"La anunciada llegada de los robots ya sucedió. La pandemia de COVID‑19 está acelerando
la difusión de la inteligencia artificial (IA), pero pocos han hecho un
análisis completo de las consecuencias a corto y largo plazo.
Como en la época del prisionero de Bari, el presente es un momento de
enorme incertidumbre. El pesimismo de la inteligencia nos llevaría a
afirmar que salir de la crisis sanitaria más grave del último siglo
tendrá como consecuencia directa el aumento de las desigualdades
económicas y la perpetuación de las jerarquías sociales heredadas de la
recesión de 2008.
En cambio, el optimismo de la voluntad nos obliga a
entender la experiencia actual de manera similar a un shock1/.
Tras más de una década inmersos en una suerte de estado de vigilia, en
buena medida inducido gracias a las tecnologías de la información, los
sujetos históricos contemplan ahora el capitalismo como catástrofe.
Este
momento, cargado de dialéctica, requiere una comprensión socialista de
la coyuntura que sea sustentada por movimientos políticos encaminados
hacia la conquista del medio de producción en su época algorítmica. Para
ello, la izquierda necesita imaginar una utopía distinta a la de
Silicon Valley y diseñar instituciones democráticas para gobernar su
tiempo histórico.
Todo análisis materialista debe partir de la comprensión de un
suceso: el acelerado desarrollo de las tecnologías digitales ha tenido
como consecuencia atrapar a los sujetos en las dinámicas estructurales
de la economía global. En líneas generales, la publicidad
microsegmentada, facilitada por los algoritmos de Google y Facebook,
cumple la función de encaminar a los usuarios hacia el consumo de
productos y servicios, garantizando así la demanda.
Por otro lado, las
redes logísticas de Amazon no solo han centralizado la distribución y
garantizado el libre flujo de mercancías en un momento de crisis
sistémica, sino que han sentado las bases digitales para que el mercado
se consolide como elemento organizador de la vida social. Y dado que
buena parte de las interacciones con las aplicaciones tiene lugar
gracias al software de Microsoft o al hardware de Apple, parece no
existir alternativa a que la base material de la economía digital se
encuentre en propiedad capitalista.
No hace falta recurrir a explicaciones neoclásicas para entender los motivos. La necesidad por sobrevivir a la competencia real
del mercado y asegurar las tasas de rentabilidad futuras ha llevado a
las firmas tecnológicas a desarrollar una estrategia para mantener su
ventaja competitiva: extraer y acumular datos2/.
Debemos entender internet como un medio de producción donde imperan las
leyes de la propiedad privada y a estas empresas como poderes capaces de
expandir la forma de la mercancía hacia más áreas del cuerpo social y
monetizar los datos que se producen en cada interacción emocional,
acción política o social. Nada que Karl Marx y Friedrich Engels no
expresaran: “La burguesía no puede existir si no es revolucionando
incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir,
el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social”.
Desde luego, ambos pensadores nunca imaginaron que un virus fuera
capaz de acelerar dicho proceso. O dicho de una manera un tanto más
vulgar, en palabras del director de Telefónica Tech Cloud: “El
coronavirus se ha convertido en un magnífico evangelizador que ha
logrado lo que una intensa labor comercial hubiera conseguido en varios
años. Solo en unas semanas de confinamiento hemos visto que se ha
avanzado el equivalente a cinco años en cuanto a crecimiento de mercado,
con un incremento inusitado de compra de servicios cloud” (Santos, 2020).
De este modo entendemos que la epidemia provocada por el coronavirus
ha consolidado la hegemonía de las dos ideologías imperantes: la
neoliberal (poli malo) y la solucionista (poli bueno) (Morozov, 2020).
La primera es bien conocida, pues se caracteriza por la expansión de la
competencia hacia cualquier aspecto de la vida y el rechazo frontal a la
posibilidad de agregar el conocimiento sobre los medios de producción
disponibles y las preferencias individuales, es decir, a la
planificación central (Hayek, 1945).
Según el filósofo austriaco, el
proceso evolutivo se encuentra marcado por el individualismo, el cual se
torna esencial para que la prosperidad cultural tenga lugar y por ende
para que el sistema capitalista sobreviva (Santamaría, 2019). La segunda
ideología no es tan conocida, aunque se encuentra estrechamente
relacionada con esta última idea. La consecuencia principal del sueño
inducido por el aparato técnico radica en cancelar toda imaginación
política en torno a la manera en que tiene lugar la coordinación en una
sociedad.
Entiende que existen sujetos que actúan exclusivamente como
consumidores, start-ups o empresas privadas, en su mayoría fundadas por emprendedores (capitalista con buen naming)
y mercados que funcionan de manera perfecta mediante el sistema de
precios. Esta ideología consolida la resiliencia del sistema en un
momento de profunda crisis de productividad, ya sea buscando aliados en
los gobiernos autoritarios asiáticos, en los líderes neofascistas que
recorren el globo o entre quienes prefieren autodenominarse ejecutivos
socialdemócratas.
En lo que respecta al modo de funcionamiento del llamado capitalismo
digital, las empresas tecnológicas se han especializado en diseñar
soluciones a los problemas que este modelo de producción ha generado
(Morozov, 2021). Por otro lado, en el plano político observamos que la
tecnología, aquella diseñada de acuerdo a los antropólogos a sueldo de
los capitalistas, ha absorbido la movilización social y desbloqueado las
energías revolucionarias de los sujetos mediante el acto de hacer click
en aplicaciones (Cancela, 2019). Desde una perspectiva filosófica
podríamos añadir que el positivismo de Silicon Valley culmina con la
objetividad extrema depositada sobre sus modelos algorítmicos.
Bajo esta
asunción, basta con acumular grandes cantidades de datos sobre las
preferencias del usuario, aquello que más clicks genera puede igualarse a
la verdad, para programar lo que entendemos como razón. De hecho, esta
forma de entender el conocimiento, más cercana al modelo publicitario de
Ogilvy que al concepto de verdad en Kant, ha llevado a lo que se ha
dado en llamar como posverdad o la era de las fake news
desde instancias liberales. Una perspectiva menos idealista afirmaría
que la mercantilización absoluta de la esfera pública ha sido el
desencadenante de que la ultraderecha afiance su agenda política racista
en los imaginarios colectivos de la sociedad.
Estos son los tres frentes a los que la intelligentsia
progresista debiera hacer frente para atacar el sistema y decantar la
lucha contra el sistema del bando de la clase no poseedora. Por el
momento, si bien la pandemia ha debilitado su posición, también ha
abierto una brecha para el acto político, un concepto bien distinto a
alguna suerte de momento populista. Tanto para dilucidar el
escenario de lucha como para dibujar su salida, a continuación se
expondrá de manera breve la transformación que está experimentando la
economía global.
Más que poner final al capitalismo o al neoliberalismo, dos cosas
harto distintas que la izquierda adherida al pensamiento de Ernesto
Laclau y Stuart Hall confunde con obscena frecuencia, la epidemia ha
acelerado algunas de las tendencias estructurales del primero y llevado a
nuevos horizontes las lógicas del segundo.
Digamos que, en plena crisis de consumo y producción, las pocas
empresas que cotizan al alza en el mercado de valores y que obtienen
beneficios son las firmas tecnológicas3/. Las
evidencias son manifiestas. De acuerdo a Bank of America, el quinteto
compuesto por Microsoft, Apple, Amazon, Alphabet (Google) y Facebook
ocupa el 22% del S&P 500, el índice insignia del mercado de
valores estadounidense (Thépot, 2020). Por otro lado, en el primer
trimestre del año, los ingresos de Microsoft se elevaron un 15%, hasta
más de 35.000 millones de dólares, y el beneficio, por su parte, lo hizo
en un 22%, hasta 10.750 millones de dólares.
Facebook registró unos
ingresos de 17.440 millones de dólares, un 18% más, con un beneficio que
se multiplicó por dos hasta los 4.900 millones. Alphabet, matriz de
Google, también elevó en un 13% los ingresos en el primer trimestre,
hasta 41.200 millones de dólares. La filial en España de Apple triplicó
el beneficio en su último ejercicio, declarando unas ganancias de 42,30
millones de euros frente a los 13 millones del ejercicio anterior. Y si
bien el gigante del comercio electrónico tan solo facturó 32.185
millones en sus grandes mercados en Europa, incluyendo España, su filial
de cloud computing creció un 149%, hasta 4.786 millones, y la
fortuna de Jeff Bezos aumentó en 14.000 millones.
En buena medida, estas
ganancias se deben a la consolidación del mercado de servicios en la
nube (Khalid, 2020). Ahora bien, no puede obviarse que en 2017 estas
seis empresas pagaron 31,7 millones por el impuesto de sociedades en
España, un 8% menos que el año anterior.
Un keynesiano o marxista vulgar, aunque también un miembro del
movimiento terraplanista, emplearía estos datos para enarbolar la novela
1984 de Orwell y reivindicar la teoría de los monopolios,
equivalente al pensamiento conspiranoico en la teoría económica. Ambos
parten de una premisa por la cual una serie de empresas vigilan a los
ciudadanos, lo cual acaba en demandas políticas que buscan asegurar
derechos individuales garantizados por el Estado, como la privacidad o
el anonimato en la red, y en aspavientos ricardianos que entienden el
exceso de rentabilidad como renta económica; una incomprensión que acaba
fortaleciendo posiciones como la de Elizabeth Warren o Margrethe
Vestager, asentadas ambas sobre la necesidad de garantizar la
competencia en mercados libres.
Ciertamente, el coronavirus no ha hecho más que incrementar la
competencia capitalista, característica principal de este sistema, y
recrudecido la guerra entre firmas e incluso entre industrias. Lejos de
asistir a alguna suerte de extracción pasiva de valor, las firmas
tecnológicas de Asia y Occidente han ampliado sus inversiones en aquello
que Marx denominara capital fijo, es decir, la maquinaria necesaria
para navegar en la economía digital4/. Por este motivo,
más que como monopolios, debemos entender a estas corporaciones como
capitales reguladores.
Dado que la competencia en el mercado es un
proceso darwinista de selección por el cual quienes tienen menores
costes de producción sobreviven y crecen, la tecnología de estas
empresas se convierte en un activo fundamental para buena parte de las
empresas, especialmente aquellas que quieren reducir los tiempos de
trabajo o aumentar su intensidad (Shaik, 2018: 508).
Esto es, aquello
que los profetas de Davos como Klaus Schwab han dado en llamar la Cuarta
Revolución Industrial no ha ocurrido de manera mágica, sino como
consecuencia de los cambios en la producción. Por ende, la única
conclusión que podemos extraer de la epidemia es que el poder de los
capitalistas se ha consolidado.
Refirámonos ahora a la manera en que la ideología neoliberal y las
tecnologías de la información han convergido durante la epidemia para
consolidar su agenda, asentada sobre los siguientes ejes: reversión de
los servicios públicos, flexibilización del mercado de trabajo,
emancipación del ciudadano a través del consumo y, de manera aún más
notoria tras la crisis de 2008, la sustitución del ahorro por el
endeudamiento.
A fin de ejemplificar el primer suceso podemos fijarnos en la
iniciativa reciente de un grupo de ONG encabezadas por la Fundación Bill
y Melinda Gates junto a Google para expandir los pagos digitales en
países africanos (Morris, 2020). No es algo novedoso que durante las
últimas décadas los modelos de negocio en el campo de la salud pública
global hayan proliferado gracias a los esfuerzos del filantrocapitalista
y fundador de Microsoft (Birn, 2014). Ahora se trata de apoyarse en la
buena reputación de organizaciones benéficas para consolidar el fenómeno
que se ha dado en llamar financiarización digital, la fusión
entre las interacciones digitales y las transacciones financieras para
mercantilizar los servicios públicos (Jain y Gabor, 2020).
Aunque este
suceso, la privatización mediante la apología a la digitalización,
también puede observarse en Occidente. Google y Microsoft, con la ayuda
de Palantir, han diseñado la aplicación que el servicio público de
Reino Unido (NHS, por sus siglas en inglés) está utilizando para
gestionar la epidemia de acuerdo a los dogmas neoliberales de eficiencia
(Ghosh y Hamilton, 2020).
De hecho, el Departamento de Educación del
país que alumbró a Margaret Thatcher también ha firmado un acuerdo con
Google y Microsoft para emplear sus plataformas con fines educativos.
Cuando los servicios públicos sean dependientes de infraestructuras
digitales privadas para recolectar datos que los hagan funcionar, la
ideología neoliberal se habrá culminado con éxito (Magalhaes, 2020).
Por otro lado, la epidemia también ha impulsado la digitalización del
puesto de trabajo y la automatización de los procesos productivos
debido a la necesidad de las firmas de reducir los costes. En una
encuesta de la firma de auditoría EY a más de 2.900 altos ejecutivos de
compañías globales, alrededor del 36% de los encuestados afirmó que ya
están acelerando sus inversiones en automatización como respuesta a la
pandemia de coronavirus (Graham, 2020).
Al mismo tiempo, los
capitalistas requieren aumentar la presión sobre la fuerza de trabajo
para disponer de una mano de obra precaria mucho más amplia y controlar
de manera más precisa las tareas de los trabajadores. Ambas lógicas se
encuentran presentes detrás de aquello que los profetas de Silicon
Valley denominan “impulsar el teletrabajo”, es decir, “la revolución en
el puesto de trabajo” (Cole, 2020). Eso explica por qué los usuarios de
Microsoft Teams aumentaron de 32 a 44 millones (eran 20 millones en
noviembre) durante las semanas posteriores a las medidas de
confinamiento, o la empresa china AliExpress (en propiedad de Alibaba)
haya instalado un sistema en los ordenadores de sus empleados en España
para penalizar a los trabajadores que tarden más de 30 segundos en mover
el ratón durante su jornada de trabajo. ¡Larga vida a la clase
gerencial 4.0!
Al respecto de cómo convergen ambos procesos descritos, la
privatización de la gestión sanitaria y la explotación laboral, Dara
Khosrowshahi es llamado a comparecer (Feiner, 2020). Ante la presión
cada vez mayor para proporcionar atención médica y otras protecciones a
sus trabajadores, el CEO de Uber ha defendido una visión para
proporcionar beneficios de atención médica a los trabajadores en función
de las horas a tiempo completo que hayan trabajado.
Esta compañía ha
integrado la vida financiera de sus trabajadores en una aplicación
desarrollada con la ayuda del BBVA. Una idea que se acerca a una suerte
de darwinismo social guiado por los intereses de rentabilidad del
capital. El trabajador emplea la mayor parte de su vida ocupada en el
trabajo para tener acceso al sistema sanitario y así mantenerse a salvo
para poder seguir desarrollando el proceso productivo.
Al mismo tiempo,
el escaso dinero que obtiene a cambio de vender su fuerza de trabajo se
encuentra disponible al instante, pero para desaparecer inmediatamente
después a fin de sobrevivir a la montaña de deudas necesarias para
afrontar el mes. En este contexto, el gran sueño de la nueva clase media
aspiracional es tener un poco de tiempo libre para comprar la
suscripción a una plataforma en streaming y consumir series o películas
en bucle.
De nuevo, la epidemia no ha hecho más que desarmar a los
trabajadores, tanto ideológicamente como materialmente, así como a la
sociedad civil en general. Ha derribado buena parte de los obstáculos
con los que se encontraba el capital para expandir las lógicas
mercantiles sobre los últimos reductos de la vida humana. En este
momento, la posición de la clase no poseedora en la lucha por los medios
de producción no puede ser más precaria, pero aún cabe la posibilidad
de diseñar alternativas e imaginar una utopía distinta a la capitalista.
Las mismas tecnologías que permiten a los capitalistas consolidar su
dominio son las que pueden sellar su ataúd. De hecho, este era el leitmotiv
de los experimentos de planificación central utilizando las tecnologías
de la información que se podía escuchar en el 22º Congreso del Partido
Comunista de la Unión Soviética en 1961, cuando Nikita Jruschov declaró
que era un imperativo acelerar la aplicación de tecnologías digitales a
la economía planificada. En un momento en que se celebraban los éxitos
en el espacio exterior del Sputnik y por ende el predominio de la URSS
sobre Occidente, la gestión cibernética de la economía se atisbó por vez
primera como una alternativa real al sistema capitalista bajo el lema
de máquinas para el comunismo.
Desde instancias bien conocidas en España se ha asociado la crisis
tecnológica de la Unión Soviética a la lógica del sistema estatista:
prioridad del poder militar; control político-ideológico de la
información por parte del Estado; los principios burocráticos de la
economía centralmente planificada; el aislamiento del resto del mundo y
la incapacidad de modernizar tecnológicamente algunos segmentos de la
economía y la sociedad sin modificar todo el sistema en el que dichos
elementos interactúan entre sí (Castells, 2001).
Pero también, como ha
explicado Kees van der Pijl (2020), fue más allá de la industrialización
como motor de recuperación y la planificación con la ayuda de las
computadoras, pues persiguió el proceso de descubrir resultados mediante la inyección de información en sistemas informáticos para después organizar la producción.
El otro experimento con métodos de planificación digitales fue el
proyecto Cybersyn, que tuvo lugar de la mano del gobierno de Unidad
Popular de Salvador Allende. Stafford Beer (1978), quien lo liderara,
entendía la sociedad como un sistema basado en la adaptación y el
aprendizaje. De este modo, gracias a los avances en cibernética y
computación trató de diseñar fábricas que, dentro de un sector
nacionalizado, dieran respuesta a los problemas de las cadenas de
suministro, pero también al conflicto interno que se produce con los
trabajadores.
Esto ocurrió mediante redes de transmisión de datos que
comunicaban al gobierno con los distintos niveles de gerencia y
producción en que estaba organizada la empresa (Medina, 2006). Si bien
debe señalarse el presupuesto reducido del país y reconocerse el
potencial para administrar una economía nacional de manera
descentralizada (durante la crisis de Octubre fueron los trabajadores
quienes escogieron reabrir las fábricas y el sistema permitió que el
gobierno de Allende coordinara los esfuerzos de los trabajadores), el
golpe de Estado militar iniciado por Augusto Pinochet puso fin a todo
atisbo de utopía socialista.
Desde entonces, la imaginación política de las fuerzas izquierdistas
ha estado en cuarentena y no ha emergido una ofensiva estructurada
contra los voceros de Hayek. En general, las propuestas se han movido
entre afirmar que de una vez por todas los desarrollos en las
tecnologías digitales darán lugar a un orden económico basado en la
planificación más eficiente que el basado en la propiedad individual, el
contrato y el intercambio hasta proclamas vacías sobre la planificación
democrática que beben de comparaciones erróneas sobre el poder central
de Amazon y la capacidad del Estado (Phillips y Rozworski, 2019; Palka,
2020). Esto es, la intelligentsia socialista no ha sabido
superar el debate sobre el Cálculo Social iniciado en la Guerra Fría,
cuando el contexto performativo de la sociedad era muy distinto al
actual.
Argumentamos que urge superar la dicotomía exclusivamente ideológica
entre planificadores socialistas y tecnócratas encargados de gestionar
el mercado. En esta dirección merece la pena detenerse en tres
propuestas para diseñar instituciones ajenas a las lógicas de
competencia que aprovechen las nuevas formas de coordinación social e
innovación ofrecidas por las tecnologías digitales. La primera,
partiendo de una versión progresista de la infraestructura de feedback de Hayek, se denominaría solidaridad como un proceso de descubrimiento.
Esta se asienta en la máxima de que a cada cual según sus necesidades
mediante mecanismos ajenos al mercado y criterios asentados sobre el
altruismo. En segundo lugar se encuentra el diseño no comercial, es decir, métodos de coordinación social en asuntos no relacionados con la producción y el consumo. El tercero, la planificación automatizada, se centra en la coordinación descentralizada del ámbito económico (Morozov, 2019). ¿Cómo podría implementarse en la práctica?
Partamos de que la izquierda, y concretamente la española, comprende
la necesidad de enfrentarse a la lógica de competencia en lo que a la
creación de conocimiento se refiere y además trata de repensar las
instituciones asociadas a ella, como los medios de comunicación. Por
ejemplo, en lugar de impulsar digitales regidos por las lógicas de clickbait
para encandilar al electorado con los mismos métodos que los
seudoperiódicos de la derecha, fomentaría espacios donde no imperara
dinámica de mercado alguno. Imaginemos la creación de bibliotecas o
archivos digitales (conjuntos enormes de datos) organizados mediante
temas relevantes para comprender la historia española, como la Guerra
Civil.
En lugar de centralizar en la burocracia que actualmente ocupa el
gobierno la decisión en torno a los temas culturales, los usuarios
tendrían herramientas digitales para crear sus archivos personalizados,
segmentados en base a fuentes, palabras claves, etc.
Por no hablar de las facilidades que supondrían para las
universidades exportar este modelo al conocimiento académico.
Para ello,
no permitiría que dichas instituciones (¡públicas!) iniciaran el
proceso de digitalización de manera individual, con un apoyo mínimo del
Ministerio, dependiendo así de las infraestructuras de los gigantes
tecnológicos, como esconden las propuestas de Manuel Castells5/.
En su lugar, el gobierno debiera encabezar el diseño de una
infraestructura pública de comunicación, indexando la producción de las
distintas universidades y medios de comunicación patrios, entre otras
fuentes (las cuales podrían incluirse o excluirse mediante deliberación
pública), o apoyaría las infraestructuras existentes, hablamos de Red
Iris, para expulsar al Banco Santander o a Google de la gestión de
correos.
La única manera de que funcione alguna suerte de planificación
algorítmica requiere alterar y repensar algunas de las instituciones,
especialmente aquellas que dan respuestas a los problemas sociales
existentes. Una cosa es entender la tecnología de acuerdo a la ideología
solucionista, la cual entiende a los sujetos que deben buscar
soluciones a sus problemas a través del mercado, y otra muy distinta es
facilitar que los ciudadanos empleen los datos para encontrar soluciones
conjuntas y de este modo impulsar métodos de coordinación social
empleando, por ejemplo, los avances en machine learning y lenguaje natural. Para ello se torna fundamental pasar de la asamblea al hackathon, al menos una versión que permita liberar toda la potencialidad del conocimiento social general descrito en los pasajes del Grundrisse.
Partamos de que existe una serie de necesidades en los centros de
salud pública, o incluso de energía en determinados barrios. Podrían
utilizarse las tecnologías de aprendizaje automático para alimentar
máquinas capaces de entender la complejidad de cada situación a fin de
realizar, o sugerir, predicciones que permitan la distribución óptima de
los recursos. Por supuesto, para que un algoritmo bien entrenado pueda
asignar a cada ciudadano una renta o determinados recursos en base a su
localización geográfica o posición social es necesaria la creación de
distintos rankings.
Al contrario que las propuestas de gobernanza
neoliberal, a saber, vigilar y cuantificar a los sujetos para reproducir
los sesgos de clase, género y raza, el diseño de cualquier tecnología
debiera respetar los criterios de privacidad por diseño, mostrar los
códigos que utiliza y abrirse al escrutinio de las decisiones
propuestas.
Precisamente porque nada de esto puede ocurrir sin una infraestructura de feedback que
se establezca en lo alto de buena parte de las infraestructuras
existentes, se torna necesario cuestionar las distintas privatizaciones
acaecidas en los últimos años y exigir la nacionalización de las
empresas que además recolectan enormes datos sobre las actividades que
realizan: Telefónica, desde lo relativo al consumo de servicios
culturales hasta comunicaciones y movimientos; BBVA, si hablamos del
gasto de los ciudadanos, o Endesa, refiriéndonos al consumo energético.
Imaginen que las plataformas de estas empresas ofrecen un servicio
similar al que ofrecen ahora, aunque sustituyendo la presión del sistema
de precios por incentivos acordados de manera democrática para emplear
el feedback que producimos para fines distintos a los que los
emplea una empresa como Facebook.
Si este último crea perfiles digitales
para impulsar las formas de consumismo que el capitalismo necesita para
existir, sin atender a ninguna otra consideración que no sea la de
aumentar la rentabilidad, una propuesta alternativa implantaría sensores
que favorezcan la reducción del gasto de la luz, la contaminación o el
reciclaje. Y que lo hicieran mediante plataformas descentralizadas y
anonimizadas. Sin duda, para eliminar las barreras burocráticas a
determinadas ayudas públicas no es necesario un banco, sino tecnologías
financieras que creen perfiles precisos de los ciudadanos, respeten la
privacidad
y permitan crear catálogos donde inscribir las carencias materiales. Y, por supuesto, en lugar de cobrar intereses entregar un salario mínimo. Podría mencionarse también la manera en que una plataforma como Telefónica, una vez de propiedad pública, podría favorecer las pequeñas producciones de documentales o series sobre ciencias y humanidades en base a los inputs de los ciudadanos, las cuales podrían financiarse mediante una mezcla entre crowdfundings solidarios y presupuestos públicos en lugar de pagar una suscripción o publicidad. Desde luego, para culminar esta utopía socialista de planificación algorítmica, la noción del burócrata o conceptos como ley y democracia deben llevarse hasta nuevos límites.
Establecer un método para emplear el Big Data a fin de que
los ciudadanos, no solo las clases menos pudientes, expresen sus
necesidades de consumo es fundamental para organizar la producción de
manera que no sea necesario un papel fuerte del Estado y mucho menos el
organismo de planificación central. Si los productores pueden tener
acceso a la información sobre los patrones de consumo, y al mismo tiempo
clasifican sus productos en una plataforma que sirva a modo de enorme
lista de la compra, entonces no son necesarios planes quinquenales.
Más
bien, capacidades computacionales para extraer, procesar y almacenar
cantidades enormes de datos. Sin embargo, para llevar a cabo dicho
proceso no se requieren enormes gastos en inteligencia artificial (solo
la inversión anual de Amazon en Investigación y Desarrollo asciende a
18.000 millones de dólares) y mucho menos permitir que esta empresa
instale centros de datos en España.
Más bien, impulsar la producción de
manufactura a través de imprentas en 3D o iniciativas públicas para
automatizar los procesos productivos mediante tecnologías flexibles, de
bajo coste, código abierto y mucho más respetuosas con la huella
ecológica. En este contexto dejan de tener sentido las aproximaciones
individualistas sobre el teletrabajo o el emprendimiento, pues los
espacios de trabajo dejan de ser fábricas que emplean métodos de
taylorismo digital y se convierten en ecosistemas de innovación guiados
por imperativos como el cuidado de la comunidad o la colaboración entre
pueblos.
No queda mucho tiempo para asumir que el mundo ha cambiado más en la
última década que en el último siglo. En una coyuntura caracterizada por
una crisis sanitaria sin precedente histórico, la única manera de
imaginar nuevas utopías socialistas y ganar la lucha contra los
capitalistas implica que las fuerzas de izquierda reorganicen su alianza
con los movimientos sociales para la creación de infraestructuras
digitales soberanas."
(Ekaitz Cancela es periodista e investigador de las transformaciones estructurales del capitalismo, Viento Sur, 05/08/20)
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