"Hay dos razones significativas por las que la ciencia de la felicidad de pronto se ha vuelto tan prominente
a principios del siglo XXI, unas razones que en realidad son de tipo
sociológico. Como consecuencia, los psicólogos, directivos, economistas y
neurocientíficos nunca las han abordado de manera directa.
La primera de ellas tiene que ver con la naturaleza del capitalismo. Uno de los asistentes al encuentro de Davos de 2014
hizo un comentario que contenía más verdad de la que probablemente
reconocería: “Hemos creado nuestro propio problema, que ahora estamos
tratando de resolver”.
Esta persona estaba refiriéndose de forma
específica a que la diseminación masiva de los dispositivos digitales y la extensión de la semana laboral a veinticuatro horas al día siete días
por semana había terminado por estresar tanto a los altos directivos
que ahora se veían obligados a meditar para salvar las consecuencias. En
todo caso, este mismo diagnóstico también es de aplicación para toda la
cultura del capitalismo posindustrial en su conjunto, o poco menos.
Desde los años sesenta, las economías occidentales han tenido que afrontar un problema fundamental: dependen cada vez más de nuestro compromiso psicológico y emocional (ya sea en el trabajo,
con las marcas comerciales, con nuestra propia salud y bienestar), pero
también cada vez les resulta más difícil conseguirlo.
Las formas de
renuncia personal a dicho compromiso, muchas veces manifestadas como depresión
y enfermedades psicosomáticas, no sólo redundan en el sufrimiento
experimentado por el individuo, sino que alcanzan consecuencias
económicas, con la consiguiente preocupación para gobernantes y
directivos.
Sin embargo, los datos que aporta la epidemiología social
describen un panorama inquietante, en el que la infelicidad y la depresión se concentran en las sociedades muy desiguales, marcadas por los valores fuertemente materialistas y competitivos.
En los lugares de trabajo se hace creciente
hincapié en el compromiso comunitario y psicológico, pero las tendencias
económicas a largo plazo discurren en sentido contrario, hacia la
atomización y la inseguridad. Tenemos, así, un modelo económico que
atenúa los atributos psicológicos que, a la vez, precisa para su
supervivencia.
En este sentido más general e histórico, los
Gobiernos y los negocios han “creado los problemas que ahora están
tratando de resolver”. La ciencia de la felicidad ha alcanzado la influencia que hoy ejerce
porque promete aportar esa ansiada solución. Para empezar, los
economistas de la felicidad son capaces de cuantificar y poner precio al
problema de la tristeza y la alienación.
Por poner un ejemplo, la
empresa especializada en encuestas de opinión Gallup ha estimado que la infelicidad de los empleados supone un coste de 500 millardos (mil millones) de dólares
para la economía estadounidense, por causa del descenso en la
productividad, la reducción de la ganancia impositiva y el incremento en
gastos de asistencia sanitaria. Esto facilita que nuestras emociones y bienestar pasen a formar parte de unos cálculos más amplios sobre la eficiencia económica.
La psicología positiva y otras técnicas parecidas desempeñan por
consiguiente un papel fundamental en el intento de restaurar la energía y
el empuje de las personas. Se tiene la esperanza de superar un fallo
fundamental de nuestra actual economía política, pero sin abordar las
implicaciones político-económicas de tipo más serio. La psicología es
muchas veces el medio que las sociedades utilizan para no tener que
mirarse al espejo.
La segunda razón estructural para el creciente interés en la felicidad viene a ser un poco más inquietante y tiene que ver con la tecnología.
Hasta hace relativamente poco tiempo, la mayoría de los intentos
científicos por conocer o manipular los sentimientos de una persona
tenían lugar en el seno de instituciones formalmente identificables:
laboratorios de psicología, hospitales, centros de trabajo, grupos de
discusión, etcétera. Pero ya no es así.
En julio de 2014, Facebook publicó un informe académico con detalles sobre cómo había modificado con éxito los estados de ánimo
de centenares de millares de sus usuarios a través de la manipulación
del suministro de noticias, entradas y comentarios visibles para el
individuo. Se levantó un clamor por el hecho de que este experimento se
hubiera llevado a cabo de forma clandestina.
Pero, una vez que los
ánimos se calmaron, la rabia se convirtió en angustia: ¿volvería
Facebook a publicar en el futuro un informe de este tipo? ¿O se
limitaría a seguir con el experimento y mantener los resultados en
secreto?
La monitorización de nuestro ánimo y
sentimientos se está convirtiendo en una función de nuestro entorno
físico. En 2014, British Airways ensayó la utilización de una
denominada “manta de la felicidad”, que describe la satisfacción del
pasajero a través de la monitorización neuronal.
A medida que el viajero
va relajándose, la manta pasa del rojo al azul, lo cual indica a los
empleados de la aerolínea que aquéllos están siendo bien atendidos. En
la actualidad existe en el mercado una amplia gama de tecnologías de
consumo diseñadas para medir y analizar el bienestar: desde relojes de
pulsera hasta teléfonos, pasando por el Vessyl, una taza “inteligente” que vigila el consumo de líquido atendiendo a los efectos que ejerce sobre la salud.
Tradicionalmente, las preocupaciones liberales
sobre la privacidad han considerado que ésta tiene que guardar un
equilibrio con la seguridad. Pero hoy nos encontramos con el hecho de
que buena parte de la vigilancia quiere incrementar nuestra salud,
felicidad, satisfacción o placeres sensoriales.
Con independencia de los
motivos subyacentes, si decimos que hay límites en el porcentaje de
nuestras vidas que puede ser administrado por especialistas, se deduce
que también debemos limitar el nivel de excelencia psicológica y física
al que tendríamos que aspirar.
Toda crítica hacia esta vigilancia ubicua
hoy tiene que incluir una crítica a la maximización del bienestar
individual, incluso a riesgo de estar menos sanos, de ser menos felices y
adinerados." (William Davies, El País, 14/10/16)
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