"Hace más de dos décadas se nos ocurrió participar en esa novedad llamada
Internet. Creamos lo que se llamaba una “página personal”, escribíamos
un texto, le incorporábamos alguna imagen de bajísima resolución,
encendíamos el módem y la publicábamos. Emocionante…
Pero ¿alguien
llegaría alguna vez a leerla? Podían visitar tu portada para buscar
novedades, te enlazaban desde otras páginas web o la difundías por
correo. Solo a un lustro del milenio apareció un buscador (Altavista)
que permitía localizar directamente webs con ciertas palabras.
La capacidad de conexión era bajísima y con pocos usuarios. En España
en 1995 solo había 40.000 dispositivos con Internet, la mayoría en
instituciones académicas (hoy su número se multiplica por 1.000, y están
en cualquier bolsillo). Al año siguiente, la mejor opción para el nuevo
Diccionario de la Academia digital no fue ponerlo en línea,
sino meterlo en un CD-ROM. Como si en vez de tener agua en los grifos,
uno la comprara en un camión cisterna.
Próximo el final de siglo apareció un nuevo buscador: Google. Con él
crecieron las probabilidades de encontrar cualquier página. Como el
número de conexiones iba creciendo, los precios bajaban, y las webs
valiosas acababan recibiendo más atención, medio mundo se lanzó a
publicar relatos, críticas, fotografías, artículos; lo que fuese: en
páginas personales o en lugares colectivos, como Geocities.
Y si antes
era necesario tener un programa para fabricar webs, que luego debían
subirse a la Red, enseguida hubo sistemas que ponían todo el proceso al
alcance de cualquiera y, además, permitían comentarios. Habían nacido
los blogs y estábamos en el cambio de milenio.
Para demostrar la viabilidad de la colaboración, nació y creció
Wikipedia. Los profesionales usábamos cada vez más la web para
experimentar nuevas formas de edición o comunicarnos con nuestros
clientes o alumnos. Para manejar esta eclosión de conversaciones
surgieron los agregadores (RSS), que enviaban información periódica
sobre novedades. Con ellos hace una década estábamos al día de no menos
de 80 o 90 fuentes diferentes.
Un post de blog no era
necesariamente algo breve y perecedero, sino que podía constituir todo
un artículo, bibliografía y enlaces incluidos. Por supuesto, había blogs
y webs sobre temas baladíes, pero también se podían encontrar otros de
“alta cultura”. Esa web creada por sus usuarios se llamó 2.0.
Estamos en 2006, y ya hay más de 100 millones de sitios web en el
mundo, los tienen instituciones, empresas y particulares. Pero había
aparecido algo llamado Facebook y luego Twitter, y era más fácil y
visible publicar algo ahí que en tu propia página. El efecto a medio
plazo fue abandonar el funcionamiento mediante blogs y RSS a favor de
algo que —lo fuimos descubriendo— filtraba qué veías. Solo más tarde
supimos el problema de que también accediera a nuestros gustos y
contactos.
Mientras tanto, habían aparecido más servicios gratuitos: Flickr para
fotos, YouTube para vídeos, y los blogs se fueron despoblando. La
puntilla la dio el cierre del mejor servicio de RSS, Google Reader, para
empujar a usar Google+. En vez de la miríada de sitios de los años
anteriores, la web se concentraba en un puñado de gigantescos servicios.
Renunciamos incluso a nuestro correo cuando, hace una década, Gmail
ofreció gestionarnos la correspondencia a cambio de anuncios.
En 2012, el tecnólogo Anil Dash ya podía hablar de “la web que
perdimos”. Y así hemos llegado hasta aquí. La generación de mis hijos
nunca ha usado un correo que no sea Gmail y, por supuesto, tienen todas
sus cosas en Instagram, Facebook… No solo han puesto en manos de
terceros su vida privada, sino que si estos servicios cambian las
condiciones, cierran o se hacen de pago se quedarán sin su memoria
documental.
Ya ha pasado otras veces: Geocities (el tercer sitio más
visitado de la web) cerró en 2009; Delicious, que guardaba 180 millones
de direcciones web de cinco millones de usuarios, se convirtió en un
servicio de pago. Google+ acaba de discontinuarse.
Nuevos peligros acechan en esta web cada vez más centralizada: la Unión Europea hace recaer el control del copyright
sobre las plataformas: solo las gigantescas como Twitter o YouTube
podrán llevarlo a cabo. La infraestructura de Internet está tomada por
la transmisión de vídeo: solo Netflix consume el 15% de ancho de banda
mundial. Los últimos movimientos tecnológicos —es decir, políticos— en
la Red intentan redescentralizarla: esa es la propuesta en la que ha
estado trabajando el inventor de la web, Tim Berners-Lee, y lo que
propone el nuevo IPFS.
No sabemos exactamente cómo será lo que venga, pero tenemos una idea
clara de lo que no debe ser. Quienes hemos aprendido y gozado y creado
en la primera web tenemos muy claro qué es lo que deseamos para nuestros
años futuros. Y sobre todo para nuestros hijos." (José Antonio Millán, El País, 06/04/19)
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