"Doy por supuesto que la conciencia es un rasgo humano lo bastante
generalizado para considerarse característico, que no se origina en la
cultura aunque inevitablemente sea modificada por ésta.
La culpa y la
vergüenza, y el temor ante la idea de sufrirlas, están claramente
asociadas a la conciencia, que les concede legitimidad y a la que ellas
fortalecen. A la inversa, la creencia de que los actos de cada uno están
respaldados por la conciencia puede inspirar una disposición a oponerse
a las costumbres o consensos en cuestiones que, de otro modo, serían
consideradas erróneas o vergonzosas, por ejemplo, a rebelarse contra el
orden existente. (...)
Más allá de la facultad para evaluar los propios actos y
motivos según un modelo que parece, al menos, estar aparte del impulso
momentáneo o del egoísmo a más largo plazo y cuestionar a uno mismo, la
conciencia es notablemente quimérica. Un asesinato honorable en una
cultura es un crimen especialmente perverso en otra.
Sabemos de casos de
condenas a encarcelamiento y trabajos forzosos de madres solteras, o de
mujeres jóvenes a las que se consideraba proclives a descarriarse, por
leyes que estuvieron vigentes hasta hace pocas décadas en un país
occidental, Irlanda, pese a las numerosas violaciones de los derechos
humanos que implicaba. Uno esperaría que esos casos hubieran acabado en
siglos anteriores si las conciencias se hubieran sentido concernidas.
Los
americanos acaban de descubrir que hemos encarcelado a una amplia
porción de nuestra población con causas leves, estigmatizándola en el
mejor de los casos y privándola de la posibilidad de un vida normal y fructífera.
La conciencia puede tardar en despertarse, incluso ante abusos que son
manifiestamente contrarios a los valores declarados, por ejemplo la
libertad y la búsqueda de la felicidad. Y si la conciencia se siente
cómoda con cosas así, si la racionalidad las respalda, ¿posee todavía
alguna autoridad que justifique su expresión, dado que la aceptación
tiene tanto de acto de conciencia como la resistencia?
Después de todo,
en este país, en el que la libertad significa la existencia de un
consenso que permite las acciones y políticas de gobierno –a no ser que
se recurra a manifestaciones, retiradas de propuestas, destituciones,
acciones legales, o rechazo de los votantes–, por lo general aceptamos
cosas que puede que no aprobemos. La conciencia nos obliga –cada vez a
menos de nosotros, según parece– a respetar las consecuencias de las
elecciones, sin lo cual la democracia ya no sería posible. No siempre es
fácil diferenciar una conciencia adormecida de otra que sopesa
seriamente las consecuencias.
Quienes creen que un
capitalismo sin restricciones dará lugar al mejor de los mundos posibles
pueden lamentar sinceramente las perturbaciones que implica, las
pérdidas no compensadas que se sufrirán como consecuencia del capital
que se retira de un lugar para invertirlo en otro, únicamente en interés
de su propio crecimiento. Pero ¿cómo puede intervenirse en lo
inevitable? ¡Los análisis de coste beneficio han eliminado las ciencias
humanas! ¡Lo explican todo! Dependiendo, por descontado, de las
definiciones muy particulares que se les dé a ambos términos, costo y
beneficio.
Nunca he visto un cálculo de la riqueza
perdida cuando una ciudad se arruina, ni tampoco de lo que se pierde
cuando la mano de obra se queda parada, frente a la riqueza creada como
consecuencia de esa generación de pobreza. ¿Cuál es el coste para los
chinos, a los que nunca se pregunta si los beneficios del trabajo fabril
importan más que la pérdida de aire limpio, agua potable y la salud de
sus hijos? El hecho de que una pérdida sea incalculable no es
ciertamente un argumento para no tenerla en cuenta.
El empobrecimiento
de poblaciones por el egoísmo financiero convierte en un chiste la
libertad personal. Pese a todo, aceptamos la legitimidad de la teoría
económica que hace caso omiso de nuestros valores declarados. Es decir,
la conciencia pública no se conmueve ante los desahucios y el
empobrecimiento a gran escala porque está anestesiada por una teoría más
que dudosa, y por el hecho de que el poder real, que no es político ni
legal ni propenso a prestar atención a la política ni a las leyes más
que como intrusiones ilegítimas en sus ilimitadas prerrogativas, ha
escapado al control público a medida que éste cae cada vez más en su
dominio.
La libertad y la soberanía de la conciencia
individual son ideas que emergieron juntas y se influyeron mutuamente en
sentidos importantes en la cultura americana de los primeros tiempos y
en los movimientos precursores en Inglaterra y Europa. El gran conflicto
de la Edad Media, dejando a un lado los aventurerismos monárquicos, la
agitación de los nobles y demás, se libró entre los movimientos
religiosos disidentes y la Iglesia establecida. La cuestión en disputa
era si la gente tenía derecho o no a sus propias creencias."
(Marilynne Robinson es escritora y ensayista, autora, entre otros libros, de la novela ‘Gilead', con la que ganó el premio Pulitzer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario