"Como siempre, lo que sucede en Estados Unidos repercute estrepitosamente
en México. Las manifestaciones desatadas por el asesinato de George
Floyd han puesto aquí el problema del racismo bajo los reflectores.
Si
bien la historia en ambas naciones es similar: pueblos originarios
vapuleados y poblaciones africanas introducidas como esclavos, la
diferencia es que la dimensión social de este asunto es allá mil veces
mayor a la que ha tenido en nuestra sociedad, en donde apenas hace una
década se habla de ello y aún cuesta mencionar el término —¿será más
bien clasismo? todavía se pregunta.
Además, allá el racismo
institucional ha sido puesto en evidencia de manera contundente, como se
puede ver, por ejemplo, en el libro de Michelle Alexander, The New Jim Crow, o en The Case for Reparations,
un brillante artículo de Ta-Nehisi Coates. La manera como el Estado en
sus distintos niveles, tanto federales como estatales —empezando por las
de impartición de justicia—, en conjunción con inmobiliarias, bancos y
otras instancias privadas han entretejido una malla de segregación que
ha mantenido a la población afroamericana en barrios con malos
servicios, pésimas escuelas y una policía que la hostiga permanentemente
y provoca su encarcelamiento de manera irrefrenable es muestra de cómo
funciona el racismo institucional.
A éste se suma el racismo común, que
hace aún más lacerante tal discriminación, con frecuentes episodios de
violencia directa por parte de personas y grupos supremacistas; ambos
intrincados en una espiral perversa.
El racismo está compuesto por un conjunto de prejuicios
aprendidos en el medio donde se crece, vistos como naturales; son
clichés reafirmados en la interacción debido a que generalmente una
situación de desigualdad lo favorece. Por ser tan cotidiano y no existir
una reflexión al respecto, el racismo común suele no ser consciente.
El
institucional opera a otra escala, más sofisticadamente, con prejuicios
similares a los del común pero contenidos, cubiertos por un halo de
neutralidad, de objetividad —como cuando un grupo técnico presenta una
política pública; hereda por tanto modos acuñados por el racismo
científico del siglo XIX y de mitad del XX.
En México el racismo común
empieza a ser criticado, se habla de cómo se presenta en distintos
ámbitos, desde un edificio de lujo en donde un condómino agrede a un
guardia que cuida de la entrada hasta un presidente municipal que dice
que las mujeres indígenas huelen mal. El caso más reciente es el reclamo
de la esposa del presidente de México al comediante Chumel Torres,
invitado por la Conapred a un debate acerca del racismo, pidiéndole una
disculpa por haber llamado a su hijo con un epíteto racista.
No
obstante, poco reconocemos las facetas del racismo institucional. Si
uno se remite al siglo XIX, el auge del racismo, se encontrará con leyes
que fomentan la inmigración de población europea blanca emitidas tras
largos debates parlamentarios para saber qué tipo de población era
mejor, descartando abiertamente la asiática y casi vetando la africana;
están las condenas a la propiedad colectiva de las comunidades indígenas
seguidas de leyes que promueven la propiedad individual y otorgan los
terrenos de éstas a compañías extranjeras “que sí sabrán cómo
trabajarlas”, la persecución a la medicina indígena por ser considerada
superstición, la denigración de la población indígena —mayoritaria en el
país— calificada por médicos como degenerada por su alimentación a base
de maíz y otros aspectos de su modo de vida, a la vez que se enaltece a
los “indios antiguo de raza pura”, presentados cual griegos o romanos
en la pintura de la época. Y aún más.
Después de la Revolución se pretendía que tales ideas
desaparecieran y desde el Gobierno se emprende la “redención del indio”
para “sacarlo” de la marginación en que fue sometido tanto tiempo. Las
políticas impulsadas a partir de entonces para tan noble fin no difieren
mucho de las del despiadado régimen porfirista: buscan a como dé lugar
la integración y desaparición de las comunidades y sus lenguas, hacer
“productivo” su trabajo, incentivar la propiedad individual, llevar
semillas mejoradas y tecnología moderna para “sacarlos del atraso”
propio de sus modos tradicionales, que dejen atrás su medicina
—empirismo dicen ahora—, y en los libros de texto no hallan tampoco un
lugar digno; la población de origen africano no existe, apenas se habla
de Yanga en un par de páginas en los de historia.
Me ha
tocado ver el racismo institucional en acción en distintas comunidades
indígenas: el Procede —que pretendía individualizar la propiedad
colectiva para tornarla “productiva”—, la coerción de Sedesol para que
se abandone la medicina propia, el chantaje de la de Agricultura para
que hagan como el técnico dice —aunque éste no tenga idea de ciertos
factores locales—, el engaño de la educación intercultural y otras
tantas más. La constante es la misma: los indígenas son considerados
como atrasados, reacios al cambio, ignorantes y recelosos, una masa
impredecible que con gran facilidad se deja manipular por gente de fuera
—recordemos los comentarios cuando inició el movimiento zapatista.
Siguen siendo vistos como menores de edad, así se les catalogó en la
Colonia.
Me parece legítimo que alguien pida disculpas a un
comediante que vehicula un racismo naturalizado por la sociedad, pero
igualmente legítimo me parecería que el Gobierno ofreciera disculpas a
los pueblos indígenas por tratarlos como menores de edad, como
atrasados, por considerarlos “inmóviles en el tiempo”, por invocar
nuevamente su redención, por querer llevarles tecnologías modernas cuyas
consecuencias nefastas son bien conocidas —como las plantaciones de
árboles exóticos—, por incluirlos en megaproyectos sin su
consentimiento, destinándolos a ser mano de obra barata al servicio de
“los inversionistas”, el elemento activo desde esta perspectiva. El tren
maya es un clásico en este sentido. Un proyecto basado en una serie de
políticas públicas que implican una visión racista de los pueblos mayas,
vistos como incapaces de decidir su futuro, en su modo de vivir, su
manera de relacionarse con el mundo.
El Gobierno de la 4T
ha tenido aciertos indudables, pero en su relación con los pueblos
indígenas ha sido tan errático como los anteriores. El solo hecho de no
respetar la consulta informada para llevar a cabo un proyecto en sus
territorios es ya ultrajante; el trato del mismo presidente en esta
relación deja mucho que desear: privilegiar la propiedad individual al
proponerles proyectos, poner en manos de empresarios el diseño de las
plantaciones y no consultar a los afectados, además de sus ideas sobre
los indígenas que afloran en ocasiones, como cuando en Ocosingo en una
asamblea dijo a los ahí reunidos que ya era hora de dejar la hamaca y
ponerse a trabajar, al más puro estilo finquero o de político liberal
del siglo XIX, que es el ideario que más bien parece seguir en su
relación y trato para con estos pueblos.
Estoy convencido de que sólo la constancia de la sociedad
civil organizada podrá atajar el racismo prevaleciente y la prueba es lo
que en este momento acontece en Estados Unidos —décadas de lucha y
reflexión— y el efecto que ha tenido en este sentido el movimiento
zapatista aquí. Pero si verdaderamente este Gobierno quisiera aportar
algo, tendría que emprender un ejercicio de autocrítica al respecto, que
fuera incluso atrás en el tiempo: desde reconocer el genocidio de los
pueblos Seri y Yaqui perpetrado por el Estado Mexicano, la guerra de
exterminio contra los mayas y otras tantas rebeliones injustamente
sofocadas en todo el país, pasando por la imagen que se ha mantenido en
los libros de texto que glorifican a las civilizaciones prehispánicos a
la vez que muestran a sus descendientes como pueblos-en-desaparición,
simples “restos”, mero folklore y ahora diversidad cultural por aquello
de lo políticamente correcto; y la invisibilización de los pueblos
negros —su historia de esclavitud y lucha por la libertad; y las
matanzas de chinos y japoneses... hasta llegar al racismo implícito en
políticas públicas actuales. Muchos monumentos por derribar."
(César Carrillo Trueba es biólogo y antropólogo de la Facultad de Ciencias de la UNAM. El País, 14/07/20)
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