"Dentro de sus fronteras, el Partido Comunista de China (PCCh), inquieto
por la posibilidad de que las libertades políticas pongan en riesgo su
poder, ha construido un Estado orwelliano que emplea alta tecnología
para vigilar a la población y desarrollado un sofisticado sistema de
censura a través de internet para monitorear y sofocar las críticas
ciudadanas. (...)
El gobierno chino lleva tiempo volcado en la construcción de una “Gran
Muralla” en internet para evitar la difusión de críticas formuladas
fuera del país. Ahora, ataca cada vez más a menudo a quienes lo critican
desde el exterior, ya representen a gobiernos de otros países, formen
parte de una empresa o universidad extranjera o salgan a las calles
–reales o virtuales– para protestar públicamente.
Ningún otro gobierno
detiene a un millón de personas pertenecientes a una minoría étnica,
sometiéndolas a un adoctrinamiento forzado y, a la vez, ataca a
cualquiera que se atreva a desafiar esa represión. Si bien otros
gobiernos cometen graves violaciones de derechos humanos, ninguno
ejercita su músculo político con tanta determinación y vigor para
socavar las instituciones internacionales que le piden rendir cuentas.
Si no se le planta cara, Pekín ofrece un futuro distópico en el que
nadie está fuera del alcance de sus censores y donde el mencionado
sistema internacional de derechos queda tan debilitado que no sirve para
monitorear la represión ejercida por gobiernos. (...)
El gobierno chino destaca, aun contra este lúgubre telón de fondo,
por el alcance y peso de su labor contra los derechos humanos. El
resultado es una tormenta perfecta: un poderoso Estado centralizado, un
séquito de mandatarios ideológicamente afines, un vacío de liderazgo
entre países que podrían dar la cara y una serie de democracias que
parecen dispuestas a vender la soga con la que se ahorca al sistema de
derechos que dicen defender.
Las razones de Pekín
La hostilidad de Pekín hacia los derechos se enraíza en lo frágil que
resulta gobernar mediante represión y no por mandato popular. Pese a
décadas de impresionante crecimiento económico impulsado por los cientos
de millones de ciudadanos emancipados por fin de la pobreza, el
gobierno huye de su propio pueblo. Pese a mostrarse convencido de
representar adecuadamente a los ciudadanos de todo el país, al PCCh le
preocupan las posibles consecuencias del debate público y la vida
política sin restricciones. Teme, en efecto, verse sometido al
escrutinio popular.
En consecuencia, Pekín se enfrenta a la incómoda tarea de gestionar
una enorme y compleja economía sin las aportaciones que ofrecen un
debate público y una vida política en libertad. A falta de elecciones,
la legitimidad del partido depende en gran medida del crecimiento
económico. Así, los dirigentes chinos temen que su ralentización empuje a
la ciudadanía a pedir más voz y opinar sobre la forma de gobierno.
Las
campañas nacionalistas gubernamentales para promover el “sueño chino” y
el anuncio a bombo y platillo de discutibles iniciativas anticorrupción
no cambian esta realidad.
Con el presidente Xi Jinping, la opresión en China es la más ubicua y
violenta en décadas. La modesta apertura que en años recientes permitió
a la ciudadanía expresarse acerca de cuestiones de interés público ha
terminado. Las organizaciones civiles se han ilegalizado y el periodismo
independiente ha dejado de existir. Se restringe el debate en redes,
sustituido por un servilismo orquestado, y las minorías étnicas y
religiosas son perseguidas.
Los cortos pasos dados hacia el Estado de
Derecho han terminado conduciendo, de nuevo, al “Estado por derecho” al
que el PCCh tenía acostumbrada a la ciudadanía. La restricción de
libertades en Hong Kong, en virtud del principio “un país, dos
sistemas”, es objeto de una vehemente contestación. (...)
Vigilancia sin restricciones
Pekín ha hecho de la tecnología un elemento capital en su labor
represiva. En la región noroccidental de Xinjiang, hogar de unos 13
millones de musulmanes –uigures, kazajos y otras minorías túrquicas–
opera el sistema de vigilancia pública más intrusivo que el mundo haya
conocido. El PCCh lleva mucho tiempo trabajando en sistemas para
detectar cualquier indicio de disenso en la ciudadanía. La combinación
de una mayor disponibilidad de medios económicos y mejoradas capacidades
técnicas ha traído consigo la imposición de un régimen de vigilancia
masiva sin precedentes.
Oficialmente, el propósito de este sistema de vigilancia es evitar la
repetición de un puñado de incidentes violentos protagonizados hace
unos años por presuntos separatistas. Las medidas tomadas, a todas luces
excesivas, no se corresponden con las amenazas a la seguridad
percibidas. Se ha movilizado a un millón de funcionarios y cuadros del
partido para que se alojen con familias musulmanas en calidad de
“huéspedes”. Su labor consiste en indagar e informar sobre “problemas”, a
saber, rezos u otros indicios de adhesión activa a la fe islámica,
contactos con familiares en el extranjero o síntomas de que su lealtad
flaquea.
Esta vigilancia personal es solo la punta del iceberg, el preludio
analógico de todo un despliegue digital. Despreciando el derecho a la
intimidad, el gobierno chino ha instalado a lo largo y ancho de Xinjiang
cámaras de vídeo que combina con programas de reconocimiento facial; ha
creado aplicaciones móviles específicas para que los funcionarios
informen sobre sus observaciones; ha instalado puntos de control
electrónicos; y procesa toda la información con tecnologías de
macrodatos.
Después determina quién debe ser detenido y reeducado. Se
trata del mayor caso de detenciones arbitrarias en décadas: más de un
millón de musulmanes de etnia túrquica se han visto privados de libertad
y sometidos a un adoctrinamiento forzoso. Las detenciones han dejado un
sinnúmero de “huérfanos” –niños cuyos progenitores han sido detenidos–
internados en escuelas y orfanatos estatales, donde también son
adoctrinados. Las escuelas públicas de Xinjiang también educan en la
ideología del gobierno.
El objetivo aparente es apartar a los musulmanes del ejercicio
religioso, de su identidad étnica y de cualquier opinión política
independiente. La única manera que tienen los detenidos de recobrar la
libertad es convencer a sus carceleros de que no practican el islam, de
que hablan mandarín y de que solo creen en Xi Jinping y el PCCh. Este
proyecto refleja la voluntad totalitaria de rediseñar el pensamiento de
los ciudadanos hasta que acepten la supremacía del gobierno y del
partido.
Pekín está poniendo en marcha otros sistemas de vigilancia e
ingeniería de conducta por todo el país. Cabe destacar el “sistema de
crédito social” que, promete el gobierno, castigará los comportamientos
indeseables –como cruzar la calle imprudentemente o no pagar costes
judiciales– y recompensará los deseables. El baremo de “fiabilidad” de
los ciudadanos condicionará el acceso a prestaciones y derechos
sociales, como vivir en una ciudad atractiva, enviar a los hijos a una
escuela privada o viajar en avión o tren de alta velocidad. De momento
no se incluyen en el baremo variables relacionadas con la opinión
política, pero no sería de extrañar que esto acabase ocurriendo.
Este Estado de vigilancia es exportable a otros lugares, lo que
plantea lúgubres perspectivas de futuro. Pocos gobiernos tienen la
capacidad de desplegar la cantidad de recursos humanos que China ha
enviado a Xinjiang, pero la tecnología es una herramienta al alcance de
gobiernos que no se caracterizan precisamente por proteger la intimidad
de sus ciudadanos: Kirguistán, Filipinas o Zimbabue, entre otros. Estas
tecnologías que permiten abusar de la intimidad del ciudadano son
vendidas por empresas chinas, pero también alemanas, israelíes y
británicas. No obstante, China las ofrece en paquetes asequibles para
gobiernos que quieren emular su modelo de vigilancia.
Una dictadura próspera
Muchos autócratas miran con envidia a China por el sugerente cóctel
de exitoso desarrollo económico, rápida modernización y firme ejercicio
del poder. Lejos de ser tratado como un paria, al gobierno chino le
rinden pleitesía todos los países del mundo. China acoge prestigiosos
eventos internacionales, como los Juegos Olímpicos de Invierno en 2022.
El objetivo es presentar la imagen de un país poderoso, acogedor y
abierto, aunque su autocracia sea cada vez más despiadada.
Antaño se creía que, conforme China creciese económicamente,
aparecería una clase media que exigiría más derechos. Esta premisa
sirvió para instalarse en una cómoda ficción, la de que no era necesario
incordiar a Pekín al respecto de la represión. Bastaba con hacer
negocios. Hoy pocos mantienen esa postura, aunque la mayoría de
gobiernos han encontrado otras maneras de justificar el statu quo.
Siguen priorizando las oportunidades económicas sin la pretensión de
plantear estrategias que fomenten el respeto de los derechos humanos en
el país asiático.
De hecho, el PCCh ha demostrado que el crecimiento económico puede fortalecer la dictadura, pues le proporciona medios para ejercer su poder. Permite, en efecto, gastar el dinero necesario en mantener su dominio, multiplicando las fuerzas de seguridad del Estado y ampliando el sistema de censura y vigilancia.
Los abundantísimos recursos que
apuntalan la autocracia despojan a todos los habitantes de China de
cualquier opinión al respecto de cómo están siendo gobernados. Este
devenir es música celestial para los oídos de los dictadores del mundo.
También sus mandatos –o al menos eso querrían hacernos creer– podrían
llevar la prosperidad a sus países sin bregar con fastidiosos debates
públicos o elecciones reñidas. (...)
El irresponsable sistema de gobierno chino también quita voz a los
olvidados por el crecimiento económico nacional. Las fuentes oficiales
se ufanan del progreso, pero censuran información sobre la mayor
desigualdad de ingresos, la discriminación en el acceso a las
prestaciones sociales, la persecución selectiva de la corrupción y las
diversas estadísticas negativas (en las zonas rurales, por ejemplo, uno
de cada cinco niños es separado de su familia, pues en muchos casos
ambos progenitores deben buscar trabajo en otras partes del país).
Se
ocultan demoliciones y desplazamientos forzados, muertes y lesiones de
obreros que trabajan en los gigantescos proyectos de infraestructura y
lesiones permanentes relacionadas con la escasa regulación de las
industrias alimentaria y farmacéutica. Las estadísticas oficiales,
además, calculan a la baja el número de personas con discapacidad. (...)
Campaña contra la normativa internacional
A fin de evitar una reacción global por aplastar los derechos humanos
dentro de sus fronteras, el gobierno chino trata de socavar las
instituciones internacionales que se idearon para defenderlos. Las
autoridades del gigante asiático llevan mucho tiempo haciendo oídos
sordos a la preocupación expresada por otros países respecto a los
derechos humanos y tachándola de injerencia en su soberanía. Antaño,
este rechazo era tímido; hoy, China amedrenta a otros gobiernos,
exigiendo su aplauso en los foros internacionales e invitándolos a
unirse a sus ataques contra el sistema internacional de derechos
humanos.
Se diría que Pekín está construyendo una red de Estados que lo jalean
porque dependen de sus inversiones o ayudas. Quienes importunan a China
corren el riesgo de sufrir represalias: Suecia, por ejemplo, recibió
amenazas después de que una organización independiente sueca galardonase
a un editor afincado en Hong Kong (y ciudadano sueco), al que el
gobierno chino había detenido y aislado en un lugar desconocido tras
publicar varios títulos críticos. (...)
Los métodos chinos hacen gala de cierta sutileza. El gobierno firma
tratados internacionales sobre derechos humanos, pero los reinterpreta o
exime de su aplicación. Ha desarrollado una gran habilidad para
aparentar que coopera con las revisiones que la ONU hace de su
currículum sobre derechos humanos, pero no escatima esfuerzos en
frustrar cualquier debate sincero.
Por ejemplo, prohíbe viajar al
extranjero a los personajes públicos nacionales críticos con el régimen,
niega el acceso al país a expertos internacionales claves, pide a sus
aliados –muchos de ellos, regímenes represivos– que canten sus virtudes y
a menudo presenta información descaradamente falsa. (...)
Para empeorar las cosas, varios países con los que antes se podía
contar para defender los derechos humanos están desaparecidos en
combate. Trump se ha mostrado más interesado en abrazar a sus amigos
autócratas que en defender los estándares de derechos humanos que estos
desprecian. La Unión Europea, volcada en el Brexit, entorpecida por el
nacionalismo de algunos Estados miembros y dividida al respecto de la
migración, ha encontrado muchas dificultades para coordinar una postura
sólida en materia de derechos humanos.
La ciudadanía en Argelia, Sudán,
Líbano, Irak, Bolivia, Rusia y Hong Kong ha salido a la calle para
pronunciarse a favor de los derechos humanos, la democracia y el Estado
de Derecho. Ha sido una impresionante oleada de protestas mundiales,
pero los gobiernos democráticos han respondido en muchas ocasiones con
apoyos tibios y selectivos. Esta incoherencia pone fácil a China
defenderse, afirmando que las inquietudes expresadas al respecto de su
historial de infracciones de los derechos humanos responden a una
cuestión política y no de principios.
Se han dado algunas excepciones en la aquiescencia a la represión
china. En julio de 2019, se reunieron representantes de 25 gobiernos
–nunca habían sido tantos– en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU.
El propósito: expresar su preocupación por la represión china en
Xinjiang. Sorprendentemente, temiendo la ira del gobierno chino, ninguno
de los representantes se prestó a leer en alto la declaración ante el
Consejo, como es costumbre. Los distintos firmantes, buscando la
seguridad del grupo, presentaron la declaración conjunta por escrito.
Esta circunstancia cambió en octubre, cuando el representante de Reino
Unido leyó, durante la Asamblea General de la ONU, una declaración
paralela respaldada por una coalición similar de gobiernos. Aquella
vacilación inicial, sin embargo, muestra la reticencia existente incluso
entre los países más dispuestos a desafiar al gigante asiático. Estos
reparos apuntalan la impunidad con que China se comporta en círculos
internacionales, pese a lo evidente de sus abusos. (...)
Cabría esperar que la Organización para la Cooperación Islámica
(OCI), integrada por 57 países con mayorías musulmanas, acudiera en
defensa de los perseguidos en Xinjiang, como hizo con los rohinyás
diezmados por el ejército de Myanmar. No fue así: la OCI emitió un
adulador panegírico en el que elogiaba a China por “atender a sus
nacionales de religión musulmana”. Pakistán, miembro coordinador de la
OCI y por ello responsable de denunciar los abusos a que se enfrentan
los musulmanes de todo el mundo, defendió también la postura china.
No
obstante, Turquía y Albania –miembros de la OCI– han apoyado el
llamamiento para que la ONU lleve a cabo una evaluación independiente.
Catar, por su parte, retiró su firma de la declaración prochina.
Alrededor de la mitad de los Estados miembros de la OCI se negaron a
respaldar esta declaración y a encubrir las infracciones cometidas en
Xinjiang, un primer paso –importante pero insuficiente– frente a la
generalización de los abusos.
Los miembros de la OCI y otros Estados reacios a desafiar a Pekín
participaron asimismo en las visitas a Xinjiang organizadas por el
gobierno chino para acallar las críticas sobre la detención de
ciudadanos musulmanes. La Gran Muralla de la desinformación permitió a
las autoridades afirmar, por absurdo que parezca, que esa privación
indiscriminada de libertad era un ejercicio de formación profesional.
A
continuación, permitieron que delegaciones de diplomáticos y periodistas
visitaran a algunos de los ciudadanos que estaban “formándose”. Las
escasas oportunidades para conversar con libertad desvirtuaban cualquier
titular. Un grupo de reclusos fue obligado a cantar en inglés la
canción infantil If you’re happy and you know it, clap your hands!
(“Si eres feliz y lo sabes, ¡aplaude!”). El objetivo de estas visitas
no era convencer, sino dar a los gobiernos una excusa para no criticar a
Pekín. Eran un biombo tras el que esconder las vergüenzas, una coartada
para la indiferencia. (...)
La censura global
Además de prácticas de otro tiempo –como censurar el acceso a los
medios de comunicación extranjeros, limitar la financiación foránea a
asociaciones civiles activistas y denegar visados a personas de otros
países–, Pekín ha sacado el máximo partido al afán de lucro de las
empresas para extender su censura a lo largo y ancho del planeta. Un
inquietante desfile de empresas se ha doblegado ante el gobierno en
estos últimos años por sus supuestas ofensas o porque algún empleado ha
criticado a China.
La aerolínea Cathay Pacific, con sede en Hong Kong, amenazó con
despedir a sus empleados hongkoneses que apoyaran o participaran en las
protestas prodemocráticas de 2019. El director ejecutivo de Volkswagen,
Herbert Diess, declaró a la BBC que, pese a disponer de una planta allí
desde 2012, “no estaba al corriente” de la existencia de campos de
internamiento que albergan a miles de musulmanes en Xinjiang.
La cadena
de hoteles de lujo Marriott despidió al director de redes sociales por
darle un “me gusta” a un tuit que elogiaba a la compañía por considerar
Tíbet como un país, prometiendo que “errores como ese no volverían a
ocurrir”. PwC, el gigante de la consultoría, desautorizó una declaración
publicada en un periódico de Hong Kong, según la cual los empleados de
las Big Four apoyaban las protestas prodemocráticas. Por otra parte,
Hollywood censura cada vez más sus películas, como sucedió cuando
eliminó digitalmente una bandera taiwanesa de la chaqueta de Tom Cruise
en la recién estrenada secuela de Top Gun.
Esta lista es muy reveladora. En primer lugar, pone en evidencia cuán
pequeños e insignificantes son los desaires que provocan la ira dentro
de China. Aun impidiendo a la mayoría de la población saber qué se opina
en el extranjero mediante la Gran Muralla digital, y aunque el PCCh
dedique una enorme cantidad de recursos a la censura en redes sociales y
difunda su propia propaganda en el país, sus líderes aún se irritan
ante las críticas extranjeras.
Teniendo en cuenta esa sensibilidad, las
empresas interesadas en hacer negocios con China a menudo se guardan su
opinión y la de sus empleados, aunque no exista un decreto de Pekín. La
lista también indica que la censura china está convirtiéndose en una
amenaza mundial. Ya es preocupante que las empresas acaten las
restricciones de la censura cuando operan dentro de China, pero es peor
que esta sea impuesta a sus empleados y clientes en todo el mundo. (...)
Salvo que queramos volver a una época en que los seres humanos somos
peones manipulados y desechados al antojo de sus gobernantes, es
necesario luchar contra el ataque del gobierno chino al sistema
internacional de derechos humanos. Ahora es el momento de pronunciarse,
pues están en juego décadas de progreso." (Kenneth Roth, Estudios de Política Exterior, Abril/Marzo, 2020)
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