"Las democracias occidentales
están exhaustas. Los ciudadanos ya no se fían de sus gobernantes. Pero
el origen del hartazgo y la desconfianza no hay que buscarlo en los
políticos, como hacen los populistas, sino en el sistema. Las elecciones por votación ya no sirven. Hay que incorporar una cuota de legisladores escogidos por sorteo,
como en la antigua Grecia.
Y aumentar la participación directa mediante
deliberaciones abiertas sobre los grandes temas, también mediante
selección aleatoria de parte de los intervinientes. Esta es la tesis del
libro Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia (Taurus) que el flamenco David van Reybrouck acaba de publicar en España después de causar con él cierto ruido en otros países europeos.
En defensa de la representación al azar,
Van Reybrouck compara las elecciones con el acto de servir sopa con un
cucharón. La sopera es el país o la circunscripción y el contenido es la
sociedad. “Se puede utilizar un cucharón normal, equivalente a un
sorteo, o un cucharón con agujeritos para llevarte sólo una parte de la
sociedad, que es lo que se hace con el voto”.
Este último sistema es
válido “mientras la gente confíe en él”. Y así ocurría en la Europa de
los sesenta, según demostró un estudio realizado en Bélgica: la gente
entonces no se entusiasmaba con los asuntos públicos, pero su confianza
en los elegidos para gestionarlos era elevada.
Ahora, todo es distinto.
“La gente habla cada vez más de política en la mesa. La pasión política
es muy alta y la confianza muy baja”, afirma el escritor. El motivo es, a
su juicio, que a los electores no les basta con delegar y en su caso
castigar una vez cada cuatro años. “Eso no funciona y por eso debemos
cambiarlo”.
¿Y por qué unos individuos escogidos por
sorteo iban a hacerlo mejor y a corromperse menos que los salidos de las
urnas? Porque los primeros “no necesitan salir reelegidos”, aduce Van
Reybrouck, al tiempo que subraya que la meta no puede ser construir una
democracia perfecta sino “una democracia mejor”. Y matiza también que su
propuesta es de cambio gradual y de combinación entre el voto y el
sorteo.
El politólogo belga tiene ejemplos
empíricos para respaldar su tesis. De ellos, destaca la convención que
los irlandeses organizaron hace dos años para reescribir ocho artículos
de la Constitución, el más polémico uno para instaurar el matrimonio
homosexual.
Participaron 100 personas: un presidente, 33 políticos y 66
ciudadanos elegidos al azar. A lo largo de un año, con reuniones de un
fin de semana al mes, los delegados se informaron escuchando a expertos y
afectados. Van Reybrouck recuerda cómo uno de los participantes, un
hombre de 76 años, se levantó un día y confesó que hasta entonces había
pensado en los gays como delincuentes.
Y es que, cuando era niño, un
hombre le había violado. Pero añadió que, al informarse y escuchar los
problemas de los homosexuales, había comprendido que ellos nacen así. Y,
al final, formó parte de la mayoría que recomendó legalizar el
matrimonio de personas del mismo género.
“Así fue cómo Irlanda, la
católica Irlanda, dio un paso hacia delante –mediante un ulterior
referéndum con un 62% de síes– mientras al mismo tiempo la libertina
Francia pasaba un año de inquietud política sobre el tema por no contar
con la gente”.
El escritor flamenco cree que todas las
naciones deberían aprender de ése y otros ejemplos en Irlanda, Holanda,
Islandia, Canadá o Australia.
“Para un país como España estaría bien que
el Gobierno, una vez al año, se reuniera con unas mil personas
escogidas al azar para tratar un tema importante en concreto, como
podría ser la desigualdad, la polución, el sistema sanitario, las
migraciones, la calidad de la democracia”, lanza Van Reybrouck. “Sería
interesante para el Ejecutivo” saber qué piensan los ciudadanos entre
dos comicios; eso “le ayudaría a tomar decisiones en las que la gente
confiara”.
La desconfianza, al igual que la confianza,
es un camino de ida y vuelta, cree el autor entrevistado por La
Vanguardia. “Muchos políticos tienen miedo a los ciudadanos; piensan que
son tontos y no están capacitados para decidir”. Craso error, pues
cuanto menos se tomen en serio a la gente, más van a alejarse de la
sociedad, razona.
Un exponente claro de ello fue Hillary Clinton cuando,
en plena campaña, dijo que la mitad de los votantes de Donald Trump
eran “deplorables”. “No pudo decir algo más tonto”, dice Van Reybrouck.
“Porque puedes criticar a Trump, pero culpar a los votantes… Si quieres
dirigir un país, tienes que preocuparte por todo el mundo y por sus
inquietudes, no criticar a los que no te votan”.
Sobre los referéndums, el ensayista cree
que son “un poco mejores que las elecciones” pero con todo “muy
primitivos”: mientras en los comicios “todo se reduce a poner una
crucecita al lado de un nombre”, en los referendos se marca un sí o uno
no.
Y agrega: “Hay quien piensa que la democracia puede mejorar haciendo
referéndums con cierta frecuencia. Pero incluso en Suiza, donde eran un
instrumento para que la gente hablara con el Gobierno, han acabado
siendo utilizados por los populistas en bien de sus intereses”. En todo
caso, el problema principal es que “se pregunta a los ciudadanos sobre
un tema sin saber si han estado pensando en la cuestión”.
En situaciones como la de Catalunya, y con
la ventaja de provenir de un país donde también se dan “fuertes
tendencias separatistas” (entre los flamencos) Van Reybrouck asegura no
entender “cómo una decisión tan delicada como escindir una parte de un
país se puede tomar a través de un referéndum”.
Para él es como “hacer
cirugía cardíaca con un hacha” porque, contra la idea de que una
consulta reduce la distancia entre políticos y ciudadanos, en casos así
un referéndum “puede crear un vacío nuevo y más grande entre los que
dicen sí y no”. Y en democracia se trata de “gestionar conflictos” y
aprender a vivir con ellos, “no de resolverlos”.
¿Qué ocurriría si
Catalunya se independizara tras un referéndum en el que la opción de la
independencia ganara con un 53% de los votos?, plantea.
“Significaría
imponer a la mitad de la gente una nueva realidad con la que está en
profundo descontento. No es un punto de partida halagüeño”, señala,
aunque admite que “obviamente son los ciudadanos los que tienen que
elegir”.
El analista esgrime además que, “en un
momento en que las grandes compañías se están fusionando y creando
enormes corporaciones que acumulan un inmenso poder”, no parece adecuado
que las entidades políticas se hagan “cada vez más pequeñas y
dispersas”. Porque, “si las corporaciones se hacen cada día más grandes y
los Estados más pequeños, ¿quién acabará ganando?”.
Van Reybrouck admite que, en Estados como
España, Italia o Grecia la “fatiga democrática” viene claramente
inducida por la crisis económica, que tiene “un impacto descomunal en la
desconfianza”.
Pero, para argumentar su idea de que las elecciones son
una causa mayor de la pérdida de confianza en el poder político,
recuerda que en los últimos años la merma es igualmente profunda en
países donde la crisis ha sido a su juicio mucho más leve, y cita
Holanda, Dinamarca, Alemania o el Reino Unido.
Pero lejos de disociar economía y
política, el autor de Contra las elecciones describe la sociedad como un
triángulo con tres vértices: el ejecutivo, los ciudadanos y el mercado.
En los años 80 y 90, la globalización y las decisiones políticas
liberalizadoras “transfirieron más y más poder a los mercados”, de modo
que hace tiempo que el triángulo dejó de ser simétrico, sostiene. Así
que hay que conseguir que las corporaciones devuelvan parte de su cuota.
“¿Pero cómo hacerlo con tanta desconfianza entre ciudadanos y política?
Si dos perros se pelean por un hueso, al final es un tercero el que se
lo lleva”. De ahí que resulte imperativo, concluye, que entre los
ciudadanos y los políticos haya una mínima confianza." (Entrevista a Van Reybrouck, Fernando García, La Vanguardia, 27/02/17)
No hay comentarios:
Publicar un comentario