"En
los últimos meses he tenido que sortear varias situaciones difíciles,
entre ellas, crisis en las enfermedades que sufren mis padres, ya
mayores, y el suicidio de un amigo. Nunca perdí el apetito ni rompí en
llanto de la nada, tampoco tuve ninguno de los otros síntomas típicos de
la depresión.
Tal vez sí estaba más irritable de lo normal, un poco más
proclive a ponerme de malas. Y, sí, me sumergí en mi trabajo. Pero
nunca pensé que había caído en el abismo de la depresión, en una
conciencia de uno mismo mucho más intensa, tanto en lo personal como en
lo profesional.
Como
periodista especializado en salud, a menudo he recurrido a mi propia
historia para escribir sobre enfermedades de las que no es fácil hablar.
Tuve cáncer de testículos a los 26 años y me diagnosticaron sida por
error en los días en que eso equivalía a una sentencia de muerte.
Pero
nunca antes había escrito sobre mis depresiones, a pesar de que me han
atacado desde mis primeros pasos en la escritura, a los 11 años, cuando
empecé a llevar un diario.
De
ninguna manera soy el único al que le pasa. Según el Instituto Nacional
de Salud Mental, al menos seis millones de hombres padecen depresión en
Estados Unidos.
Es más, para el doctor Matthew Rudorfer, subdirector de
investigación para tratamientos de ese instituto, es muy probable que
la cantidad real sea mayor. Los hombres tienden a reconocer menos que
las mujeres los síntomas más típicos de la depresión: desánimo, tristeza
o lágrimas.
De ahí que haya un número menor de diagnósticos; en cambio,
suelen mostrar más a menudo síntomas “exteriores”, como irritabilidad,
enojo y agresividad, consumo excesivo de alcohol u otras sustancias,
conductas de alto riesgo y trabajo en exceso.
El
discurso del macho: los hombres no se deprimen, solo trabajan, beben y
compiten más. Andrew Solomon, autor de “Noonday Demon”, una de las
primeras memorias escritas sobre la depresión, me dijo que esa actitud
ridícula deriva de esa idea tan arraigada de que los hombres “debemos
enmascarar nuestro estado de ánimo con disciplina militar o atlética”.
Entonces
¿por qué hablar ahora? Si hubo un detonante, fue la muerte de mi amigo:
un entrenador personal que una mañana de agosto, después de ver a sus
clientes habituales, fue a casa y se pegó un tiro en la cabeza.
Ni
siquiera viéndolo con cierta perspectiva creo que hubiera podido
detectar que corría riesgo de caer en una depresión grave, mucho menos
de suicidarse. Solo tres días antes de su muerte, me contaba, emocionado
y vital, que iba a comprar una casa y quería mejorar en el trabajo.
Como me dijo uno de sus amigos más cercanos: “Uno nunca sabe dónde
habita la depresión”.
La
mayoría de la gente, incluso quienes me conocen mejor, no detectan mi
depresión. No tengo duda de que soy un depresivo hábil que funciona al
nivel más alto, que cubre sus síntomas con una mezcla de medicamentos,
psicoterapia, ejercicio y que sabe cuándo apartarse del mundo. A
diferencia de las cicatrices de la cirugías (cortesía del cáncer), las
de la depresión son invisibles.
Me
pregunto si en caso de haberle contado a mi amigo sobre mi propia lucha
él habría dicho: “Yo estoy igual”. Dejándome llevar por un algún tipo
de pensamiento mágico, me imagino que podría seguir vivo si hubiéramos
compartido nuestras historias.
Es
alentador que haya estudios nuevos que refutan aquellos que sostenían
que las mujeres tenían el doble de probabilidades que los hombres de
presentar depresión. Por ejemplo, un estudio de la Universidad de
Michigan realizado en 2013 concluyó que “cuando se combinan los síntomas
tradicionales con los actuales, la disparidad por género en la
prevalencia de la depresión se cancela”.
En otras palabras, hombres y
mujeres corren el mismo riesgo de sufrir depresión.
El
primer paso para detectar la depresión en los hombres es diagnosticarla
apropiadamente, lo que implica establecer criterios precisos y
asegurarse de que los profesionales de la salud mental sepan qué están
buscando. El segundo paso, que puede ser aun más difícil, es lograr que
los hombres hablen sobre ello.
Lo
que me lleva de vuelta a mi propio silencio.
Una de las razones por las
que había sido incapaz de hablar sobre mi padecimiento hasta ahora es
que, como dice el anuncio del antidepresivo Cymbalta: “la depresión
duele”. La primera vez que escuché ese eslogan puse los ojos en blanco,
pero desde entonces he aprendido a apreciar la genialidad de quien lo
escribió. Imagine tener una gripe terrible, de esas que te dejan
tumbado.
Para mí, la depresión puede sentirse como la peor gripe de la
historia. Además, sin final a la vista. Es muy difícil hablar de un
dolor así cuando estás experimentándolo.
Y
luego está el estigma. Por más que entiendo que la enfermedad es la
enfermedad, ya sea física o mental, y aun cuando ahora haya mucha más
apertura con respecto a la depresión que en la generación anterior, me
siento avergonzado.
Mis
propios encuentros con el estigma han sido fuertes. Una vez salí con un
hombre que me dejó en cuanto se enteró de que tomaba Lexapro, un
antidepresivo. Me han rechazado en un seguro médico, no por el cáncer,
sino por los medicamentos contra la depresión que tomaba. Se me castigó
por buscar ayuda. “No tiene sentido”, me dijo mi médico.
Así
que he decidido ser más sincero. El otoño pasado, cuando tuve que
cancelar mi asistencia a un compromiso, no me inventé un malestar
físico, como hacía antes. En cambio, escribí por correo electrónico: “La
depresión por la que estoy pasando me impide estar ahí, como había
prometido. Lo siento”.
La
depresión no tiene que ser la lucha más solitaria, tal como la describe
Solomon. Si no lo cuento, realmente nunca me conocerán ni me ayudarán.
Ahora agradezco cuando mis amigos me preguntan cómo me siento (pero no
de esa manera atemorizante: “¿Có-mo es-tás?”). Y agradezco también a los
que se ofrecen: “¿Hay algo que pueda hacer?”. (he New York Times.es, 25/02/16) , T
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