"Las únicas cartas dirigidas “a Sus Majestades los Reyes” que he
escrito en mi vida fueron a los Magos. Siempre he guardado un recuerdo
admirado de aquellos personajes legendarios que convertían la vida
cotidiana, sórdida y vulgar hasta el hartazgo, en unos días de ansiedad
gozosa.
Fueron ustedes los personajes de ficción más maravillosos de
nuestra existencia, sin ninguna duda. Y lo fueron hasta tal punto que,
si bien ejercían una función muy similar a la de los Reyes monárquicos,
es decir, que jamás cumplían lo que prometían sino una parte ínfima de
lo que los niños solicitábamos, la felicidad que nos producían los
regalos no pedidos compensaba la decepción.
Ahora que están ustedes en ese punto irremisible de disolverse en las
listas del paro no puedo menos que escribirles una carta sin nostalgia
ni melancolía, sólo por respeto a su función social. Ustedes, en su
condición de Reyes Magos, aportaron más a los niños españoles que las
variadas monarquías tituladas que hemos sufrido durante siglos.
Pero
todo se acaba, y ahora que les quedan muy pocos años de supervivencia,
agobiados por la posmodernidad de los árboles de Navidad y demás
zarandajas de la ávida mercadotecnia, no quisiera dejar de hacerles el
homenaje que se merecen.
Jodido lo tienen para superar el presente. Cuando más del 30 % de los
niños españoles menores de once años cuenta con móviles, ¿qué carajo
pintan ustedes?, ¿quién les va a escribir una carta? (...)
Vistos en perspectiva, Majestades, nuestras cartas de antaño partían
de algo tan claro como la vida misma: la diferencia entre deseos y
realidades. Nosotros pedíamos y los intermediarios paternos lo
convertían en posible.
Seamos orgullosos de nuestra infancia, nosotros
solicitábamos lo imposible y la mañana del 6 de enero nos encontrábamos
con lo factible.
Hoy habría centenares de expertos psicólogos e incluso
filósofos –género que últimamente se ha vuelto tan utilitario como las
tiendas de recambios para automóviles– que hubieran construido una
teoría sobre la formación de los niños y lo benéfico de ir
acostumbrándonos a asumir la frustración: una cosa es pedir y otra dar
trigo. Refrán castellano de Tierra de Campos de gran utilidad en los
tiempos de la informática.
Permítanme, sus Majestades, incidir en un rasgo trascendental de esa
diferencia entre el pedir y el conceder. Está en el valor que tenía el
carbón. Nadie incluía el castigo del carbón en sus solicitudes, pero era
esa una gracia otorgada a los Reyes Magos y que nos mantenía en vilo.
La bondad o la maldad de nuestro comportamiento se medían en carbón; la
aparición del carbón, por más que fuera dulce y acaramelado, se traducía
en el reconocimiento de nuestras perversidades ingenuas de infantes sin
destetar de la vida. (Hay dos destetes, o al menos antes los había; el
que intuyes cuando te retiran el pezón materno y el que sufres cuando se
caen a pedazos las pretensiones de tu ambición).
Ustedes, Majestades,
en su papel de padres emboscados, no estaban para zarandajas. Si no
había numerario para cumplir lo demandado siempre se recurría al carbón.
En vez de reconocer sus penurias lo achacaban a nuestras malandanzas.
No recuerdo ningún relato literario español de fuste que se adentre
en ustedes, los Reyes Magos, y en verdad que no conozco un solo autor,
como mínimo de mi quinta, que no haya vivido intensamente y en mayor
medida que la magdalena de Proust, lo que eso significó para su
adolescencia.
Es tan abundante como modesta nuestra literatura sobre la
infancia de posguerra, como si hubiera un temor a revelar su brutalidad y
su candidez en un mundo poblado de asesinos institucionales.
Por
ejemplo, el electricista que se encargaba de las chapuzas domésticas
había matado a tantos rojos que cuando dejé de mandarles cartas a Uds.,
los Reyes Magos del cuento, no me cabía en la cabeza que tipo tan
simpático y jovial pudiera ser un paseador de republicanos en las
cunetas de Oviedo.
El practicante que nos ponía las inyecciones, con una
delicadeza aún hoy inolvidable, era un candidato permanente a la cárcel
por sus inclinaciones izquierdistas, que te miraba con una ternura de
víctima, casi de complicidad.
Majestades, eso no aparecía en las cartas, pero de haberlas
conservado seguro que saldrían entre líneas. Ni un reproche, ni un mohín
desdeñoso a vosotros, humildes y dignos payasos inexistentes fuera de
nuestra imaginación de ansiosos de verdad.
Crecimos con la mentira más
hermosa de cuantas asumimos nunca, la de que había tres Reyes dadivosos,
variados y llamativos, que en Asturias se sumaban a un insólito
personaje, un edecán excéntrico y mágico entre magos, del que no se
sabía nada salvo su predisposición al halago y la munificencia,
maravilloso tipo salido de no se sabía dónde, pero cuyo nombre denotaba
atención y benevolencia hacia los niños, el príncipe Aliatar, el
conseguidor.
Sin enterarnos, permítanme la broma, ya estábamos
alimentando al comisionista que tan importante habría de ser en la
historia de nuestra edad adulta.
¿Alguien se imagina una carta a los Reyes Magos de Oriente, los que
engañan alegremente a la gente, contando nuestras exigencias de
caballeros antiguos con más arrugas que un chaquetón y menos alegres que
un funcionario de prisiones? Se acabó. Sus viejas Majestades están
disueltas en los grandes almacenes, en un cartón piedra que no engaña ni
a los niños avispados del móvil y sus múltiples aplicaciones.
No sé si se acabó la edad de la inocencia, si es que existió alguna
vez y no se trataba de la candidez que nos confundía. Se acabó el año
siniestro de 2014, del que me temo que muchos borrarán de sus vidas como
un pésimo sueño en el que se mezclarán los viajes a Andorra con los de
Ítaca, una ficción más perversa que nuestro Aliatar.
Porque tengo para
mí que el año recién finiquitado será como un lunar, una verruga con
peligro de metástasis. Nadie imaginó, Majestades mágicas, que
llegaríamos tan lejos en nuestra ambición y que nos quedáramos tan cerca
de nuestras miserias. Quizá porque lo más penoso de las ilusiones es
descubrir que no son tales, sino vulgar negocio de los derrotados en su
última oportunidad de hacer fortuna.
Un año para borrarlo, Majestades mágicas, que se cierra ante otro
cargado de incógnitas que sólo los zahoríes del desparpajo aciertan en
considerar decisivo para nuestra historia. Y me cabe la audacia de
pedir, ahora que no se escriben cartas, sino correos electrónicos, que
con todo el respeto alguien exija que volvamos a pensar como ciudadanos y
que dejemos las frivolidades de los trenes eléctricos, los scalextrics,
los robots y las consolas para descerebrados.
En fin, todo eso que nos
han ido echando encima desde que descubrimos que antes que ciudadanos
somos consumidores, y que por tanto pertenecemos voluntariamente a
compañías empresariales más que a grupos sociales dignos. Quizá, en la
conciencia rebotada de que las cartas a los Reyes Magos fueron la
primera reivindicación de nuestra ansia de progreso. Ser niños felices,
al menos una mañana de enero."
(A los Reyes Magos sin acritud, de Gregorio Morán en La Vanguardia, en Caffe Reggio, 03/01/2015)
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