22/6/23

El 42% de los americanos y el 29% de los franceses se declaran negacionistas climáticos, e incluso un 18% y un 12% (¡seis millones de franceses!) creen que la Tierra es plana. No sé si hay cifras para España, pero conviene no tomar a risa estos datos... Con porcentajes como estos se pueden ganar unas elecciones y gobernar un país. Con porcentajes como estos se dibuja el declive de una civilización... El conspiracionismo me interesa más aquí como síntoma neurótico. En 1960, para describir la indiferencia de los franceses ante los crímenes coloniales en Argelia, Jean Paul Sartre diagnosticó tajante: “Francia no es un país, es una neurosis”. El mundo entero es hoy, diría, una neurosis narcisista de clase media (los más pobres, como decía Chesterton, no se pueden permitir ni el optimismo ni el desánimo)... Esta pulsión de muerte suele ser la respuesta pendular a la pérdida de control sobre el propio entorno, a la impotencia y a la sensación de derrota; los conspiracionistas, en efecto, prefieren un mundo gobernado por una Mano Negra que un mundo ingobernable. Incluso los negacionistas climáticos no buscan protegerse del miedo mediante un engaño confortable: encuentran satisfacción, más bien, en la idea de que se les está engañando. ¿Y por qué le puede apetecer a alguien que la Tierra sea plana? Porque eso colma, precisamente, el deseo neurótico de que el poder nos mienta... Esta neurosis históricamente hispana y hoy universal se acompaña de tres deseos subjetivos: el deseo de ser apaleado, el deseo de que nos gobierne el Mal y el deseo de distinción. Queremos ser víctimas de alguien; queremos el apocalipsis now; queremos formar parte de la contra-élite que conoce la fecha y la hora de la perdición

 "Según una encuesta realizada en enero de este año por el IFOP, el 55% de los estadounidenses y el 35% de los franceses creen en al menos una teoría de la conspiración, tendencia al alza entre los más jóvenes y los más conservadores. Por ejemplo: el 42% de los estadounidenses y el 33% de los franceses están convencidos de que el Gobierno de EE UU conocía de antemano, y no impidió, el atentado terrorista contra los Torres Gemelas; el 41% y el 23%, respectivamente, aseguran que el Apolo nunca llegó a la luna en 1969; el 41% y el 31% creen que Biden desencadenó la invasión de Ucrania para ocultar los negocios de su hijo y el 27% y el 20% que las matanzas de Bucha fueron una “puesta en escena” de los ucranios; un 40% de los estadounidenses y un 26% de los franceses cuestionan el triunfo electoral de Biden y estiman que el asalto al Capitolio fue amañado para desacreditar a los partidarios de Trump; el 42% y el 29% se declaran negacionistas climáticos e incluso un 18% y un 12% (¡seis millones de franceses!) creen que la Tierra es plana. No sé si hay cifras para España, pero conviene no tomar a risa estos datos. Con porcentajes como estos se pueden ganar unas elecciones y gobernar un país. Con porcentajes como estos se dibuja el declive de una civilización.

No voy a explorar las razones sociológicas de esta tendencia universal. El conspiracionismo me interesa más aquí como síntoma neurótico. En 1960, para describir la indiferencia de los franceses ante los crímenes coloniales en Argelia, Jean Paul Sartre diagnosticó tajante: “Francia no es un país, es una neurosis”. El mundo entero es hoy, diría, una neurosis narcisista de clase media (los más pobres, como decía Chesterton, no se pueden permitir ni el optimismo ni el desánimo). Las épocas de peligro se reconocen por esto: la gente que antes era indiferente ante el Mal pasa a desearlo con todas sus fuerzas: “que se imponga de una vez, aunque me cueste la vida”. Esta pulsión de muerte suele ser la respuesta pendular a la pérdida de control sobre el propio entorno, a la impotencia y a la sensación de derrota; los conspiracionistas, en efecto, prefieren un mundo gobernado por una Mano Negra que un mundo ingobernable. Incluso los negacionistas climáticos no buscan protegerse del miedo mediante un engaño confortable: encuentran satisfacción, más bien, en la idea de que se les está engañando. ¿Y por qué le puede apetecer a alguien que la Tierra sea plana? Porque eso colma, precisamente, el deseo neurótico de que el poder nos mienta.

Podemos decir que se trata de la típica neurosis narcisista del perdedor: si no puedo ganar, entonces quiero perderlo todo. Se trata de una neurosis, por cierto, muy española; o lo ha sido y quizás vuelve a serlo. Pensemos, por ejemplo, en el fútbol como receptor transversal de nostalgia imperial y fragilidad nacional en un país mal construido que solo ha sabido pensarse a sí mismo como conquistador o como paria; como Imperio sin puestas de sol o como periferia cutre de Europa. Esta neurosis decimonónica, prolongada durante el franquismo y superada en las últimas décadas, encontró su último refugio en los campos de fútbol. Opera así: si la selección gana el primer partido del Mundial, entonces España es el mejor equipo del mundo; si pierde el segundo, entonces es el peor y queremos que sea derrotada una y otra vez, para darnos la razón, de la manera más humillante. “Si no ganas, quiero que pierdas por goleada”. Hasta el gol de Iniesta en 2010, todos los españoles —y no solo los independentistas catalanes y vascos— deseaban profundamente la derrota de la selección. Cuando no son los judíos y los masones (o la embajada estadounidense), es el Destino el que conspira contra los españoles.

Esta neurosis históricamente hispana y hoy universal se acompaña de tres deseos subjetivos: el deseo de ser apaleado, el deseo de que nos gobierne el Mal y el deseo de distinción. Queremos ser víctimas de alguien; queremos el apocalipsis now; queremos formar parte de la contra-élite que conoce la fecha y la hora de la perdición.

Esta neurosis, ¿es de derechas o de izquierdas? De ambas. Pero con una diferencia. La derecha, que suele ganar, no sabe ganar: cuando gana —heredera de una tradición nefasta— nunca perdona al vencido. La izquierda, por su parte, se quiere perdedora y, por lo tanto, no sabe perder: cuando pierde, tiende a destruirse a sí misma. Hay una izquierda superoptimista, en efecto, que apuesta por el “cuanto peor mejor”; una izquierda teológica que quiere que el Mal sea uno y no múltiple y que desea reducir toda contingencia a una Voluntad omnipotente que al menos nos reconocería como enemigos y cuya victoria anhelamos como evidencia irrefutable de nuestra superioridad cognitiva y moral.

Más allá de los cálculos y las estrategias, creo que esta neurosis narcisista, muy reaccionaria, opera hoy activamente en el inconsciente de Podemos. Derrotados, quieren ser apaleados en la plaza pública, como víctimas agresivas de una traición general: su proyecto es ser odiados y se las arreglan para que todo el mundo los odie. Derrotados, quieren que gobierne el Mal, para resistir heroicamente al determinismo y la brutalidad metafísicas. Derrotados, quieren al menos tener razón, para así distinguirse del resto de los españoles, que se dejan engañar con mansedumbre o ceden por felonía. Da mucho miedo que Podemos traslade esta neurosis narcisista de derrota necrófila al interior de Sumar. Ya lo ha hecho. Lo ha hecho durante unas negociaciones lastradas de bulos, filtraciones y presiones subsidiarias; y ha seguido haciéndolo después, atacando sin escrúpulos a sus compañeros de Unidad, como si su único proyecto político fuera el de extender el morbo a la totalidad de la izquierda y con independencia del precio a pagar: aunque con ello —digo— se facilite una victoria ultraderechista que confirmaría (máxima felicidad neurótica) las tesis conspiracionistas en torno a los medios de comunicación, la “izquierda cuqui” y las cloacas del Estado. En las negociaciones, Podemos se ha movido entre el interés pragmático de una máquina partidista amenazada de muerte y necesitada de escaños y el placer neurótico del apocalipsis colectivo. Ojalá el interés más bajo hubiese contenido en este caso el deseo más alto de destrucción. Ojalá todavía lo contenga. Porque Podemos puede hacer aún mucho daño a un proyecto al que se unió voluntariamente con el propósito de sobrevivir. No tengo muchas esperanzas. Entre la supervivencia y la destrucción, el neurótico —ay— elige siempre la destrucción.

¿Hay alguna curación para esta neurosis general, tan española y tan universal? Cambiar el deseo. Ahora bien, el problema es que el deseo no lo puede cambiar la voluntad: solo se puede cambiar en el mundo y desde el mundo. Hace falta una pequeña victoria que sustituya el narcisismo entrópico por la autoestima compartida. Por desgracia, la neurosis misma —pues es deseo de derrota— hace difícil cualquier victoria; y hace difícil (como han demostrado los años de la nueva política) gestionarlas bien —las victorias. Sumar es imprescindible, pero si quiere sumar tiene que ser ante todo un proyecto de salud mental.

El 23-J nos jugamos mucho, porque las derechas globales son hoy muy “españolas” y la española aún más. No estamos ante un cambio de ciclo sino ante un cambio de mundo. Las teorías conspiratorias, lo hemos dicho, son fundamentalmente reaccionarias: los judíos, los masones y los comunistas (y los inmigrantes y los maricones) nos están robando España. Una victoria de la derecha será una victoria imperial: somos los mejores y ganamos por goleada; y no tendremos piedad con los vencidos. No olvidemos a la hora de votar que las neurosis narcisistas, las de derechas y las de izquierdas, hoy campantes en la política global, son causa y efecto de la renuncia a la política y del fracaso de la democracia."

(Santiago Alba Rico es escritor y filósofo. El País, 16/06/23)

No hay comentarios: