"Hay autores que simplemente no tienen predecesores ni sucesores: su originalidad es absoluta. Simone de Beauvoir
pertenece a ese grupo porque su pensamiento fue un punto de fuga que
permitió llegar adonde no se había llegado.
A pesar de que son muchas
las etiquetas que se han colgado sobre su libro El segundo sexo
—se define, según los casos, como existencialista, humanista, ilustrado
o constructivista—, lo cierto es que 70 años después de su aparición es
un clásico con todas sus letras, una obra brillantemente articulada a
través de la cual seguimos contemplando e interpretando el mundo.
Esa es la sensación que una tiene al leerlo porque ese libro elevó
las experiencias de vergüenza y autoculpabilización de las mujeres a una
inteligente y sutil reflexión filosófica; El segundo sexo
articula una meditación sistemática sobre significados sociales para los
que aún ni siquiera existían palabras en 1949. Su valentía fue colosal,
pues muchas feministas de su tiempo todavía guardaban silencio sobre
las fantasías proyectadas en los cuerpos de las mujeres y la importancia
de ello en su posicionamiento social asimétrico.
Entre otras cosas, la aportación de aquella pensadora genial, la más
ilustre vecina del parisiense Barrio Latino, fue situar la reflexión
sobre el cuerpo en el centro del feminismo: si toda existencia humana,
decía, es definida por su situación, la corporalidad de la mujer y los
significados sociales que se le atribuyen condicionan su existencia.
Esta máxima tan sencilla era revolucionaria hace 70 años y lo sigue
siendo hoy, pues la mujer todavía se realiza en el mundo como un cuerpo
sometido a tabúes y estereotipos que sirven como excusas para legitimar
las más evidentes discriminaciones sociales.
Lo personal es político
El segundo sexo es feminista, por supuesto, y lo es porque,
si hay algo que define al feminismo, es la reivindicación para la
política de temas tabú u olvidados, de importancia capital para entender
la situación de desigualdad y subordinación de las mujeres. La
biología, los usos amorosos, la iniciación sexual, las implicaciones
para la mujer del matrimonio o incluso de la vejez… son algunos de los
asuntos, de apariencia mundana pero incuestionable trascendencia, que
perfilan con exactitud una nueva sensibilidad política puesta sobre el
tablero de juego con brillantez y audacia extremas.
Porque Simone de
Beauvoir comenzó su obra magna desde espacios filosóficos prácticamente
deshabitados y con temas que, hasta la fecha, se despreciaban de un
plumazo como ajenos a lo político. Anticipaba así, al hacer de la
reflexión sobre el cuerpo un tema central, el famoso “lo personal es
político” del feminismo de la Segunda Ola en los años sesenta. Resulta
interesante reivindicarlo hoy, cuando pesan sobre él tantos
malentendidos que ponen a la defensiva a los valedores de la ortodoxia.
Casi parece absurdo tener que recordarlo: ninguna feminista estaría a
favor de dinamitar la línea que separa la vida pública de la necesidad
de un cobijo íntimo donde resguardarnos. No es el feminismo, sino las
redes sociales, las que están desdibujando esas fronteras.
“Lo personal es político” simplemente quiere decir que cualquier
práctica social es susceptible de convertirse en un tema adecuado para
la reflexión, discusión y expresión públicas. La desestabilización de la
férrea división entre lo público y lo privado sirvió para abrir esos
espacios de libertad e igualdad para las mujeres, pero nuestro
pensamiento sigue formateado por una vieja presunción ideológica que
siente como un ataque todo aquello que desnaturalice lo que nunca debió
naturalizarse.
Que el mundo privado de la necesidad y los cuidados se
nombrase en femenino no tenía nada de natural, y sigue siendo un
problema en nuestras sociedades: aún hoy, en España, donde existe una amplia concienciación feminista, solo dos de cada 10 varones comparten las tareas domésticas con sus parejas, según reveló una encuesta del CIS en 2017.
El problema es que esa división política que relegó a las mujeres a un
ámbito doméstico como si fuera su espacio natural, también promovió su
invisibilidad como sujetos políticos. Y aún hoy la presencia pública de
mujeres, su reconocimiento y su prestigio siguen siendo sustancialmente
inferiores al de los hombres.
Cuerpos en la esfera pública
Esa separación entre sexos que tanto ha cuestionado el feminismo
descansa sobre la fragmentación radical de la experiencia humana. Por un
lado, los varones ejercían la ciudadanía pública
y, por otro, las mujeres regentaban en el mundo privado el ámbito de
las necesidades, afectos y deseos. La reconocida filósofa Carole Pateman
lo explicó en El contrato sexual: esta ficción se mantiene por
una poderosa idea abstracta del ciudadano universal, “que no tiene
cuerpo porque es razón desapasionada”. Pero ese proceso de
desencarnación de los hombres se produce en paralelo a otro menos amable
que define esencialmente a las mujeres como cuerpos vulnerables.
Toda
nuestra tradición se basa, de hecho, en esa ilusión metafísica asentada
—en palabras de Christine Battersby— en la falacia de que “los sujetos
son independientes entre sí, y sus corazones racionales permanecen
separados de los dolores y sufrimientos que sus cuerpos vulnerables
generan”. Cuando Simone de Beauvoir dijo que “la mujer, como el hombre,
es su cuerpo” daba un radical giro de timón a esa tradición para
hablarnos del cuerpo vivido y avanzar más allá de la separación
cartesiana entre un sujeto que “piensa, luego existe” mientras habita
una suerte de recipiente pasivo que no forma parte de su yo.
Beauvoir
reclama el cuerpo, y a partir de ahí comienza una fructífera producción
de literatura feminista y lo que la politóloga Seyla Benhabib describió con exactitud como “la aparición del cuerpo en la esfera pública”.
En realidad, lo que Simone de Beauvoir nos quería decir es que hay
inevitables dependencias entre nuestro cuerpo y nuestra mente, y que si
la experiencia corporal condiciona la forma en la que nos enfrentamos al
mundo, en el caso de la mujer esto tiene un efecto mayor, pues son las
significaciones sociales dadas a esa forma de relacionarnos con nuestros
cuerpos y su importancia para desarrollarnos como personas las que
estructuran una sociedad profundamente desigual. En sus propias
palabras, mientras “el hombre percibe su cuerpo como una relación
directa y normal con el mundo (...), la mujer tiene ovarios”.
Desde la
más tierna infancia, la mujer experimenta su cuerpo como una cosa que
tiene que proteger, atenta siempre a que sus movimientos no entren en
contradicción con la feminidad que se espera que proyecte en todo
momento. Y esto es común a todas las mujeres, pues con independencia de
sus oportunidades y sus posibilidades de elección existe “una base común
que subyace a cada existencia individual femenina en el estado actual
de educación y costumbre”. Y así, desde este enfoque estructural, define
Simone de Beauvoir al patriarcado, ese concepto que tanto miedo absurdo
sigue generando.
La palabra “patriarcado” no implica nada más (y nada menos) que el
reconocimiento de que, por debajo de la pluralidad de sus vidas, de la
diversidad y creatividad de cada mujer, hay una unidad que puede ser
identificada y narrada de forma inteligible y clara, una línea de
experiencias compartidas subyacente a cada vida particular que nos hace
un poco más desiguales frente a los hombres.
Esa forma tan sencilla de
definir el patriarcado supuso, de hecho, un gran paso histórico hacia
adelante: huir de los esencialismos al describir a las mujeres, pero
también de ese nominalismo estéril que niega toda diferencia. Por eso
señalaba Simone de Beauvoir que decir que “todos somos seres humanos” es
algo tan hueco que carece de relevancia como punto de partida para
explicar nada.
La falacia de la biología
¿Dónde está la raíz de esa desigualdad? ¿Por qué la mujer no es tan
libre como debiera serlo? Son las preguntas de las que parte la autora
para escribir la obra cumbre y seminal del pensamiento feminista. Pero
curiosamente, El segundo sexo comienza a enhebrar su propuesta
desde una observación un tanto peregrina: a un hombre no se le hubiera
ocurrido escribir un libro sobre su situación particular en el mundo,
porque iba de suyo que su experiencia representaba la experiencia
universal de todo ser humano. De ahí que Simone de Beauvoir defina a la
mujer como alteridad, como ese segundo sexo en situación de
subordinación respecto al primero.
Hoy nos resulta casi intrigante cómo nadie se había preguntado jamás
con esa claridad sobre la evidente injusticia de que “hombre” sea la
palabra que designe a la vez a la parte masculina de la humanidad y a la
humanidad entera como género. Mientras, la experiencia femenina se ha
declinado siempre en singular. La mujer representa a la mujer (o a las
mujeres), pero nunca a toda la humanidad. Beauvoir nos lo recuerda: “Él
es el Sujeto, es el Absoluto: ella es la Alteridad”.
La diferencia entre el Absoluto y la Otra se define en El segundo sexo
desde un enfoque existencialista centrado, como no podía ser de otra
forma, en la libertad. Simone de Beauvoir nos muestra una masculinidad
educada en la idea de un sujeto libre que se mueve por el mundo con
iniciativa y audacia, creando y narrando su propia historia. Como en la
épica legendaria de la Odisea, Ulises consigue esa
trascendencia basada en el valor de la separación, la independencia y la
autonomía frente a una Penélope encerrada en un destino que ya está
escrito para ella: la esposa que espera, que desea servir y entregarse a
un actor fuerte en lugar de serlo ella.
Por eso la mujer es “inmanencia”. Confinada en una naturaleza
particular, existe como objeto antes que como sujeto, como alguien con
una naturaleza biológica que la constriñe, que la encierra en esa
esencia inasible que define las lentes desde las que es vista y
evaluada.
“A mí me gusta que la mujer sea mujer, mujer”, respondió una vez un
político español, y no ha sido el único. Ese modelo ideal conecta
directamente con las expectativas generadas en torno a las mujeres, con
los clichés sobre su predisposición para cuidar a los demás y agradar,
sobre su gusto en el vestir, sobre su capacidad de seducción y su
sonrisa… “¿Por qué siempre estás tan seria?”, preguntaba un conocido
personaje de la caverna mediática a la parlamentaria Tania Sánchez.
Y es que la primera vocación de la mujer será siempre la de agradar,
nos dijo Simone de Beauvoir, lo que reducirá sustancialmente el mundo de
su autorrealización individual. Aprenderá entonces a crecer deseando a
un hombre, o a un sujeto externo a ella misma, pero no ejerciendo su
libertad. Su confianza será, así, siempre menor, y sentirá dudas, miedos
e inseguridades cuando su éxito entre en contradicción con lo que se
espera de ella como mujer, mujer.
De ahí deriva la famosa sentencia de
Beauvoir: “No se nace mujer: se llega a serlo”. Regalaba con ella al
feminismo, y a toda la humanidad, una de las formulaciones más
revolucionarias de todos los tiempos, hasta el punto de que todo lo que
ha venido después casi es una nota a pie de página de su pensamiento.
Nacería en ese momento la idea del género como categoría analítica,
como base para explicar por qué esa diferencia entre hombres y mujeres
no es natural sino accidental. Aparece entonces la famosa distinción
sexo/género, esa dicotomía entre el determinismo biológico que, desde
Aristóteles, afirmaba que “la hembra es hembra en virtud de una
determinada carencia de cualidades”, y el otro lado de la moneda: la
construcción de lo femenino como un hecho cultural, un atrevimiento
audaz y genial que tensionaba la importancia de la tradición en el
condicionamiento de la mujer, forzada por la costumbre a adoptar roles
considerados socialmente inferiores. El feminismo de Beauvoir se
reivindicaba, así, como humanismo, reclamando para las mujeres la
energía creativa y las capacidades que le habían sido negadas
históricamente.
A partir de ahí, todo el feminismo contemporáneo ha sido y es un
diálogo con su libro inaugural: desde el feminismo de la diferencia de
Carol Gilligan hasta la implosión del pensamiento queer auspiciado por Judith Butler,
pasando por el feminismo radical de Kate Millet, los feminismos
poscoloniales y multiculturales o el feminismo negro. Haría falta un
largo recorrido por esa gran conversación para comprender la evolución y
la riqueza de todos los enfoques teóricos que, con gran capacidad
crítica, han ido diseccionando la obra de Beauvoir desde el
reconocimiento.
El feminismo de la diferencia seguiría la estela del constructivismo
de Beauvoir para señalar que la educación importa, por supuesto, pero
que una educación basada en el cuidado y la empatía no debía centrarse
únicamente en las niñas sino que podría ser provechosa para hacer un
mundo mejor si se extendiera a todos los seres humanos, sin distinción.
Más adelante, el proyecto de tornar positivo el significado histórico
de “la cultura de la mujer” aparecería de la mano de propuestas
artísticas como las de Judy Chicago y su The Dinner Party,
o en los escritos subversivos de Julia Kristeva y de Luce Irigaray.
Ellas intentan dar la vuelta a las enseñanzas de una Beauvoir vista ya
como la madre del pensamiento feminista contemporáneo. Finalmente, ese
diálogo para el que Beauvoir había abierto la puerta y que mantenía
inalterable la distinción sexo/género explosionaría con la fabulosa
entrada del paradigma de la corporalidad con otra gran maestra del
feminismo y el pensamiento: la formidable Judith Butler.
Si es cierto que cuando un autor es demasiado poderoso puede llegar a
funcionar como un grillete mental, en el caso de Simone de Beauvoir, la
recepción de su obra fue más bien un gigantesco primer escalón que nos elevó hacia la conciencia crítica.
Muchas de aquellas primeras reflexiones sobre la dignidad humana, la
creatividad y la autonomía de la mujer siguen considerándose hoy una
auténtica mina para el feminismo. El segundo sexo a los 70
sigue siendo un brillante pozo sin fondo repleto de preguntas que abren
el mundo de las mujeres, pero también de los hombres, a nuevas
posibilidades y horizontes de libertad." (Máriam Martínez-Bascuñán, El País, 06/07/19)
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