"Qué nos impulsa al lado oscuro? ¿Por qué tantos jóvenes de “discreta
vida” se transforman en terroristas dispuestos a inmolarse en el nombre
de una creencia religiosa extremista? Decía Dostoievski que no hay nada
más fácil que condenar al malhechor, pero nada más difícil que
comprenderlo. Y en pocas ocasiones esta afirmación resulta más acertada
que en el caso del terrorismo yihadista.
A las élites culturales
occidentales nos consuela pensar que el motor del terror son la pobreza y
la falta de educación. Estos días nos hemos hartado de oír brindis al
sol, y a la media luna, sobre cómo combatir las causas “socioeconómicas
de fondo” del terrorismo. Sin embargo, los estudios que han investigado
la relación entre pobreza y (poca) educación con terrorismo no ofrecen
resultados concluyentes.
Los terroristas no suelen ser más pobres ni
tener menos estudios que los ciudadanos de su entorno. A veces, es al
contrario: son menos pobres y están más educados. Sin duda, la pobreza y
la incultura no ayudan a la moderación. Sin duda, hay que combatirlas
por motivos humanitarios. Pero no son causa necesaria ni suficiente de
la radicalización extremista.
Tiene que haber algo más. Esa es la teoría de Sarah Chayes, autora de
Thieves of State: Why Corruption Threatens Global Security (Ladrones de
Estado: por qué la corrupción amenaza la seguridad global), mitad
autobiografía, mitad tratado sobre qué fomenta la radicalización
religiosa.
A través de sus conocimientos históricos y de su experiencia
vital, sobre todo en Afganistán pero también en otros focos de
radicalización, de su contacto directo con ciudadanos y empleados
públicos a todos los niveles, Chayes es capaz de captar lo que se le
escapa al complejo militar-intelectual encargado de la lucha
antiterrorista: cómo se transmite el veneno extremista.
En sus relaciones con el mundo islámico, la comunidad internacional, y
a la cabeza EE UU, opta por esta secuencia: primero, seguridad, y,
luego, buen gobierno. Apostemos por líderes locales que puedan asegurar
un orden mínimo, aunque ello suponga tolerar unos ciertos niveles de
corrupción, o incluso fomentarla, pues en ocasiones damos sobres por
debajo de la mesa a las figuras clave del régimen.
Total, estos pueblos
ya están acostumbrados a Gobiernos corruptos. La corrupción como mal
menor ha sido una actitud tradicionalmente compartida en determinados
círculos de poder y sostenida por reputados teóricos. Para Samuel
Huntington, por ejemplo, la corrupción podía ser un “lubricante” que
facilitara la modernización de una sociedad en transición.
Chayes narra cómo funciona ese lubricante en la realidad. Ofrece todo
lujo de detalles sobre cómo funcionaba el Gobierno de Karzai en
Afganistán, donde no solo millones de dólares destinados a la
reconstrucción del país acabaron en los bolsillos de unos cuantos
amigos, sino que el aparato estatal acabó reproduciendo los esquemas de
una organización criminal verticalmente integrada.
Chayes narra las
semejanzas de Afganistán con otras “cleptocracias” también aceptadas, o
apuntaladas, durante décadas por la comunidad internacional, como
Egipto, Túnez, Uzbekistán o Nigeria. En todas estas sociedades se
reprodujo una fractura entre un grupo reducido de ciudadanos de primera,
con acceso a todo tipo de privilegios, licencias y prebendas, y una
mayoría que se sentían ciudadanos de segunda.
Por supuesto, el Gobierno estadounidense sabía que gran parte del
inmenso dinero invertido en Afganistán se desviaba para beneficio
privado de unos pocos, pero aplicaban la lógica del economista
académico. Damos 100 millones y, aunque 80 se pierdan en corruptelas
varias, los 20 restantes llegarán a la comunidad local en forma de, por
ejemplo, pozo de agua, escuela u hospital.
Si la población es fríamente
racional, preferirán esas infraestructuras a nada. Con lo que acabarán
agradeciendo y colaborando con las fuerzas ocupantes y el proceso de
democratización del país. Pero, en realidad, ni los afganos ni nadie
somos fríamente racionales. Diversos experimentos muestran que los
humanos somos como los monos capuchinos que rechazan un trozo de pepino
si su compañero recibe un grano de uva por hacer la misma tarea:
reaccionamos frente a la injusticia renunciando a nuestro propio
bienestar.
Tiramos las migajas que nos dan si percibimos que otros, sin
un motivo justo, se apropian de la barra de pan. Priorizamos el sentido
de justicia sobre nuestra propia utilidad. No es un detalle menor. Tiene
implicaciones profundas para el diseño de políticas públicas, como el
fracaso estadounidense en Afganistán atestigua.
Frente al racionalismo economicista de las agencias gubernamentales,
Chayes adopta el sentido común de la observadora participante. Su
experiencia de la vida cotidiana afgana, que incluye montar una fábrica
de jabón gracias a la generosidad de Oprah Winfrey, le indica que lo que
fomenta el extremismo es la impotencia que sienten muchos afganos ante
un Gobierno corrupto, parcial e injusto.
No es la pobreza per se, sino
el ver a los hijos de las familias influyentes paseándose en lujosos
todoterrenos, lo que indigna a los afganos. Y ahí es donde entran los
extremistas religiosos, que ofrecen pureza espiritual como contrapunto a
una sociedad sucia. Orden eterno frente a un mundo injusto.
Es una constante a lo largo de la historia. La reforma protestante en
el siglo XVI, sobre todo en sus versiones más puritanas, fue una
reacción frente a la percepción de que había una corrupción endémica en
el catolicismo, como con la venta de indulgencias. En el caso del
yihadismo la reacción puritana es especialmente sangrienta y repulsiva.
Pero, por desgracia, el derramamiento purificador de sangre ha estado
también presente en demasiados episodios trágicos de nuestro pasado.
Los propios militantes radicalizados confiesan la importancia de la
corrupción en su conversión. Chayes cita un estudio en el que se
interrogó a prisioneros talibanes sobre las causas que los llevaron al
extremismo. Curiosamente, las motivaciones étnicas o religiosas,
incluyendo la falta de respeto al islam, o políticas, como la ocupación
americana, desempeñaban un papel secundario. El principal motivo para
muchos talibanes era la percepción de que el Gobierno afgano era
corrupto.
Un sentimiento paralelo puede estar impulsando a muchos jóvenes a
combatir por el Estado Islámico, de Siria a las calles de París. No, los
jóvenes de las banlieues no se enfrentan a un Estado corrupto en
Francia. Y, en términos absolutos, quizás tienen más oportunidades
objetivas para progresar socialmente que los jóvenes de otros muchos
países. Pero, en términos relativos (que son los que nos motivan a los
primates), se sienten ciudadanos de segunda.
Es esa percepción de injusticia, de discriminación, la que alienta la
búsqueda de una pureza espiritual. De una justicia divina. Y del
infierno terrenal que tan frecuentemente se deriva de ella." (
Víctor Lapuente Giné
, El País, 18 NOV 2015)
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