mala idea de llamarlos a trabajar. “Estábamos terminando el laburo y
vino el mecánico para desmontar los equipos. Con él no pasó nada, pero
cuando llegó un electricista para apagarlo todo explotamos; a ése sí que
lo echamos mal”, relata.
Los trabajadores “montaron guardia en el taller durante varios días” y
se “cambiaron las cerraduras de la puerta para que nadie se llevara
nada”, asegura el impresor quien añade que “pese a algunos fallos de
organización fruto de la inexperiencia, nunca se ha dejado de trabajar”.
Los criterios de eficiencia capitalista quiebran. “Aquí no estamos para
maximizar los recursos o para amortizar los equipos al límite. Aquí
trabajamos para tener un sueldo decente y un trabajo que nos permita
vivir con dignidad”, resalta Hernán Cardinales.
“No queremos hacernos
ricos”, puntualiza. Y aunque ellos mismos aseguran que “hay fallos de
organización y de eficiencia”, la realidad es que, tras 10 años de
experiencia, la Imprenta Chilavert da trabajo estable a catorce personas
y cuenta con una nómina de clientes fijos que supera el medio centenar.
“El laburo nunca falta. Mal no debemos estar haciéndolo”, finaliza con
orgullo Figueroa.
Un mercado para la utopía
La cooperativa agrícola funcionó en el país desde hace más de un
siglo y, junto a las de servicio es una de las puntas de lanza del
trabajo colaborativo del país. Pero fruto de las convulsiones económicas
del cambio de siglo surgieron otras experiencias a pequeña escala que
forman parte, aunque fuera de la oficialidad, de la economía social.
Federico Arce gestiona ‘El Galpón’,
un mercado diferente que nació al socaire de la crisis y que se ha
consolidado como una de las experiencias de economía comunitaria más
auténtica de la capital bonaerense.
La asociación Mutual Sentimiento existía desde antes. “Un grupo de
represaliados por la dictadura militar la creó viéndolas venir. Estaba
claro que las políticas económicas de los 90 iban a acabar en desastre”.
Según Arce, esa reflexión en busca de opciones permitió dar una
“respuesta rápida y ágil” al derrumbe. “Fue un momento en el que había
que probar otras alternativas, porque sencillamente no había dinero en
circulación. Y volvimos al trueque”, sentencia.
De la noche a la mañana, un viejo edificio junto a la Estación
Federico Lacroze se convirtió en un lugar dónde se podía cambiar
prácticamente de todo. “Se intercambiaban desde alimentos a ropa; de
servicios médicos a consejo legal”, explica Arce. Fue el germen del
actual mercado de ‘El Galpón’, una iniciativa que ocupó los restos de
las antiguas cocheras de la estación.
El mercado, en el que los
productores han “eliminado la especulación propia de los canales
capitalistas de distribución”, ofrece sus productos de manera directa a
los compradores.
El espacio es autogestionado por los vendedores y gran parte de las
ganancias se convierten en acciones formativas, solidarias o culturales.
“Todo un reto”, destaca Arce quien señala que el principal objetivo “es
lograr que muchos pequeños productores puedan vivir de su trabajo”.
En
la actualidad, una veintena de pequeños agricultores se ha instalado en
El Galpón. “Durante toda la semana trabajan sus explotaciones agrícolas y
los miércoles y sábados venden sus productos a unos 10.000 clientes al
mes”. (Canarias Ahora, 27/06/2013)
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