"Tras la capitulación de Syriza en
Grecia, las concesiones de Podemos en España y la derrota del Partido
Laborista de Jeremy Corbyn en diciembre de 2019, parece que ha crecido
el escepticismo en los círculos de izquierdas sobre la viabilidad del
populismo como estrategia política.
Algunas discusiones similares ya
habían sido planteadas en relación con los países latinoamericanos,
especialmente cuando administraciones de derechas reemplazaron a los
gobiernos populistas de izquierdas asociados a la “Marea Rosa” de los
años 2000.
Este escepticismo viene habitualmente
acompañado por el argumento de que el momento populista de la izquierda
ha llegado a su fin. Incluso muchos de los que en su momento vieron con
simpatía la estrategia populista de izquierdas ahora dudan de su
efectividad y en ocasiones abogan en su lugar por un retorno al purismo
de una estrategia centrada en la clase. Recientemente Jacobin dedicó un número completo al populismo de izquierdas, en el cual se discutía el “efímero y cruel… experimento del populismo de izquierdas en Europa [que] está en un punto muerto”. La versión italiana de dicho número de Jacobin llevaba por título “Donde terminó el populismo”.
Sin ignorar las limitaciones del
populismo, nos gustaría examinar la afirmación de que ha fracasado.
Declaraciones de este tipo en ocasiones revelan una lógica lineal y
determinista y parecen ignorar la fluidez y contingencia de lo político y
los ciclos continuamente reactivados de antagonismo político.
Consideremos por ejemplo Argentina, donde la izquierda populista volvió
al poder en 2019 después de un receso de cuatro años, o Latinoamérica en
términos generales, un continente que parece estar experimentando otro
‘momento populista’. Sostenemos que estos ciclos de declive y
reactivación están incorporados en la contienda política misma y que
requieren una perspectiva más abierta.
¿Está el populismo en retroceso?
La conexión entre el populismo y la
izquierda no es nueva, pero el populismo de izquierdas reemergió
recientemente a la luz del agotamiento social, el descontento y el
desencanto político en los años posteriores al colapso financiero de
2008. Efectivamente, los movimientos de las plazas en España y Grecia y
el movimiento Occupy en Estados Unidos marcaron un giro en las
políticas de la última década. Mientras que en el discurso europeo de
los expertos ‘populismo’ se asocia convencionalmente a políticas
retrógradas, nacionalismo y demagogia, estos movimientos plantearon
demandas a favor de la democracia, la igualdad, la dignidad y la
justicia económica. Esto desafío al mainstream y
dejó a los expertos desconcertados.
En cierto sentido, al trasladar el
legado del movimiento alterglobalizador a la arena electoral estos
movimientos abrieron discusiones sobre la reorganización y reorientación
de la estrategia de la izquierda; básicamente pusieron de vuelta en el
escenario principal del debate el partido y la cuestión de cómo
gobernar.
En los años posteriores surgieron
numerosos experimentos que buscaban formas de salir de la parálisis
crónica de la izquierda (un punto muerto sobradamente ilustrado por los
eventos de 1989 y de 1968). Algunos abordaron cuestiones de
participación y se centraron en formas digitales de organización,
comunicación y democracia. Mientras que muchos favorecieron una
estructura de orientación movimientista, otros fueron partidarios de
organizaciones más jerárquicas o de una mezcla entre ambas.
Algunos
apostaron por un mayor radicalismo en cuanto a su discurso de izquierdas
y otros por menos. Básicamente fue una colección polimórfica de
experimentos políticos que a menudo compartían poco en términos de su
arquitectura interna y el cuadro es incluso más diverso si incluimos a
Latinoamérica. De forma importante, su lógica de articulación y su
simbolismo empleaban una nueva gramática política que priorizaba la
centralidad del pueblo y un profundo antielitismo, seguidos
secundariamente por rasgos izquierdistas de clase más tradicionales.
Pero no todo salió según lo previsto.
En España Podemos puede ser considerado como un caso paradigmático de
populismo de izquierdas que buscó “restaurar la soberanía popular” a
través de una “toma del Estado”. Tras peleas amargas en el interior de
su liderazgo y varios intentos de formar coaliciones con fuerzas que
previamente consideraba del establishment – entrelazado con el
auge de competidores populistas de derechas- Podemos perdió mucha de su
credibilidad. Su compromiso institucional fue acompañado por retrocesos
fundamentales y su momemtum
electoral se desvaneció. En cualquier caso, Podemos ha alcanzado
recientemente un acuerdo con el PSOE socialdemócrata para formar un
gobierno con una agenda de política social.
De manera similar, la popularidad de
Jean-Luc Mélenchon también se ha esfumado en Francia. La Francia
Insumisa acumuló apoyo popular, convirtiéndose en la fuerza principal de
la izquierda francesa, pero los mensajes contradictorios, las posturas
ambiguas (por ejemplo sobre Europa) y el carácter frecuentemente
errático de su líder hicieron incomprensible su propuesta política. Todo
esto hizo que se truncase la dinámica ascendente de la Francia Insumisa
tras su apogeo en las elecciones presidenciales de 2017.
El ejemplo más prometedor de
populismo de izquierdas radical fue Syriza en Grecia. La historia es
ampliamente conocida. Syriza surgió del ciclo post-2008 de renacientes
movilizaciones populares para reclamar el poder estatal y revertir las
políticas neoliberales. La apuesta era elevada, como lo eran las
promesas hechas por Alexis Tsipras y las esperanzas que la gente colocó
sobre él. Aún así, ya en los primeros meses de su administración, sin
margen de maniobra en sus negociaciones con los acreedores
internacionales, Syriza firmó un duro acuerdo de austeridad. Pronto la
historia de Syriza fue descrita con etiquetas diferentes que señalaban
el gusto amargo que dejó para la izquierda griega e internacional:
“capitulación”, “el caso griego”, “el fracaso de Syriza” o incluso “la
traición”. Las elecciones griegas de julio de 2019 vieron a la derecha recuperar el poder. Nos enfrentamos a un retorno del establishment.
En cualquier caso, es importante señalar que el porcentaje que Syriza
consiguió (y que la llevó a la oposición) no fue muy diferente de aquel
que primero la había llevado al poder.
Sin ignorar ciertos ámbitos políticos
en los que Syriza intentó salvaguardar y expandir modestamente los
últimos bastiones de derechos sociales para los más marginados, el
partido claramente fracasó a la hora de cumplir su promesa clave.
Después de todo, se había construido a sí mismo en torno a demandas
económicas para la restauración de las condiciones previas de los
sectores populares y, de forma más importante, la cancelación de la
deuda griega y la reversión de las medidas de austeridad. Este es
obviamente el foco de las críticas que Syriza y, por extensión, la
“estrategia populista de izquierdas” recibieron. Aún así, la cuestión es
si el populismo de Syriza fue la razón específica de su fracaso.
Una
cuestión similar puede ser planteada también en relación con Podemos y
Corbyn. Parece que la suposición anterior está basada en la hipótesis de
que “más política de clase y menos populismo podría ser la fórmula
adecuada para la izquierda”. No es un secreto que la última ola de
resurgimiento (electoral) del populismo de izquierdas no ha producido
los resultados deseados. Pero, ¿puede el fracaso de Syriza simbolizar el
fracaso de las estrategias populistas en general? Nuestro argumento
central es que necesitamos distinguir- al menos analíticamente- entre estrategia populista y contenido ideológico.
Clarificaciones sobre el populismo de izquierdas
Un análisis de este tipo acaba
naturalmente derivando hacia definiciones del populismo que compiten
entre sí. Pero no nos quedemos atascados en estos debates académicos,
que son a menudo reduccionistas. Lo que nos gustaría destacar es la
dimensión estratégica del populismo. La estrategia populista construye
performativamente un sujeto popular colectivo potente: una mayoría
democrática construida durante el proceso de la acción política, más que
postulada a posteriori. Este proceso incorpora diversas luchas y
demandas en el nombre del ‘pueblo’ que va a ser construido antes que en
el “pueblo” que ya está dado. Dicha estrategia no garantiza el éxito,
por supuesto; no es una panacea y otros factores contingentes son
importantes a la hora de dar forma a su trayectoria, especialmente una
vez que se entra en el gobierno.
En sociedades marcadas por múltiples
divisiones, desigualdades y polarizaciones, el populismo indica así una
práctica discursiva que busca crear vínculos entre los excluidos y
dominados para empoderarlos en sus luchas por reparar esta exclusión.
Estos discursos están articulados en torno al ‘pueblo’ como sujeto
político central que exige su incorporación a la comunidad política,
restaurando así la dignidad y la igualdad y honrando el compromiso con
la ‘soberanía popular’.
Así, la centralidad del “pueblo” es
el primer criterio para la identificación discursiva del populismo. Al
mismo tiempo, esta agencia populista que construye un pueblo
políticamente fuerte desde actividades y movimientos heterogéneos hace
uso de una representación antagonista dicotómica del campo
sociopolítico, que se divide entre “nosotros” y “ellos”, el “pueblo” y
el “establishment”, el “99%” y el “1%”. Por tanto, el “antielitismo”
constituye el segundo criterio para una identificación rigurosa del
populismo.
Y eso es todo, ni más ni menos
Esta estrategia puede ser efectiva y
lo ha sido en muchos ejemplos históricos. Pero no ofrece ninguna
garantía de éxito por las políticas particulares promovidas, ni
desequilibra la balanza del antagonismo político para siempre. De
hecho, deberíamos alejar nuestro foco de cualquier asunción
esencialista sobre el populismo y en su lugar centrarnos en su operación
estratégica. Al deconstruir la crítica de izquierdas (centrada en la
clase) al populismo, identificamos dos corrientes que estructuran la
asunción de que el populismo fracasa necesariamente. En primer lugar, en
estas perspectivas el populismo
fracasa porque es necesariamente reformista. Su rechazo a entrar en
conflicto con el capitalismo revelará en última instancia sus límites.
Según estas descripciones esto es lo que sintetiza la experiencia
europea más reciente del populismo de izquierdas. Pero uno se pregunta
con qué otra opción (presuntamente exitosa) se compara esta estrategia.
En segundo lugar, la crítica de
izquierdas al populismo sugiere que el momento populista para la
izquierda necesariamente ha terminado. Esta asunción nos parece
problemática en tanto que adscribe una esencia esencia teleológica al
populismo y a la historia en general. Pero es importante centrarse en la
dinámica performativa del populismo, que está presente en su función
movilizadora, antes que en alguna esencia programática imaginada
vinculada con resultados específicos. Aproximémonos a estos asuntos uno
por uno.
Es cierto que los populistas de
izquierdas en Europa no han tenido éxito a la hora de cumplir la mayor
parte de sus promesas anti-neoliberales. También es cierto que
experimentaron profundas transformaciones debido a su
institucionalización. Nosotros sostenemos que los responsables de este
resultado no son los factores populistas, sino los izquierdistas.
El populismo (de izquierdas) no
implica necesariamente un tipo de política reformista. Es más bien uno
de los modos con los que un paquete programático izquierdista (sin
importar su grado de radicalismo) puede desarrollar su capacidad de
formar coaliciones, articular demandas y movilizar partidarios para
construir una identidad colectiva y adquirir una forma capaz de socavar
el status quo
dentro de los sistemas representativos. En este sentido, todos los
proyectos comunistas, socialistas, socialdemócratas y de izquierda
radical pueden ser populistas también. Un programa de izquierdas que,
digamos, presione por la redistribución, un sistema de salud gratuito o
educación gratuita puede enmarcar estas demandas de un modo populista,
es decir, buscando recuperar la soberanía popular (ni nacional ni de
clase).
Las limitaciones de Syriza, por
ejemplo, no estaban enraizadas en el hecho de que el partido siguió una
estrategia populista. Resultaron más bien de su abandono gradual del
compromiso para llevar a cabo una ruptura clara con el neoliberalismo.
De hecho, sin una estrategia movilizadora populista, Syriza y Podemos no
habrían alcanzado en primer lugar una posición desde la que cumplir o
traicionar sus compromisos políticos, y tampoco Bernie Sanders hubiese
sido capaz de popularizar su agenda socialdemócrata en los Estados
Unidos. Para empezar nadie hubiese oído hablar de ellos.
El segundo problema derivado de la
crítica purista de izquierdas sugiere que el momento populista se ha
acabado para la izquierda. Es cierto, la fotografía en 2020 difiere
enormemente del ciclo proto-populista de protestas de 2010-2012 y del
subsiguiente auge de los partidos populistas. Si nos fijamos en sus
destinos electorales parece que están a la defensiva y lo que observamos
en su lugar es el renacimiento de una derecha “populista” retrógrada.
En cierto sentido, la oportunidad política asociada a ese momento
específico quizás pueda pertenecer al pasado. Uno no debe olvidar, sin
embargo, que así como la ola política surgió “de la nada”,
inesperadamente, y se convirtió en la esperanza de millones de personas –
canalizando la frustración generalizada hacia un proyecto electoral-,
puede volver a surgir de nuevo. Esto es precisamente lo que ha sucedido
en Argentina. Pero no ocurre por arte de magia.
¿Antipopulismo de izquierdas?
El dilema artificial que prioriza la
“clase” sobre la política “populista” (y por extensión popular) en
ocasiones adopta una forma antipopulista. El antipopulismo contemporáneo
se volvió evidente en los años posteriores a 2008, bajo un ropaje
renovado, como una denuncia de los movimientos de las plazas que pedían
“soberanía popular” y “democracia real” y alcanzó su apogeo durante el
referéndum del Brexit y la elección de Donald Trump. Durante estos años,
todos y todo los que no gustaba era encuadrado como populista.
El antipopulismo habitualmente
proviene de una perspectiva liberal o de extremo centro, pero
recientemente hemos identificado corrientes de izquierdas dentro de este
repertorio discursivo (véase por ejemplo a algunos comunistas ortodoxos
para quienes “el pueblo” carece históricamente de conciencia para
liderar la lucha política y a izquierdistas cosmopolitas de clase urbana
para quienes “el pueblo” parece demasiado vulgar en cuestiones de
gusto). Aunque liberales e izquierdistas tienen diferencias ideológicas
fundamentales, su antipopulismo comparte en ocasiones una lógica muy
similar.
En ambos antipopulismos hay un
elitismo incorporado que acostumbra a destacar una agencia política como
fundamental y esencialmente superior. En el caso de los liberales, es
el mercado, las instituciones o los tecnócratas que siempre “saben más”;
en el caso del antipopulismo de izquierdas es la clase y su vanguardia
la que lo hace. En ambos casos, sin embargo, “el pueblo” o “la plebe” es
una masa amorfa que no tiene la legitimidad suficiente para liderar, ya
sea debido a su incapacidad técnica o a su conciencia política
subdesarrollada. Esta jerarquía es la que revela el elitismo incrustado en todo antipopulismo.
En el primer caso, se funda en el conocimiento y la experiencia
superiores de una aristocracia; en el segundo, en el valor
epistemológico y político superior del materialismo histórico.
Los límites del populismo en el gobierno
Obviamente los proyectos populistas
no son panaceas. De hecho, uno puede señalar numerosas limitaciones a
las que se enfrentan. Para empezar, incluso cuando una estrategia
populista resulta victoriosa electoralmente no puede garantizar la
hegemonía (continua) del agente político que la emplea. Una profunda y
duradera hegemonía – en ningún caso eterna, por supuesto- requeriría
recursos y herramientas adicionales, que incluirían algún tipo de
conocimiento técnico experto y espíritu creativo para el diseño
institucional, combinados con un firme ethos democrático.
Más allá de lo anterior, el peligro
presente y evidente que cualquier fuerza populista encara es la
cooptación de su radicalismo democrático. Esto sucede si sucumbe a los
valores elitistas establecidos y a las instituciones post-democráticas
que le preexisten, es decir, al business as usual.
A pesar de su retórica radical, muy a menudo los proyectos populistas
están sobredeterminados por dichas características y demuestran que son
incapaces de impulsar una renovación democrática genuina, especialmente
cuando se encuentran oposiciones fuertes y determinadas en el marco
institucional nacional o internacional. Son absorbidos gradualmente por
el denominado “elitismo democrático” y atrapados dentro de las tensiones
de la representación y su agencia es gradualmente reducida a gestos
mayormente cosméticos o secundarios. Esto significa que fracasan a la
hora de facilitar una mayor democratización y un empoderamiento popular
sustantivo (como por ejemplo en Grecia).
Bajo condiciones más favorables, un
gobierno populista podría (como en Argentina o Venezuela) alcanzar
muchos de sus objetivos primarios y disfrutar de reelecciones continuas;
introducir cambios bastante considerables que mejoran la posición
socioeconómica y la incorporación política de los sectores populares,
revertir la espiral descendiente de movilidad social de las clases
medias en crisis y elevar los estándares de vida empobrecidos de las
clases bajas. Incluso en ese caso, podría fracasar a la hora de ejercer
una influencia considerable en los modos de producción y los marcos
psicosociales de consumo que condicionan la mayoría de las identidades
sociales. En Venezuela, por ejemplo, el cambio social parece haber
estado basado en la utilización de las ganancias producidas por los
altos precios del petróleo, pero cuando estos empezaron a verse
afectados, el movimiento chavista fue incapaz de ofrecer ninguna
alternativa real.
En cualquier caso, Venezuela
pertenece a un grupo de países latinoamericanos en los cuales el
populismo significó principalmente la integración de las masas excluidas
en la vida institucional casi por primera vez -y esta perspectiva fue
suficiente para desencadenar una polarización perniciosa que al final
casi condujo a una guerra civil; por lo tanto podría ser vista como un
caso que tiene poca relevancia para lo que está pasando en las
denominadas “democracias establecidas” en Europa. Fijémonos en su lugar
en Argentina, que está mucho más cercana al paradigma europeo.
En Argentina, muchos años de gobierno populista heterodoxo consiguieron restaurar el estatus precrisis
de las decaídas clases medias y hacer avanzar a las clases bajas. Pero
cuando estas clases percibieron de nuevo algo de estabilidad y
seguridad, se volvieron hacia las viejas costumbres consumistas
(valorando excesivamente el libre movimiento de capitales
internacionales, lanzándose a por bienes importados tras un periodo de
privación, etc.). Esto significó entregar la frágil economía argentina a
las fuerzas de la globalización neoliberal, que produjeron, una vez
más, una crisis muy profunda y otra intervención del FMI.
En otras palabras, sin perjuicio de
los muchos avances conseguidos, el peronismo de izquierdas contemporáneo
en Argentina se vio atrapado en un retorno psicosocial “nostálgico” o
“mimético” al pasado. Reprodujo identidades basadas en el capitalismo
globalizado que en el largo plazo beneficiaron a las fuerzas políticas
que representan un retorno a la “normalidad” neoliberal (el presidente
Mauricio Macri). En palabras del expresidente de Uruguay Pepe Mújica,
aunque los gobiernos de izquierdas de América Latina gestionaron con
bastante éxito el problema de la pobreza, lo hicieron de un modo que
transformó a los pobres en consumidores y no en ciudadanos.
¿Hay que retomar el populismo?
A lo mejor pusimos grandes esperanzas
en el populismo, pero ¿hemos perdido por culpa de esta apuesta? La
mayor parte de las limitaciones que hemos abordado más arriba con
respecto a la implementación del supuesto “programa” populista parecen
derivarse de las dificultades que surgen en el gobierno. Desde luego no
es fácil combinar las prioridades populistas con una racionalidad
gubernamental. Algunos populistas se vieron confrontados con su
inhabilidad para romper con una cultura política o un marco
socioeconómico preexistente o para manejar ataques antipopulistas de una
forma que protegiese o extendiese el empoderamiento popular.
Estos asuntos, sin embargo, no
parecen ser inherentes a la estrategia populista. La sobredeterminación y
cooptación por fuerzas externas puede afectar en mayor o menor medida a
todos los movimientos políticos (incluidos los que se fundan sobre una
clase social muy específica) cuando se encuentran con desafíos similares
dentro de contextos históricos particulares. De hecho, pueden señalar
una limitación más amplia que afecta a los compromisos de la izquierda
en el siglo XXI y a la dificultad del tránsito hacia alternativas
poscapitalistas.
En su artículo introductorio para el último número de Jacobin, Bhaskar Sunkara defendía
que las clases dominantes no tienen realmente miedo del populismo:
“populismo es la palabra de moda del momento, pero no confundamos por
qué las clases dominantes temen a Jeremy Corbyn y a Bernie Sanders.
Temen la erosión de su riqueza ilícita y de sus privilegios. En otras
palabras, todavía tienen miedo al socialismo y no al populismo”. ¡Es
verdad! Pero añadiríamos un pequeño aporte: lo que está aterrorizando al
establishment es tanto la causa detrás de una cierta movilización (le
podemos poner la etiqueta de socialismo) como la habilidad estratégica
misma para movilizar (el populismo).
De todas formas, es necesario
subrayar que sin la estrategia populista las ideas socialistas y
progresistas nunca adquirirían notoriedad y una audiencia más amplia.
Sin dicha estrategia, las ideas de Sanders nunca se habrían trasladado
desde los márgenes hasta el mainstream
de la sociedad americana. Esta estrategia no es un fenómeno reciente
inventado por los que abogan por un populismo de izquierdas, que
simplemente describen y codifican su forma de funcionar. Históricamente,
el ethos populista se manifestó en los “frentes populares” y
en otras estrategias y prácticas cotidianas de los partidos de
izquierdas mucho antes de la coyuntura actual.
Tal vez los marxistas puristas
deberían prestar un poco más de atención a la preocupación del propio
Marx por la apertura de la clase trabajadora y el rol de las
representaciones políticas dicotómicas. Marx comentó sobre los procesos que instituyen a un sujeto colectivo como agente revolucionario que:
Ninguna
clase de la sociedad civil puede jugar este rol [revolucionario] sin
despertar un momento de entusiasmo en sí misma y en las masas, un
momento en el cual confraterniza y se funde con la sociedad en general…
Para que un bien sea reconocido como el bien de toda la sociedad, todos
los defectos de la sociedad deben por el contrario estar concentrados en
otra clase.
En realidad, parece que especialmente
en los últimos años de su vida Marx fue muy consciente de la necesidad
de interpelar al pueblo como algo más amplio que la clase trabajadora de
un contexto socioeconómico dado. Esta es quizás la razón por la que en
las décadas recientes se ha visto mucha investigación sobre el interés
de Marx en el populismo ruso, su correspondencia con Vera Zasulich,
etc.
Si ignora los beneficios de la
estrategia populista la izquierda corre el riesgo de aislarse y de
convertirse en insignificante. No deberíamos estar negando las
fortalezas del populismo, sino discutiendo las condiciones históricas
que lo favorecen y qué es lo que le permite cumplir a la izquierda
cuando llega al poder."
(Giorgos Venizelos es doctorando en Ciencias Políticas y miembro del Center of Social Movement Studies (COSMOS) en la Escuela Normal Superior (Italia); Yannis Stavrakakis es profesor de teoría política en la Universidad Aristóteles de Tesalónica (Grecia), donde dirige el Populismus Observatory. Es autor de los libros Lacan y lo político (1999) y La izquierda lacaniana (2010), La Trivial. Este artículo fue publicado originalmente en Jacobin: https://jacobinmag.com/2020/03/left-populism-political-strategy-class-power.)
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