"Una de las principales contradicciones del capitalismo es el choque
frontal entre la democracia política y la democracia económica. Mientras
la primera está relativamente asegurada en el marco del parlamentarismo
representativo heredado de las revoluciones liberales del XIX, la
segunda es reprimida de raíz por la estructura económica capitalista,
basada en la propiedad privada de los medios de producción y la
explotación.
Para comprender esta contradicción y entender los
mecanismos que podrían paliarla o, incluso, hacerla desaparecer, es
imprescindible que nos detengamos brevemente en una pregunta
aparentemente sencilla: ¿en qué consiste exactamente la democracia
económica?
Si
bien se trata de una cuestión ardua que conlleva un debate de gran
calado, en el ámbito que aquí me ocupase podría definir la democracia
económica en términos sencillos como el poder de decisión de los
ciudadanos, en general, y de los asalariados, en particular, sobre la
producción, la distribución, el excedente y la acumulación.
La
ampliación y profundización de este tipo de democracia permitiría
aumentar la influencia de la clase trabajadora sobre los objetivos de la
economía, lo que haría posible un mayor peso de las necesidades
humanas, sociales y medioambientales en la toma de decisiones frente a
las exigencias de lucro y crecimiento a corto plazo a las que obliga la
lógica capitalista.
Gracias a ello, cuestiones cruciales para el
desarrollo y el bienestar, como el trabajo, la educación, la sanidad, la
igualdad de ingresos y riqueza o la sostenibilidad, ocuparían un lugar
mucho más relevante a la hora de planificar e implementar la actividad
económica.
Dos son las vías clásicas que la investigación y la
política han venido proponiendo para un mayor acercamiento a la
democracia económica: el principio de la paridad y el de la propiedad.
El primero apuesta por construir marcos legislativos conducentes a
limitar el poder de decisión que emana de la propiedad del capital en
favor de una mayor influencia de los trabajadores, aunque sin modificar
la estructura básica de dicha propiedad.
Para ello, propone las clásicas
leyes de cogestión, entre las que destaca el conocido referente de la Mitbestimmung
alemana. Esta ha sido la corriente dominante en la socialdemocracia en
las décadas pasadas, aunque actualmente no atraviesa su mejor momento.
Por
su parte, el principio de la propiedad se enfrenta de lleno con el
núcleo duro del capitalismo: la propiedad privada de los medios de
producción. Esta alternativa considera que la cogestión no acaba ni con
la desequilibrada distribución de riqueza característica del sistema ni
tampoco con las bases estructurales de la desigualdad de poder entre
trabajo y capital en la que se basa la explotación.
Sin embargo, no por
ello se trata de una estrategia revolucionaria ni frontalmente
anticapitalista, ya que nada tiene que ver con la abolición del
capitalismo desde su raíz que defiende, por ejemplo, el marxismo. Bien
al contrario, esta vía acepta las reglas básicas del mercado como
sistema de asignación de recursos y productos, de manera que no acaba
con las múltiples contradicciones asociadas a la competencia, a la
realización y a la valorización del capital.
Entre los diversos
instrumentos posibles dentro del marco del principio de la propiedad
destaca, por ser el más desarrollado en el terreno teórico y práctico,
el de los fondos de inversión colectiva.
Podrían definirse como “la
acumulación gradual de capital en varias empresas a nombre de
determinados grupos de trabajadores o de ciudadanos a nivel local,
regional, nacional o supranacional para su beneficio colectivo a través
de un mecanismo mediante el que estos grupos adquieren fracciones
crecientes de la propiedad de dichas empresas a través de fondos de
inversión que funcionan como depositarios del capital”[1].
Aunque existen otros ejemplos históricos muy interesantes, como el caso del Statens Pensjonsfond noruego o los Fonds de solidarité FTQ
de Québec, el experimento probablemente más avanzado y potencialmente
radical en este sentido fue el de los Fondos de Inversión de los
Asalariados (Löntagarfonder) aprobados por el gobierno
socialdemócrata sueco en la década de los ochenta del siglo pasado.
Revisaré a continuación sus elementos básicos con el fin de delinear sus
virtudes, sus límites, sus contradicciones y, sobre todo, sus
enseñanzas para posibles estrategias futuras en pos de la democracia
económica.
Los fondos de inversión de los asalariados: orígenes y aplicación
Lo
primero que hay que decir es que estos fondos puestos en marcha en
Suecia no son, de ninguna manera, una idea sueca. En realidad, se trata
de una estrategia originada y desarrollada en otros países europeos con
anterioridad, aunque sin que en ninguno de ellos llegara a ponerse en
marcha.
El primer proyecto en esta línea, conocido como Plan Gleitze,
fue teorizado en la RFA en los años cincuenta y entró en el debate
político en los setenta, aunque sin éxito. Otras iniciativas similares
fueron probadas en la misma época en otros lugares como Dinamarca, los
Países Bajos o el Reino Unido, sin llegar tampoco a implementarse.
El
proyecto diseñado inicialmente en Suecia en los setenta en el seno de la
poderosa Confederación de Sindicatos (LO), conocido como Plan Meidner por el nombre de su principal promotor[2],
era francamente radical, sobre todo si tenemos en cuenta el tradicional
pragmatismo reformista que siempre ha caracterizado a la
socialdemocracia escandinava.
En pocas palabras, obligaba a la mayoría
de las empresas suecas a emitir un número de acciones nuevas equivalente
al 20% de sus beneficios a nombre de un fondo de inversión gestionado
por un consejo de administración formado mayoritariamente por cuadros
sindicales y, en menor medida, por representantes del gobierno y las
empresas.
Los réditos obtenidos por estos fondos serían usados
exclusivamente para comprar nuevas acciones o para financiar programas
de formación en gestión para los trabajadores. Dado que no se
contemplaba ninguna forma de titularidad individual de los valores
adquiridos ni su venta, el proyecto asumía un principio básico de
propiedad colectiva.
De haberse puesto en marcha, el Plan Meidner
habría tenido un impacto dramático sobre la propiedad corporativa. Según
sus normas de funcionamiento, cuanto más rentable fuera una empresa,
más rápidamente pasaría su propiedad a manos de los sindicatos[3].
Esto llevaría a un proceso hacia la socialización democrática del
capital sin parangón en ninguna otra nación capitalista. Como escribió
David Harvey: “Probablemente en ninguna parte del mundo occidental el
poder del capital se vio más amenazado en la esfera democrática durante
la década de 1970 que en Suecia”[4].
A
nadie puede sorprender, pues, que la reacción del capital fuera unánime y
furibunda. Gracias a su capacidad económica y su influencia política y
mediática, las empresas fueron capaces de convocar (y financiar) grandes
manifestaciones en las calles, insistentes campañas de rechazo al
proyecto en la prensa y todo tipo de contraataques desde los diversos
partidos de la derecha[5].
Más allá de las
formas y las exageraciones, lo cierto es que el principal argumento
contra el Plan Meidner no era descabellado, puesto que esta iniciativa
suponía la ruptura total del llamado “compromiso histórico” que capital y
trabajo firmaron en Saltsjöbaden en los años treinta y que llevaría a
más de cuatro décadas de crecimiento y acumulación más o menos
equilibrados y de casi absoluta paz social.
En este acuerdo, el capital
aceptaba la hegemonía política de la socialdemocracia y el papel
preponderante de los sindicatos en la construcción de un modelo de corte
corporativista a cambio de la renuncia por parte de éstos a promover
cualquier tipo de medida que pusiera en peligro la propiedad capitalista
y su monopolio en la gestión económica y en las decisiones relativas al
empleo. Obviamente, los fondos salariales de inversión suponían una
impugnación innegable de estos principios.
A raíz de esta campaña,
ni la clase trabajadora ni la opinión pública llegaron a identificarse
con este proyecto, del mismo modo que en las filas del Partido
Socialdemócrata de Suecia (SAP), fielmente apegadas a su ancestral
pragmatismo, tampoco reinaba el entusiasmo, precisamente. Como dijo
Robin Blackburn: “El Plan Meidner era muy radical y ellos [los
socialdemócratas] no lo eran”[6].
Así, tras
tres profundas revisiones destinadas a hacer digerible esta propuesta
sindical entre los cuadros del partido con el fin de posibilitar su
implantación legislativa, el plan acabó convirtiéndose en una pálida y
deformada sombra de lo que originalmente se pretendía.
El nuevo
proyecto, finalmente aprobado en el Parlamento en 1983 y puesto en
marcha al año siguiente, renunciaba de raíz a que los fondos pudieran
alcanzar la mayoría del capital social en ninguna empresa,
convirtiéndolos en poco más que nuevas versiones de los clásicos fondos
de pensiones (ATP) que ya existían en Suecia desde los años sesenta.
Estos fondos realmente existentes, en lugar de nutrirse de ampliaciones
de capital condicionadas a las ganancias de las empresas, se financiaban
con impuestos que, además, en su mayor parte, procedían de los
salarios, de manera que renunciaban a cualquier tipo de redistribución
de la propiedad corporativa[7].
Finalmente,
tras alcanzar unos resultados situados a años luz de las pretensiones
iniciales, estos fondos fueron abolidos en 1991 por una coalición de
derechas que logró desbancar temporalmente al SAP del gobierno. Con
ello, no sólo se acabó con una de las más prometedoras iniciativas que
jamás ha propuesto el reformismo en pos de la democracia económica, sino
que se dañó muy gravemente la propia posibilidad de mantener el debate
público acerca de este tipo de cuestiones en el futuro.
Objetivos de los fondos de inversión de los asalariados
Los
fondos de inversión de los asalariados pretendían alcanzar cuatro
objetivos de carácter político; a saber: aumentar la influencia de los
asalariados en la gestión de las empresas, fomentar la socialización del
capital, fortalecer la posición de poder de los sindicatos y estimular
la solidaridad y la conciencia de clase entre los trabajadores.
Además,
el proyecto original buscaba conseguir dos hitos económicos: luchar
contra la creciente concentración de capital y riqueza que, a pesar de
la igualación de ingresos del trabajo, se venía dando en Suecia desde
los años treinta y resolver algunos de los principales efectos perversos
que la llamada política salarial solidaria.
Entre estos últimos,
destacaban los beneficios extraordinarios que generaba a las grandes
corporaciones exportadoras, el estancamiento en el crecimiento de los
salarios de los empleados de mayor cualificación y el trasvase masivo de
ingresos desde el trabajo hacia el capital[8].
La versión finalmente puesta en marcha incluía un cuarto objetivo muy
relacionado con la situación de crisis económica por la que atravesaba
Suecia en los años setenta: la formación de capital destinado a la
inversión productiva.
Mediante este último fin, se pretendía
contrarrestar el irrefrenable desplome de la inversión derivado de la
caída de los beneficios corporativos y, además, orientar la acumulación
hacia destinos funcionales para la creación de empleo, el crecimiento y
el incremento de la competitividad.
En particular, este cuarto
objetivo económico tenía la virtud de facilitar un ritmo de inversión
más estable y una menor dependencia respecto de las expectativas sobre
las tasas de ganancia, lo que podía resultar útil para amortiguar los
efectos perjudiciales de las recesiones sobre el crecimiento y el
empleo.
Además, esta suerte de mecanismo anticíclico, al estar gobernado
por los sindicatos, podría incorporar criterios de inversión menos
especulativos y a más largo plazo. Gracias a ello, coadyuvaría a centrar
el foco de atención en mayor medida en cuestiones como la lucha contra
el paro, la subida del salario directo y relativo o la mejora de las
condiciones de trabajo.
Esta estrategia podría servir para hacer
frente a las recurrentes e inevitables crisis propias de la dinámica de
acumulación capitalista mediante una vía alternativa a las líneas
básicas de acción de las ortodoxias tradicionales: la keynesiana y la
neoliberal. Como es bien sabido, la “solución” keynesiana centra sus
esfuerzos en luchar contra la falta de demanda agregada necesaria para
favorecer el crecimiento y el empleo a través del concurso del gasto
público, como si todas las crisis fueran de naturaleza subconsumista.
Por
su parte, la “solución” neoliberal defiende invariablemente una
política fiscal y monetaria restrictiva con la intención de reducir los
costes laborales para mejorar la competitividad exterior del capital y,
así, relanzar las tasas de ganancia y de acumulación.
Las consecuencias
de la primera opción sobre el déficit presupuestario, la deuda pública,
los tipos de interés y (en el mejor de los casos) la inflación son, sin
duda, difíciles de negar, aunque los efectos de la segunda resultan
mucho más perjudiciales para la clase trabajadora.
En efecto, este
tipo de estrategias neoliberales de austeridad, típicas de la época
“gloriosa” del patrón oro de finales del siglo XIX y devueltas a la
actualidad europea de la mano de la UEM y el FMI, fomentan el
estancamiento o, incluso, la caída del salario directo, gracias al
aumento del paro y la mayor agresividad del poder del capital frente a
los trabajadores, y también del indirecto, en forma de recortes en
servicios públicos, lo que conduce a una mayor explotación de clase, a
una creciente desigualdad, y, finalmente, al aumento de la pobreza.
Si
abandonamos marcos teóricos ajenos a la realidad y asumimos la
evidencia empírica que relaciona el declive de las tasas de inversión
con la caída de las expectativas de crecimiento de los beneficios[9],
entonces entenderemos fácilmente cómo los fondos de inversión de los
asalariados, al favorecer una mayor estabilidad en los ritmos de
acumulación, puede ser una herramienta enormemente útil para afrontar
las crisis del capitalismo con algo menos de sufrimiento para la clase
trabajadora[10].
Todo ello teniendo en cuenta,
obviamente, que no se trata de una estrategia que vaya a acabar con las
contradicciones del sistema ni con la tendencia a la caída de la tasa de
ganancia, sino de un mecanismo que puede aportar cierto alivio ante las
peores consecuencias de las recesiones[11].
Por
estos motivos, considero que sería muy positivo para la clase
trabajadora europea y mundial que los sindicatos abrieran un debate
serio y abierto sobre la cuestión de los fondos de inversión de los
asalariados. La lucha contra la barbarie así lo exige." (Mario Del Rosal , Público, en Rebelión, 12/10/16)
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