"Visto a golpe pasado, ya con las cuerdas destensadas y los guantes
colgados, todas las expectativas, la publicidad y la increíble fortuna
en juego por el ansiado encuentro entre Mayweather y Pacquiao eran a todas luces exageradas.
“Cinco años para esto”, sentenció Mike Tyson.
La denominación clásica de ‘combate del siglo’ le iba tan grande a lo
que sucedió la madrugada del pasado sábado en Las Vegas que muchos
pensaron que debía ser porque los treinta y tantos minutos de la pelea
les habían durado cien años.
Nada que ver con los auténticos ‘combates
del siglo’ certificados por la tradición, es decir, esas peleas
titánicas que son fuego, pasión, electricidad pura. Los que enfrentaron,
por ejemplo, a Rocky Marciano y Jersey Joe Walcott, Sugar Ray Leonard y Roberto Durán, Muhammad Alí y Joe Frazier, Julio César Chávez y Meldrick Taylor, Micky Ward y Arturo Gatti.
Aun así, la pelea entre Mayweather y
Pacquiao superó netamente en beneficios netos y repercusión mediática no
sólo todos los anteriores combates mencionados juntos, sino cualquier
espectáculo deportivo que se les ocurra, incluidos mundiales de fútbol,
Olimpiadas, Superbowl y finales de tenis.
Lo que llama la atención, más
allá de la exhibición de coraje que supone un asalto de tres minutos, es
la expectación despertada por un espectáculo tan prehistórico como dos
tipos pegándose en calzones cortos.
Es una escena que nos remite de
inmediato a la Roma de los gladiadores, donde las apuestas también
corrían de mano en mano, y más lejos aún, al pancracio griego,
donde los luchadores peleaban con las piernas y los brazos, las manos
protegidas por correas que a veces llevaban tachuelas para hacer más
daño. Un combate de pancracio no terminaba hasta que uno de los dos
contendientes se rendía o moría.
Hay una bellísima estatua de bronce rescatada en las Termas de Constantino, El púgil en reposo,
que revela la fascinación que ha rodeado siempre el misterio de la
lucha. La estatua también dio título a un libro de relatos (por cierto,
también bellísimo) de Thom Jones, un escritor
norteamericano veterano de los marines y boxeador profesional con más de
200 peleas a sus espaldas, a quien los médicos prohibieron que volviera
al ring por miedo a que acabara con daños cerebrales irreversibles.
Jones se volcó en la escritura e intentó conjurar el embrujo
irresistible del pugilismo con el fraseo poderoso de un directo al
hígado.
En el último relato, el entrenador, en el intermedio del octavo o
el noveno asalto, sube al rincón donde el protagonista está sufriendo
un castigo atroz y discuten sobre si hay alguna posibilidad de victoria,
si la fatiga y el dolor se evaporarán gracias a ese ensalmo fisiológico
conocido como ‘segundo aliento’. Pero hace ya tiempo que el
protagonista ha rebasado el segundo aliento, está roto por dentro y le
pregunta a su maestro si alguna vez ha oído hablar de un tercer aliento.
“Hay un tercer aliento”, responde el entrenador. “Está en algún lugar
entre este asalto y la muerte”.
¿Por qué esta fascinación? Sospecho que la respuesta va mucho más
allá de la evidente y burda glorificación de la violencia. Repudiar el
boxeo por violento, en una época en que se borra una ciudad del mapa o
se condena al hambre a muchedumbres enteras de un plumazo, es una
estupidez y una hipocresía. Lo mínimo que puede responderse a ese
repudio es que, mientras el ser humano siga siendo la bestia caníbal que
es, el boxeo estará ahí para recordarle la necesidad de unas reglas,
una liturgia y una ética.
El boxeo es, precisamente, lo que nos
distingue de los animales, que pelean instalados en un instinto atávico y
no en una cultura. Fuera de la naturaleza, no existen peleas de perros o
de gallos que no respondan a mecanismos jerárquicos o impulsos
reproductivos. Pero cuando dos hombres suben al cuadrilátero, ese
espacio regido por las leyes del marqués de Queensberry, no les ciega el
odio, sino la rivalidad, y todas las tonterías y bravuconadas que se
dicen son leños para aumentar la bolsa.
A veces el guiñol se les va de
las manos, como en el caso de Alí, al que Frazier no perdonó nunca los
hirientes insultos con que calentaba la pelea, o la trágica muerte de Benny Paret, quien insinuó la posible homosexualidad de su rival unos días antes del encuentro. Norman Mailer cuenta cómo Emile Griffith,
enloquecido, arrinconó a Paret, quien murió de pie, después de recibir
18 puñetazos seguidos en apenas unos segundos. Pero la muerte en el
boxeo, como en el automovilismo o el alpinismo, siempre es un accidente,
un azar trágico o un error del árbitro.
No. Sospecho que para muchos profanos lo insoportable del boxeo no es
tanto su violencia como su obscenidad: la sangre, la fatiga, los
golpes, la agresividad, el insensato despliegue de energía acumulado
entre las 12 cuerdas. En una sociedad que intenta mostrarlo todo a todas
horas, excepto el daño explícito causado a las víctimas, el boxeo nos
recuerda demasiado a menudo el precio que hay que pagar por la
civilización.
Desde la mira telescópica (donde el cadáver apenas es un
muñeco a través de un catalejo) hasta el dron (que convierte un
bombardeo con cientos o miles de víctimas en un juego de ordenador), se
trata de hacernos creer que el combate ya sólo es un simulacro, una
cuestión de habilidad, de técnica, donde el sufrimiento propio y el del
otro han quedado excluidos.
Precisamente, la experiencia en primera
línea de algunos soldados estadounidenses destinados en Irak y en
Afganistán consistía en aislarse de la guerra mediante un casco integral
donde atronaba música rock, órdenes de los mandos, cualquier cosa que
los apartara del fragor y de la realidad de la batalla. Sin embargo, el
boxeo nos recuerda que un puñetazo duele, es algo real, no una chispa en
una pantalla o una pincelada roja en una película.
Joyce Carol Oates, autora el boxeo “es la mismísima imagen de la agresividad colectiva de la
humanidad, de su continua demencia histórica”. No nos gusta que nos
recuerden eso.
También escribió a propósito de la monumental pelea entre Tommy Hearns y Marvin Hagler
que la belleza suprema del boxeo consiste en un esfuerzo físico que se
transmuta por obra de la gracia en un acto espiritual, lo mismo que el
nacimiento, el sexo o la muerte:
Lo cual nos retrotrae a la paradoja
del boxeo, su obsesivo atractivo para muchos que encuentran no sólo un
espectáculo que comporta sensacionales proezas de destreza física sino
también una experiencia emocional imposible de comunicar con palabras;
una forma de arte, como lo he sugerido, desprovista de análogo natural
en las artes; por supuesto también es primitiva del mismo modo que
pueden considerarse primitivos el nacimiento, la muerte y el amor
erótico, e impone nuestro reticente reconocimiento de que las
experiencias más profundas de nuestra vida son acontecimientos físicos,
aunque nos consideramos, seguramente somos, seres esencialmente
espirituales."
(DAVID TORRES | Publicado: Cuarto Poder,
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