"(...) El pensamiento social ha tenido que
inventar nuevos conceptos para encajar los cambios en la realidad
capitalista de las relaciones sociales actuales: Capital Intelectual[v], cuya composición es “El Capital humano[vi]
de sus miembros, más los procedimientos y tecnologías de coordinación
de esas habilidades humanas”.
Es decir, know-how e ingeniería, más el
conocimiento acumulado por el conjunto de la sociedad, y transmitido en
sus sistemas de educación. Intangibles que posibilitan la cooperación
entre las personas que trabajan en una empresa, y coordinación entre las
empresas que combinan sus capacidades de hacer, con las de otros
colectivos que conectan con las necesidades del gran público, explícitas
o aún no expresadas e incluso por inventar. Todo un conjunto complejo
de fines y construcción tecnológica, cuyos propósitos acaban depositados
en personas que persiguen una ganancia financiera a corto plazo.
Los
que crean y hacen posible que las cosas ocurran, no deciden el futuro
del conjunto, y los que lo deciden no necesitan saber cómo se hace. Esa
es la realidad del trabajo sometido al capitalismo financiero; un
sistema que ha utilizado las capacidades liberadas por la globalización
para blindarse contra la mayoría, es decir contra la democracia. Por lo
tanto, un objetivo vital para los trabajadores es conseguir que la
democracia entre en los sistemas organizativos donde desempeñan su
capital más importante, las habilidades para hacer cosas socialmente
útiles, sus empleos.
Existen
experiencias previas, incluso en nuestro país, de democracia
empresarial. Por no remontarnos y quedarnos en la historia reciente, las
cooperativas de producción, de servicios e industriales, como los
grupos vascos y las diferentes experiencias de cooperativas y sociedades
laborales que salvaron miles de empleos durante los años ochenta y
noventa del siglo XX.
Ellas demostraron que la gestión delegada en
técnicos cualificados o en gestores intuitivos y con capacidad de
aprendizaje, realizada por los trabajadores socios y evaluada por
órganos de su representación, redundaba en un aprendizaje común de una
de las principales aportaciones culturales del mundo moderno: la empresa
mercantil, en lo que tiene de organización y cooperación del trabajo
para conseguir hacer cosas, buscar a sus destinatarios y hacérselas
llegar.
Como toda experiencia humana,
el cooperativismo ha tenido éxitos, equivocaciones y fracasos, y alguna
consecuencia dramática de pérdidas de empleo y ahorros; incluida la
penetración de la ideología neoliberal en forma de operaciones
financieras. Pero, en general, dado que la mayoría de experiencias
tuvieron lugar en sectores y actividades muy maduras, las empresas del
sector social demostraron una resiliencia ante las crisis industrial y
de empleo de los últimos cuarenta años, superior a sus competidoras.
Estas sociedades han conocido en los más de treinta años de experiencia,
un proceso de mejora de sus órganos de administración y dirección
ejecutiva. Dirigidas por sus órganos representativos, sus socios
trabajadores más voluntariosos y emprendedores se formaban en la
práctica de gestión, rotaban en los consejos, y el ejercicio de la
función seleccionaba entre ellos a los más aptos y sensibles a la
problemática común.
Esas experiencias
nos enseñan que las clases trabajadoras de nuestro país han alcanzado
un nivel organizativo que les permitiría acceder sin necesidad de
transiciones traumáticas o violentas, a los niveles de democracia
industrial alcanzados por sus colegas alemanes y nórdicos tras las
guerras del siglo XX, es decir a la cogestión: el derecho a participar
en igualdad de voto en los Consejos de Administración de las empresas,
tener voz en la formación de sus estrategias y en la selección de sus
principales directivos; conocer y opinar sobre los resultados y cuentas
trimestrales, en el caso de grandes empresas, y anuales, en todas
ellas.
Pedir explicaciones y conocer de primera mano las decisiones
trascendentes de sus directivos, participar en la negociación de sus
remuneraciones y exponer sus criterios sobre los límites a la
desigualdad en las remuneraciones dentro de las empresas.
Por las mismas razones, no tiene sentido que la gestión de las empresas y
servicios públicos sea solo motivo de negociación entre partidos
políticos; como si fueran el producto de actividades mecánicas servidas
por autómatas. Muchos de los problemas asociados a la corrupción de la
democracia provienen de la mezcla entre servicio o empresa pública, y
clientelismo político o financiación de los partidos.
La democracia no
es solo delegación deliberativa, también es participación; en la gestión
de servicios y empresas públicas están interesados los usuarios, los
trabajadores y la sociedad en su conjunto.
Su administración debería
incluir el abanico completo del interés público, mediante la
autogestión, reflejada en los organismos de dirección ejecutiva, en
cooperación con el control político y de los usuarios, implementado en
la composición del Consejo de administración de las empresas de
accionariado público." (José Candela, Economistas frente a la crisis, 04/06/20)
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