6/4/20

El “sistema de crédito social” chino castigará los comportamientos indeseables –como cruzar la calle imprudentemente o no pagar costes judiciales– y recompensará los deseables. El baremo de “fiabilidad” de los ciudadanos condicionará el acceso a prestaciones y derechos sociales

"Dentro de sus fronteras, el Partido Comunista de China (PCCh), inquieto por la posibilidad de que las libertades políticas pongan en riesgo su poder, ha construido un Estado orwelliano que emplea alta tecnología para vigilar a la población y desarrollado un sofisticado sistema de censura a través de internet para monitorear y sofocar las críticas ciudadanas. (...)

El gobierno chino lleva tiempo volcado en la construcción de una “Gran Muralla” en internet para evitar la difusión de críticas formuladas fuera del país. Ahora, ataca cada vez más a menudo a quienes lo critican desde el exterior, ya representen a gobiernos de otros países, formen parte de una empresa o universidad extranjera o salgan a las calles –reales o virtuales– para protestar públicamente. 

Ningún otro gobierno detiene a un millón de personas pertenecientes a una minoría étnica, sometiéndolas a un adoctrinamiento forzado y, a la vez, ataca a cualquiera que se atreva a desafiar esa represión. Si bien otros gobiernos cometen graves violaciones de derechos humanos, ninguno ejercita su músculo político con tanta determinación y vigor para socavar las instituciones internacionales que le piden rendir cuentas. Si no se le planta cara, Pekín ofrece un futuro distópico en el que nadie está fuera del alcance de sus censores y donde el mencionado sistema internacional de derechos queda tan debilitado que no sirve para monitorear la represión ejercida por gobiernos. (...)

El gobierno chino destaca, aun contra este lúgubre telón de fondo, por el alcance y peso de su labor contra los derechos humanos. El resultado es una tormenta perfecta: un poderoso Estado centralizado, un séquito de mandatarios ideológicamente afines, un vacío de liderazgo entre países que podrían dar la cara y una serie de democracias que parecen dispuestas a vender la soga con la que se ahorca al sistema de derechos que dicen defender.
 
Las razones de Pekín

La hostilidad de Pekín hacia los derechos se enraíza en lo frágil que resulta gobernar mediante represión y no por mandato popular. Pese a décadas de impresionante crecimiento económico impulsado por los cientos de millones de ciudadanos emancipados por fin de la pobreza, el gobierno huye de su propio pueblo. Pese a mostrarse convencido de representar adecuadamente a los ciudadanos de todo el país, al PCCh le preocupan las posibles consecuencias del debate público y la vida política sin restricciones. Teme, en efecto, verse sometido al escrutinio popular.

En consecuencia, Pekín se enfrenta a la incómoda tarea de gestionar una enorme y compleja economía sin las aportaciones que ofrecen un debate público y una vida política en libertad. A falta de elecciones, la legitimidad del partido depende en gran medida del crecimiento económico. Así, los dirigentes chinos temen que su ralentización empuje a la ciudadanía a pedir más voz y opinar sobre la forma de gobierno. 

Las campañas nacionalistas gubernamentales para promover el “sueño chino” y el anuncio a bombo y platillo de discutibles iniciativas anticorrupción no cambian esta realidad.

Con el presidente Xi Jinping, la opresión en China es la más ubicua y violenta en décadas. La modesta apertura que en años recientes permitió a la ciudadanía expresarse acerca de cuestiones de interés público ha terminado. Las organizaciones civiles se han ilegalizado y el periodismo independiente ha dejado de existir. Se restringe el debate en redes, sustituido por un servilismo orquestado, y las minorías étnicas y religiosas son perseguidas. 

Los cortos pasos dados hacia el Estado de Derecho han terminado conduciendo, de nuevo, al “Estado por derecho” al que el PCCh tenía acostumbrada a la ciudadanía. La restricción de libertades en Hong Kong, en virtud del principio “un país, dos sistemas”, es objeto de una vehemente contestación.  (...)

Vigilancia sin restricciones

Pekín ha hecho de la tecnología un elemento capital en su labor represiva. En la región noroccidental de Xinjiang, hogar de unos 13 millones de musulmanes –uigures, kazajos y otras minorías túrquicas– opera el sistema de vigilancia pública más intrusivo que el mundo haya conocido. El PCCh lleva mucho tiempo trabajando en sistemas para detectar cualquier indicio de disenso en la ciudadanía. La combinación de una mayor disponibilidad de medios económicos y mejoradas capacidades técnicas ha traído consigo la imposición de un régimen de vigilancia masiva sin precedentes.

Oficialmente, el propósito de este sistema de vigilancia es evitar la repetición de un puñado de incidentes violentos protagonizados hace unos años por presuntos separatistas. Las medidas tomadas, a todas luces excesivas, no se corresponden con las amenazas a la seguridad percibidas. Se ha movilizado a un millón de funcionarios y cuadros del partido para que se alojen con familias musulmanas en calidad de “huéspedes”. Su labor consiste en indagar e informar sobre “problemas”, a saber, rezos u otros indicios de adhesión activa a la fe islámica, contactos con familiares en el extranjero o síntomas de que su lealtad flaquea.

Esta vigilancia personal es solo la punta del iceberg, el preludio analógico de todo un despliegue digital. Despreciando el derecho a la intimidad, el gobierno chino ha instalado a lo largo y ancho de Xinjiang cámaras de vídeo que combina con programas de reconocimiento facial; ha creado aplicaciones móviles específicas para que los funcionarios informen sobre sus observaciones; ha instalado puntos de control electrónicos; y procesa toda la información con tecnologías de macrodatos.

 Después determina quién debe ser detenido y reeducado. Se trata del mayor caso de detenciones arbitrarias en décadas: más de un millón de musulmanes de etnia túrquica se han visto privados de libertad y sometidos a un adoctrinamiento forzoso. Las detenciones han dejado un sinnúmero de “huérfanos” –niños cuyos progenitores han sido detenidos– internados en escuelas y orfanatos estatales, donde también son adoctrinados. Las escuelas públicas de Xinjiang también educan en la ideología del gobierno.

El objetivo aparente es apartar a los musulmanes del ejercicio religioso, de su identidad étnica y de cualquier opinión política independiente. La única manera que tienen los detenidos de recobrar la libertad es convencer a sus carceleros de que no practican el islam, de que hablan mandarín y de que solo creen en Xi Jinping y el PCCh. Este proyecto refleja la voluntad totalitaria de rediseñar el pensamiento de los ciudadanos hasta que acepten la supremacía del gobierno y del partido.

Pekín está poniendo en marcha otros sistemas de vigilancia e ingeniería de conducta por todo el país. Cabe destacar el “sistema de crédito social” que, promete el gobierno, castigará los comportamientos indeseables –como cruzar la calle imprudentemente o no pagar costes judiciales– y recompensará los deseables. El baremo de “fiabilidad” de los ciudadanos condicionará el acceso a prestaciones y derechos sociales, como vivir en una ciudad atractiva, enviar a los hijos a una escuela privada o viajar en avión o tren de alta velocidad. De momento no se incluyen en el baremo variables relacionadas con la opinión política, pero no sería de extrañar que esto acabase ocurriendo.

Este Estado de vigilancia es exportable a otros lugares, lo que plantea lúgubres perspectivas de futuro. Pocos gobiernos tienen la capacidad de desplegar la cantidad de recursos humanos que China ha enviado a Xinjiang, pero la tecnología es una herramienta al alcance de gobiernos que no se caracterizan precisamente por proteger la intimidad de sus ciudadanos: Kirguistán, Filipinas o Zimbabue, entre otros. Estas tecnologías que permiten abusar de la intimidad del ciudadano son vendidas por empresas chinas, pero también alemanas, israelíes y británicas. No obstante, China las ofrece en paquetes asequibles para gobiernos que quieren emular su modelo de vigilancia.

Una dictadura próspera

Muchos autócratas miran con envidia a China por el sugerente cóctel de exitoso desarrollo económico, rápida modernización y firme ejercicio del poder. Lejos de ser tratado como un paria, al gobierno chino le rinden pleitesía todos los países del mundo. China acoge prestigiosos eventos internacionales, como los Juegos Olímpicos de Invierno en 2022. El objetivo es presentar la imagen de un país poderoso, acogedor y abierto, aunque su autocracia sea cada vez más despiadada.

 Antaño se creía que, conforme China creciese económicamente, aparecería una clase media que exigiría más derechos. Esta premisa sirvió para instalarse en una cómoda ficción, la de que no era necesario incordiar a Pekín al respecto de la represión. Bastaba con hacer negocios. Hoy pocos mantienen esa postura, aunque la mayoría de gobiernos han encontrado otras maneras de justificar el statu quo.
 
Siguen priorizando las oportunidades económicas sin la pretensión de plantear estrategias que fomenten el respeto de los derechos humanos en el país asiático.

De hecho, el PCCh ha demostrado que el crecimiento económico puede fortalecer la dictadura, pues le proporciona medios para ejercer su poder. Permite, en efecto, gastar el dinero necesario en mantener su dominio, multiplicando las fuerzas de seguridad del Estado y ampliando el sistema de censura y vigilancia.

 Los abundantísimos recursos que apuntalan la autocracia despojan a todos los habitantes de China de cualquier opinión al respecto de cómo están siendo gobernados. Este devenir es música celestial para los oídos de los dictadores del mundo. También sus mandatos –o al menos eso querrían hacernos creer– podrían llevar la prosperidad a sus países sin bregar con fastidiosos debates públicos o elecciones reñidas.  (...)

El irresponsable sistema de gobierno chino también quita voz a los olvidados por el crecimiento económico nacional. Las fuentes oficiales se ufanan del progreso, pero censuran información sobre la mayor desigualdad de ingresos, la discriminación en el acceso a las prestaciones sociales, la persecución selectiva de la corrupción y las diversas estadísticas negativas (en las zonas rurales, por ejemplo, uno de cada cinco niños es separado de su familia, pues en muchos casos ambos progenitores deben buscar trabajo en otras partes del país). 

Se ocultan demoliciones y desplazamientos forzados, muertes y lesiones de obreros que trabajan en los gigantescos proyectos de infraestructura y lesiones permanentes relacionadas con la escasa regulación de las industrias alimentaria y farmacéutica. Las estadísticas oficiales, además, calculan a la baja el número de personas con discapacidad.  (...)

Campaña contra la normativa internacional

A fin de evitar una reacción global por aplastar los derechos humanos dentro de sus fronteras, el gobierno chino trata de socavar las instituciones internacionales que se idearon para defenderlos. Las autoridades del gigante asiático llevan mucho tiempo haciendo oídos sordos a la preocupación expresada por otros países respecto a los derechos humanos y tachándola de injerencia en su soberanía. Antaño, este rechazo era tímido; hoy, China amedrenta a otros gobiernos, exigiendo su aplauso en los foros internacionales e invitándolos a unirse a sus ataques contra el sistema internacional de derechos humanos.

Se diría que Pekín está construyendo una red de Estados que lo jalean porque dependen de sus inversiones o ayudas. Quienes importunan a China corren el riesgo de sufrir represalias: Suecia, por ejemplo, recibió amenazas después de que una organización independiente sueca galardonase a un editor afincado en Hong Kong (y ciudadano sueco), al que el gobierno chino había detenido y aislado en un lugar desconocido tras publicar varios títulos críticos.  (...)

Los métodos chinos hacen gala de cierta sutileza. El gobierno firma tratados internacionales sobre derechos humanos, pero los reinterpreta o exime de su aplicación. Ha desarrollado una gran habilidad para aparentar que coopera con las revisiones que la ONU hace de su currículum sobre derechos humanos, pero no escatima esfuerzos en frustrar cualquier debate sincero. 

Por ejemplo, prohíbe viajar al extranjero a los personajes públicos nacionales críticos con el régimen, niega el acceso al país a expertos internacionales claves, pide a sus aliados –muchos de ellos, regímenes represivos– que canten sus virtudes y a menudo presenta información descaradamente falsa. (...)

Para empeorar las cosas, varios países con los que antes se podía contar para defender los derechos humanos están desaparecidos en combate. Trump se ha mostrado más interesado en abrazar a sus amigos autócratas que en defender los estándares de derechos humanos que estos desprecian. La Unión Europea, volcada en el Brexit, entorpecida por el nacionalismo de algunos Estados miembros y dividida al respecto de la migración, ha encontrado muchas dificultades para coordinar una postura sólida en materia de derechos humanos. 

La ciudadanía en Argelia, Sudán, Líbano, Irak, Bolivia, Rusia y Hong Kong ha salido a la calle para pronunciarse a favor de los derechos humanos, la democracia y el Estado de Derecho. Ha sido una impresionante oleada de protestas mundiales, pero los gobiernos democráticos han respondido en muchas ocasiones con apoyos tibios y selectivos. Esta incoherencia pone fácil a China defenderse, afirmando que las inquietudes expresadas al respecto de su historial de infracciones de los derechos humanos responden a una cuestión política y no de principios.

Se han dado algunas excepciones en la aquiescencia a la represión china. En julio de 2019, se reunieron representantes de 25 gobiernos –nunca habían sido tantos– en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. El propósito: expresar su preocupación por la represión china en Xinjiang. Sorprendentemente, temiendo la ira del gobierno chino, ninguno de los representantes se prestó a leer en alto la declaración ante el Consejo, como es costumbre. Los distintos firmantes, buscando la seguridad del grupo, presentaron la declaración conjunta por escrito. 

Esta circunstancia cambió en octubre, cuando el representante de Reino Unido leyó, durante la Asamblea General de la ONU, una declaración paralela respaldada por una coalición similar de gobiernos. Aquella vacilación inicial, sin embargo, muestra la reticencia existente incluso entre los países más dispuestos a desafiar al gigante asiático. Estos reparos apuntalan la impunidad con que China se comporta en círculos internacionales, pese a lo evidente de sus abusos.  (...)

Cabría esperar que la Organización para la Cooperación Islámica (OCI), integrada por 57 países con mayorías musulmanas, acudiera en defensa de los perseguidos en Xinjiang, como hizo con los rohinyás diezmados por el ejército de Myanmar. No fue así: la OCI emitió un adulador panegírico en el que elogiaba a China por “atender a sus nacionales de religión musulmana”. Pakistán, miembro coordinador de la OCI y por ello responsable de denunciar los abusos a que se enfrentan los musulmanes de todo el mundo, defendió también la postura china. 

No obstante, Turquía y Albania –miembros de la OCI– han apoyado el llamamiento para que la ONU lleve a cabo una evaluación independiente. Catar, por su parte, retiró su firma de la declaración prochina. Alrededor de la mitad de los Estados miembros de la OCI se negaron a respaldar esta declaración y a encubrir las infracciones cometidas en Xinjiang, un primer paso –importante pero insuficiente– frente a la generalización de los abusos.

Los miembros de la OCI y otros Estados reacios a desafiar a Pekín participaron asimismo en las visitas a Xinjiang organizadas por el gobierno chino para acallar las críticas sobre la detención de ciudadanos musulmanes. La Gran Muralla de la desinformación permitió a las autoridades afirmar, por absurdo que parezca, que esa privación indiscriminada de libertad era un ejercicio de formación profesional. 

A continuación, permitieron que delegaciones de diplomáticos y periodistas visitaran a algunos de los ciudadanos que estaban “formándose”. Las escasas oportunidades para conversar con libertad desvirtuaban cualquier titular. Un grupo de reclusos fue obligado a cantar en inglés la canción infantil If you’re happy and you know it, clap your hands! (“Si eres feliz y lo sabes, ¡aplaude!”). El objetivo de estas visitas no era convencer, sino dar a los gobiernos una excusa para no criticar a Pekín. Eran un biombo tras el que esconder las vergüenzas, una coartada para la indiferencia.  (...)

La censura global

Además de prácticas de otro tiempo –como censurar el acceso a los medios de comunicación extranjeros, limitar la financiación foránea a asociaciones civiles activistas y denegar visados a personas de otros países–, Pekín ha sacado el máximo partido al afán de lucro de las empresas para extender su censura a lo largo y ancho del planeta. Un inquietante desfile de empresas se ha doblegado ante el gobierno en estos últimos años por sus supuestas ofensas o porque algún empleado ha criticado a China.

La aerolínea Cathay Pacific, con sede en Hong Kong, amenazó con despedir a sus empleados hongkoneses que apoyaran o participaran en las protestas prodemocráticas de 2019. El director ejecutivo de Volkswagen, Herbert Diess, declaró a la BBC que, pese a disponer de una planta allí desde 2012, “no estaba al corriente” de la existencia de campos de internamiento que albergan a miles de musulmanes en Xinjiang. 

La cadena de hoteles de lujo Marriott despidió al director de redes sociales por darle un “me gusta” a un tuit que elogiaba a la compañía por considerar Tíbet como un país, prometiendo que “errores como ese no volverían a ocurrir”. PwC, el gigante de la consultoría, desautorizó una declaración publicada en un periódico de Hong Kong, según la cual los empleados de las Big Four apoyaban las protestas prodemocráticas. Por otra parte, Hollywood censura cada vez más sus películas, como sucedió cuando eliminó digitalmente una bandera taiwanesa de la chaqueta de Tom Cruise en la recién estrenada secuela de Top Gun.

Esta lista es muy reveladora. En primer lugar, pone en evidencia cuán pequeños e insignificantes son los desaires que provocan la ira dentro de China. Aun impidiendo a la mayoría de la población saber qué se opina en el extranjero mediante la Gran Muralla digital, y aunque el PCCh dedique una enorme cantidad de recursos a la censura en redes sociales y difunda su propia propaganda en el país, sus líderes aún se irritan ante las críticas extranjeras.

 Teniendo en cuenta esa sensibilidad, las empresas interesadas en hacer negocios con China a menudo se guardan su opinión y la de sus empleados, aunque no exista un decreto de Pekín. La lista también indica que la censura china está convirtiéndose en una amenaza mundial. Ya es preocupante que las empresas acaten las restricciones de la censura cuando operan dentro de China, pero es peor que esta sea impuesta a sus empleados y clientes en todo el mundo. (...)

 Salvo que queramos volver a una época en que los seres humanos somos peones manipulados y desechados al antojo de sus gobernantes, es necesario luchar contra el ataque del gobierno chino al sistema internacional de derechos humanos. Ahora es el momento de pronunciarse, pues están en juego décadas de progreso."                    (Kenneth Roth, Estudios de Política Exterior, Abril/Marzo, 2020)

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