27/7/20

Un género que confunde, divide y atrasa

"No hace mucho señalábamos en un artículo las tergiversaciones y abusos de que viene siendo objeto el concepto y el término “género” en las últimas décadas. En él esbozábamos algunas de las consecuencias nocivas que trajo consigo, especialmente para un feminismo revolucionario, que hoy no es hegemónico pero no por ello deja de ser parte de la historia de lucha de las mujeres de clase trabajadora, por derecho propio. Otras consecuencias las exploramos en otro artículo más reciente sobre la teoría queer.

En esta ocasión seguimos abundando sobre esas consecuencias, porque parece que va siendo más necesario que nunca aclarar conceptos y ver a quiénes y a qué beneficia una confusión que va creciendo como bola de nieve: la de sexo y género.

No está de más remarcar que el concepto de género lo adoptó la teoría feminista para designar el conjunto de comportamientos diferenciados - y jerarquizados - que se imponen a los individuos desde que nacen en función de su sexo, haciendo creer a unos y otras que dichos comportamientos los dicta la propia naturaleza.

Por supuesto, numerosos estudios antropológicos demuestran que estos que llamamos estereotipos, patrones o modelos de género (plasmados, en nuestro contexto cultural, en lo masculino y lo femenino) no tienen nada que ver con la naturaleza; son un fenómeno histórico -por tanto, socialmente determinado-, cuyo fin es mantener la discriminación y sometimiento de las mujeres, y de los que hallamos excelentes ejemplares en la literatura eclesiástica y moralista desde la Edad Media hasta hoy.1

Estos estereotipos de género tienen continuidad sobre todo en las ideologías de ultraderecha (aunque también, como veremos, en el progresismo posmoderno). Hace poco dijo un alevín de Vox en un discurso: “El feminismo es malo, porque hace a las mujeres arrogantes, maleducadas, desconsideradas, agresivas y las afea”. Es decir, el feminismo es malo porque supuestamente nos convierte a las mujeres en todo lo contrario de lo que “debemos” ser de acuerdo al catecismo de género que llevamos siglos soportando: humildes, obedientes, deferentes, pasivas y bellas (según ese canon de belleza que atrae al ojo masculino).

Toda una serie de valores estéticos y éticos representados como opuestos -actividad/pasividad, imposición/sumisión, razón/sensibilidad, fortaleza/debilidad, etc.- se nos inculcan durante la infancia en función de nuestro sexo. Las que vivimos esta tierna etapa bajo la dictadura franquista, estábamos acostumbradas a escuchar: “Niña, no des patadas al balón, que pareces un chicazo”, “Niño, no llores, que los hombres no lloran” y sentencias por el estilo. Los niños habían de aprender a ser “masculinos” y las niñas a ser “femeninas”.2

Cualquier desviación de esa “norma de género” era corregida con mayor o menor severidad por la sociedad adulta. La persistencia en la desviación tenía sanción. Si la niña se empeñaba en vestir pantalones, jugar a los trenes (además de a las muñecas, como era mi caso) o preferir ir a clase de judo que a ballet, se la tildaba de “marimacho”; y si al niño no le gustaba el fútbol y prefería integrarse en los juegos de las niñas le caía el estigma de “mariquita”. Si la masculinidad y la feminidad fuesen factores innatos -engranados de algún modo en nuestros cromosomas XX/XY- todas y todos nos adaptaríamos perfectamente a esos patrones y no haría falta tanto control social.

Por tanto, lo primero que debemos tener en cuenta es que las categorías sexo y género, aunque relacionadas, no son equivalentes: la primera remite a un hecho bio-anatómico (ser varón o mujer), la segunda a un hecho socio-cultural. Sostener que el sexo es un hecho biológico no es incurrir en “biologismo”, como afirman algunos, (3) sino constatar una realidad. El biologismo consiste en interpretar un fenómeno social como derivado de la biología. Por ejemplo, explicar la pobreza como resultado de una supuesta inferior inteligencia y capacidad con la que nacen los pobres es biologismo, como lo es explicar la discriminación de las mujeres como derivada de su “naturaleza más débil”.

La influencia que ejercieron y ejercen los estudios de las universidades anglosajonas en nuestros países latinos -junto a las malas traducciones que por desgracia abundan- contribuyó a la confusión de sexo y género. En lugares como Estados Unidos, sexo (sex) se usa casi exclusivamente en su acepción de relaciones sexuales, de modo que cuando se refieren al sexo biológico (varón/mujer) dicen gender (género), como especie de eufemismo mogijato. La asimilación errónea del sexo al género llegó en parte por estas traducciones literales, que se filtraron no sólo en la literatura académica sino también en la periodística, lo que contribuyó a popularizarlas.

En el artículo citado al principio, ya señalábamos cómo el abuso del término género acabó convirtiéndolo en sustituto de sexo, de feminismo e incluso de mujeres (todo lo relativo a nosotras se etiquetó como “género”). Las que llamo “industrias del género” no hicieron sino vaciar al concepto de su contenido original y generar la confusión -intencionada en muchos casos- que preside en la actualidad. Al mismo tiempo, los partidos social-liberales o progresistas, para intentar diferenciarse en algo de los conservadores, se montaban al carro de las identidades -de género, etnia, religión, orientación sexual... todas menos la de clase-, con sus leyes de no discriminación e “inclusividad”. Esta “política de las identidades” (como se las denomina en el mundo anglosajón), no ha impedido, sin embargo, que la desigualdad social haya seguido creciendo vertiginosamente en las últimas décadas a nivel global.

Con la teoría queer, otro desarrollo del posmodernismo, que, en nuestra modesta opinión, no es una teoría feminista, se implantó la hipótesis de que el sexo biológico es, como el género, algo construido socialmente (por tanto, cambiable a voluntad). Pero con esta “culturización” del sexo se le puso la alfombra roja a la “naturalización” del género, hasta el punto que, por ejemplo, en la ley “contra la discriminación por orientación sexual, identidad o expresión de género y características sexuales, presentada por Unidas Podemos en 2017, se llega a caer en el absurdo de decir que “el género es una categoría humana”. Con esta premisa, en la que queda implícito que los géneros son algo consustancial a las personas, se puede dar fundamento jurídico a denuncias como la realizada recientemente por una madre a una maestra porque puso a su niño un babi rosa en el comedor, en lo que considera una humillación de su “hombría”.

Estas posturas esencialistas del género -en las que incluso cae esa izquierda posmoderna chupiguay- nos retrotraen a esos tiempos pasados que nos esforzábamos por superar, sólo que ahora, en vez de corregir el comportamiento de niños y jóvenes, lo que se pretende es corregir su sexo. Según las corrientes queer, si a un niño le gustan las muñecas es porque da señales de que su sexo está erróneamente asignado y, por tanto, hay que "reasignarlo". Y, al contrario, si a una niña le gusta jugar al fútbol o vestir como un chico, es porque, en realidad, estamos ante un varón. En vez de cuestionar que haya ropa, juguetes y otros símbolos sexistas, lo que se hace es reforzarlos, justo lo que desde el feminismo siempre se ha combatido.

Antes de que se inventase la categoría género, la teoría feminista tuvo claro que la mujer no nace, sino que se hace (lo mismo aplica al varón). Es decir, que los papeles sociales que se nos asignan en función de nuestro sexo y las relaciones de subordinación-dominación que ellos implican tienen mucho que ver con la histórica opresión de las mujeres -de mayor o menor intensidad y carácter dependiendo de la clase social a la que se pertenezca-; y, por tanto, un paso importante hacia la liberación es acabar con dichos modelos de género: que las personas, sean del sexo que sean, desarrollen sus capacidades, gustos, inclinaciones, formas de vestir y comportarse libremente.

El sexo sólo se convierte en un dato socialmente relevante porque existen los modelos de género, que son una forma de estratificación social, como lo son la raza o la orientación sexual, que atraviesan y refuerzan las divisiones de clase.

Como expresó claramente Marina Pibernat en un reciente artículo, “reconocer que se puede nacer con un sexo, pero que realmente se es de otro a juzgar por el comportamiento, es reconocer que hay una una feminidad y una masculinidad innatas”, lo cual -añadimos- no sólo es anti-feminista, sino también profundamente reaccionario.

El feminismo de tradición socialista -ese que se ha querido arrinconar durante estas décadas de reacción posmoderna- surgió como una teoría social que, a través de la emancipación de las mujeres, aspira a la emancipación de toda la sociedad de la esclavitud del trabajo asalariado y la explotación capitalista. Por el contrario, el posmodernismo y su hija, la teoría queer, que posee una influencia innegable en los movimientos trans, es una teoría del individualismo que se adapta perfectamente a los valores de la sociedad capitalista.

Quede claro que hablamos de teorías, no de personas. En el feminismo siempre tuvieron cabida homosexuales y transexuales -que se consideraban feministas, ya que no todos/as lo son-, y siempre se condenaron las agresiones machistas de las que son objeto, por desgracia, con bastante frecuencia. En mi larga experiencia nunca fui testigo de confrontaciones e incluso de las agresiones que hoy se quieren fomentar entre mujeres feministas y transexuales. Nadie que tenga por objetivo superar las opresiones y la explotación debe entrar en este juego, que sólo tiene como fin crear más divisiones sociales.

Al capitalismo no le molesta que se dicten leyes de “igualdad de género” o de “reasignación de género” o de “no discriminación por razón de raza, orientación sexual, etc.”, porque estas no desafían ni ponen en cuestión la estructura de clases, que es la que sostiene la opresión y la explotación. Y porque ya seamos mujeres, hombres, transexuales, heterosexuales, homosexuales, negros o blancos, si dependemos de un salario que apenas nos permite subsistir, ninguna de esas normas de no discriminación, inclusión o igualdad tendrán efectos prácticos en nuestras vidas, a igual que no los tienen las leyes que nos dicen que tenemos derecho al trabajo, a una vivienda digna, a la sanidad, etc.

A la sociedad capitalista le conviene crear divisiones en la base social, cuantas más mejor. La prueba es que los medios de comunicación (o más bien de manipulación) del establishment están potenciando la ideología queer, empeñada en enfrentar a las personas transexuales (en inglés, transgender) con las mujeres en general y con las feministas en particular.

En Reino Unido, Canadá y Estados Unidos, es decir, en los países del centro capitalista, se están alcanzando unos niveles tales de fomento de micro-indentidades enfrentadas (porque ahora también se da carta de naturaleza a las trans-edad y las trans-raciales) que han dado pie a la creación de un tribunal de la Inquisición que criminaliza -y no sólo simbólicamente- a quienes cuestionen o critiquen abiertamente estos planteamientos. Una nueva forma de control social, mucho más represiva de lo conocido hasta ahora, sobre la que volveremos en breve." (Tita Barahona, Canarias Semanal, 20/01/20)

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