"Cuando era chica, mi padre pensaba en maneras de quitarse la vida tantas veces como yo tenía que comprar zapatos nuevos. Planeaba usar píldoras cuando me compraron mis mocasines; monóxido de carbono, cuando mis sandalias; navajas cuando mis Doc Martens. Yo tenía 4, 10 y 28 años cuando mi padre hizo sus intentos más dañinos.
Lo encontramos: a un lado del camino, a un lado de la
cama, en la cochera de mi abuela cuando intentó hacer su tumba en el
gran Oldsmobile azul al que llamábamos Orca.
Cuando no estaba tratando de suicidarse, yo lo
consideraba un superhéroe. Recuerdo mis pensamientos de niña: está vivo
hoy y hoy, y también hoy. Lo he amado lo suficiente para mantenerlo con
vida.
Era una carga terrible sentir que yo era responsable
de mantenerlo vivo. Trataba de no hacer ruido. Si mi hermana y yo nos
reíamos, podríamos hacerlo enojar, lo que después lo pondría triste.
¿Eran más mis ganas de reír que de ver a mi padre con vida? Aprendí a no
pedir cosas, como dinero para ir a comer pizza con mis amigos después
del colegio. Si él no tenía dinero para darme, se sentiría culpable y
eso lo deprimiría. ¿Quería más una rebanada de pizza que ver a mi padre
con vida?
El razonamiento era tan simplista como ilusorio.
Ahora entiendo que fracasaba en sus intentos debido a
la casualidad y al arrepentimiento por igual, y después se mantenía vivo
gracias a la terapia y los medicamentos, así como a sus estancias
hospitalarias cuando necesitaba un cuidado más intensivo.
Sorpresivamente, después de todos sus intentos para
acabar con su vida, mi padre murió en julio pasado cuando lo
atropellaron dos autos mientras caminaba con un amigo al costado de una
calle, rodeados de una espesa neblina mañanera. La investigación
policiaca confirmó que fue un accidente.
Cuando me levanté hace unas semanas con la noticia de que Anthony Bourdain se había suicidado
a los pocos días de la noticia de que Kate Spade también lo había
hecho, me invadió una enorme tristeza por dos motivos: porque ya no
estaban y porque habían sufrido mucho.
No obstante, lloré por sus seres queridos y sus
amigos, a quienes imaginé recordando sus últimas interacciones, tratando
de encontrar las señales que no vieron, la oportunidad que deberían
haber tomado, el punto en el tiempo en que podrían haberlo salvado o
haberla rescatado.
Twitter, Facebook e Instagram estallaron con pena y
compasión. Es algo hermoso darse cuenta de cuánto amor hay en la gente.
Es verdaderamente alentador escuchar las llamadas de lucha para eliminar
el estigma de las enfermedades mentales.
Ver a extraños compartir sus
propios números telefónicos: ¡Llámame! ¡Llámame! Si alguna vez te sientes así, ¡llámame!
Sin embargo, los mensajes que exhortan a la gente a
ayudar a sus seres queridos o a extraños llevan un reverso escondido y
no intencionado: que si una persona logra quitarse la vida, la gente a
su alrededor quizá no le prestó suficiente atención ni hicieron su mejor
esfuerzo.
Me preocupa el efecto que estos mensajes puedan tener
en aquellos que perdieron a alguien que se suicidó, haciendo que su pena
sea aún más profunda y con una capa adicional de culpa.
“En lugar de pensar: ‘Ojalá pudiera haber arreglado
esto’, si pudiéramos usar estos momentos como llamadas de atención para
pensar: ‘Quiero estar más presente, atento, conectado y ser empático en
general’, eso sería mucho más productivo”, dijo Gregory Dillon, profesor
adjunto de Medicina y Psiquiatría en la Escuela de Medicina Weill
Cornell. “Además, quizá si todos hiciéramos eso —y si la comunicación,
la comprensión y la empatía fueran mejores en general— quizá habría
menos situaciones como esta”.
No podría haber salvado a mi padre de las toneladas de
metal que se abalanzaron sobre él cuando esos autos lo atropellaron,
así como no podría haberlo salvado de las píldoras que tragó, la navaja
que empuñó o el monóxido de carbono que inhaló.
Eso no significa que no deberíamos estar presentes,
ser amorosos, estar involucrados. Tampoco significa que no deberíamos
ofrecer consejos, herramientas, empatía. Debemos tratar. Con todas
nuestras fuerzas.
“Es cruel culparnos a nosotros mismos y a otros por
algo que estuvo, a fin de cuentas, fuera de nuestro control”, dijo
Lakeasha Sullivan, psicóloga en Nueva York. “Pero podemos soportar la
carga en conjunto. Podemos comenzar a involucrarnos en conversaciones
reales —conversaciones nacionales— sobre la vocecita dentro de nosotros
que a veces nos hace preguntarnos cuál es el significado de la vida y
permite que la desesperanza y la desesperación se instalen en nosotros”.
Es imperativo que tratemos de ayudar a la gente a
encontrar un camino de salida para su dolor, uno que no termine en la
muerte, pero necesitamos reconocer que, si logran su cometido, no es
porque nuestro amor haya fracasado." (Amanda Avutu, The New York Times.es, 21/06/18)
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