"(...) Durante los últimos dos años y medio que he vivido en Belgrado he
tenido la oportunidad de viajar a través no solo de las fronteras
físicas de ese territorio herido, sino también de los relatos con los
que sus gentes interpretan la historia que son, finalmente, con los
materiales con los que se teje el futuro.
Si alguien me pudiera resumir
esa experiencia en una palabra elegiría esta: desesperanza. Desesperanza
por una guerra que no sirvió para nada pues no los hizo más grandes, ni
más fuertes, algunos quizás dirán que los hizo más puros (esto a media
voz pues no está bien visto) pues cada grupo étnico, cada nacionalidad
quedó confinada a los estrictos límites de su territorio, aunque ni
siquiera esto es totalmente cierto.
Desesperanza porque condenó a un
país con cierto “prestigio” internacional, pues durante la Guerra Fría
fue un modelo alternativo al bloque soviético y al Occidente
capitalista, a la irrelevancia mundial.
En fin, desesperanza porque
algunos creyeron —es triste pensar que como lo creyeron los fundadores
de Europa, pero ese es otro tema— que era posible ganar la partida a la
Historia y crear un Estado multicultural, multiétnico y multiconfesional
(o aconfesional) y vieron todos esos sueños y valores mancillados por
la fiebre del nacionalismo. Vergüenza porque todo ello se podría haber
evitado.
Hace unos meses entrevisté a Dragoljub Micunovic, político serbio
fundador del Partido Democrático y miembro activo de la oposición contra
Milosevic durante la difícil década de los 90.
Durante nuestra
conversación, este hombre de mirada calma, me contó los preámbulos de la
guerra que supuso la descomposición de Yugoslavia: cómo la presión
creada por las diferentes transiciones que estaba experimentando el país
—políticas y económicas— provocaron a su vez una tensión cada vez más
fuerte entre los miembros económicamente más sólidos y el resto de la
federación. En esos momentos, a la cabeza de las repúblicas llegaron los
líderes que, haciendo uso de la retórica nacionalista, conducirían a
Yugoslavia a la cruenta guerra civil.
Me contó cómo en esos momentos de
tensión previos a la declaración de independencia primero de Eslovenia y
luego de Croacia que provocarían el efecto dominó que todos conocemos,
él había convocado una reunión entre los diversos miembros del partido,
líderes de la oposición emergente de cada una de las repúblicas.
Para su
sorpresa la convocatoria fue un éxito y todos, sin excepción, se
manifestaron en contra de la disolución de la federación. Más tarde,
invitado por el Parlamento Europeo a dar su opinión sobre la situación,
él recuerda con una sonrisa amarga que, lo único que retuvieron los
dirigentes políticos allí reunidos fue que, si Yugoslavia se
descomponía, sería una catástrofe para Europa en términos de refugiados.
¿El error? Yugoslavia fue incapaz de transformarse a tiempo, sus
líderes llevados por la inercia no supieron corregir los desequilibrios
que acusaban las tensiones y el malestar. “En momentos difíciles, los
líderes irresponsables son peligrosos” me dijo como conclusión.
Stefan Zweig en El mundo de ayer, sin duda uno de los mejores
para entender el siglo XX, describe magistralmente el origen y las
dinámicas políticas delirantes que tendrían que conducir a las dos
guerras mundiales.“El optimismo barato de los profetas sin conciencia
(…) El que exponía una duda, entorpecía su actividad política; al que
les daba una advertencia, lo escarnecían llamándolo pesimista; al que
estaba en contra de una guerra que ellos mismos no sufrían, lo tachaban
de traidor”.
Ello no fue exclusivo de aquella Europa ni de aquellas
guerras, se repite constante como un goteo en todos aquellos movimientos
que nos quieren convencer que las identidades son excluyentes o, bien
al contrario, que los Estados deben ser homogéneos, que hay algo
—llamémoslo etnia, religión, nación, lengua— que está por encima del ser
humano, por lo que los políticos irresponsable creen su deber
sacrificar el bienestar y el futuro de su pueblo…o sus pueblos. (...)" (Raquel Montes Torralba , El País, 24 SEP 2015)
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