18/12/20

La nueva clase dominante... los grandes fondos de inversión (Vanguard, Berkshire Hathaway, BlackRock, UBS, Capital Group, State Street, Sun Life…) tienen más poder que muchos países. Ya le han quitado a usted la antigüedad en su empresa, su negociación colectiva, sus vacaciones, parte de su sueldo y trabajan para quitarle el contrato. Nada de contratos. Nada de cotizaciones sociales y, en el futuro, nada de pensiones. No hay gobierno que los frene

 "Rubén Juste: “Hay una irresponsabilidad hegemónica. Ya nadie se hace cargo de nada”

En Las uvas de la ira (1939), de John Steinbeck, hay un agricultor que ha perdido su casa y sus tierras y que agarra la escopeta para matar al culpable de su ruina. El tractorista enviado para avisarle del desahucio intenta explicarle que no hay un responsable: ni el alcalde, ni el dueño de la nueva empresa encargada de los terrenos, ni siquiera el presidente del banco local.

—Un tipo me dijo que el banco recibe órdenes del Este, del gobierno.

—Pero, ¿hasta dónde llega? ¿A quién le podemos disparar? A este paso me muero antes de poder matar al que me está matando a mí de hambre.

—No sé. Quizá no hay nadie a quien disparar. A lo mejor no se trata en absoluto de hombres.

Este poder informe y omnímodo nunca ha sido más real que hoy. Todas las marcas que usted pueda imaginar, todos los bancos, todas las fábricas, todas las constructoras y la mayoría de las compañías tecnológicas en realidad obedecen órdenes de algún fondo de gestión de acciones. Estos fondos adoran las crisis y fomentan la ruina, porque así pueden tomar más fácilmente el control de las empresas.

Estos accionistas no trabajan en nada, no mejoran nada, no inventan nada y no aportan nada a la sociedad. Solo quieren su parte de los dividendos. Pase lo que pase y caiga quien caiga. Y si no cae, ellos tienen los medios para hacer que caiga. Ya le han quitado a usted la antigüedad en su empresa, su capacidad de negociación colectiva, sus vacaciones, parte de su sueldo y trabajan con denuedo por quitarle el contrato. Nada de contratos. Nada de cotizaciones sociales y, por consiguiente, en el futuro, nada de pensiones. No hay gobierno que los frene ni sindicato que pueda enfrentarse a ellos.

Tienen nombre, sí, pero no son populares. Se llaman Vanguard, Berkshire Hathaway, BlackRock, UBS, Capital Group, State Street, Sun Life… A la mayoría de la gente esos nombres no les dice nada, aunque sean los verdaderos dueños de su vida. Tienen más poder que muchos países. Vanguard, por ejemplo, gestiona unos activos por valor de 5,3 billones de dólares, el equivalente al presupuesto de Estados Unidos.

No tienen rostro ni nacionalidad ni, por supuesto, escrúpulos. Ah, y no pagan impuestos. ¿Pero creen que se detendrán ahí? Pues no. Su voracidad acumuladora no tiene límite. Si a usted no le queda ya nada pero aún conserva un techo encima de la cabeza, vaya despidiéndose de él. Quieren viviendas. Muchas viviendas. Todas las viviendas.

Después de desnudar a nuestra clase empresarial en IBEX35. Una historia herética del poder en España (2017), el sociólogo y asesor político Rubén Juste (Toledo, 1985) se ha impuesto una tarea aún más ambiciosa: señalar quiénes son y cómo trabajan los nuevos dueños del mundo. Lo hace en su último libro, La nueva clase dominante, editado por Arpa.

¿Somos todos ya como ese agricultor de Las uvas de la ira? ¿No podemos responsabilizar a nadie de nuestra ruina?

Ese es el quid de la cuestión: la irresponsabilidad hegemónica. Ya nadie se hace cargo de nada. Es algo que tienen en común el poder político y el económico. Se ha impuesto la cultura inversora y, con ella, la ausencia de responsabilidad visible. Cada vez es más difícil encontrar quién está al mando de las grandes decisiones.

Y en un retorcimiento muy cruel del marco cultural dominante, no es que no haya responsables, es que los responsables somos nosotros. Cada uno de nosotros individualmente.

Es fundamental tirar hacia abajo cualquier tipo de responsabilidad y de toma de decisiones. Ya ocurrió en la crisis de 2008, cuando se nos dijo que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades. El cambio, en ese sentido, ha sido radical. Siempre había habido una responsabilidad institucional. Ya no, y lo estamos viendo con la pandemia, que ha puesto en cuestión la verdadera capacidad de las instituciones para responder a los problemas sociales y sanitarios.

Las empresas tradicionales tienen una cara visible: Tim Cook, Bill Gates, Jeff Bezos, Elon Musk… Las gestoras de activos, no. Muy poca gente le pone cara a Larry Fink (BlackRock) o a Stephen Schwarzman (Blackstone). ¿Eso responde a una estrategia premeditada de no publicidad? ¿Se busca que la gente no relacione la pérdida de su trabajo o de su casa con una cara?

Es que su primer objetivo es ese: dominar sin aparecer como dominantes. Ese es un gran cambio global. Los poderes responsables de que se ejecuten hoy las grandes decisiones empresariales [despidos, fusiones, deslocalizaciones] e incluso gubernamentales [pago de la deuda por delante y a costa de los servicios públicos] siempre permanecen en la sombra. Es significativo que conozcamos todas las reuniones que ha habido entre el Gobierno, el Partido Popular e incluso el rey con los empresarios pero que nadie se ocupara de la entrevista que mantuvieron en 2010 el hoy rey emérito, Juan Carlos I, y Larry Fink. Aquello ocurrió un poco antes de la crisis de la deuda y de que el fondo que representa Fink, BlackRock, se situara como uno de los actores principales en la transformación de las cajas de ahorros en entidades privadas.

Son los nuevos dueños del mundo pero para su supervivencia es fundamental no aparecer. Ni públicamente ni como propietarios de esos activos. Pero tienen en su poder una de cada dos acciones de las empresas cotizadas y esto nos coloca frente a un dilema: ¿existe realmente el mercado? ¿Existe la competencia? ¿O todo es una confabulación, lo que supondría precisamente la antítesis del mercado? Si sus nombres y sus caras se hacen públicas, todo eso se pondría en evidencia.

En el caso de las empresas tecnológicas es muy claro este conflicto de intereses, ¿no? Todas las gestoras de activos participan en todas ellas: en Google, en Amazon, en Facebook, en Microsoft…

Claro, por eso en el libro intento conectar ambos sectores, porque están muy interrelacionados. Y la competencia está comprometida. Imaginemos al propietario de una pequeña tienda de zapatos: está siendo golpeado sin saber muy bien por qué y, al mismo tiempo, está viendo que hay unos actores económicos que están saliendo beneficiados. Estos beneficiados son los grandes tenedores de acciones, que prácticamente no pagan impuestos, que no tienen sede física, que casi no tienen gastos de personal y que imponen una dominación sobre el mercado.

Y lo dominan gracias a su alianza con estas tecnológicas, que son la competencia directa de estos pequeños propietarios. Si tu rival casi no tiene gastos ni infraestructura, es imposible competir con él. Hemos llegado a un punto en el que tener una propiedad es una desventaja respecto a estos grandes actores, que no compiten sino que directamente coaccionan. El pequeño, o se adapta o termina muriendo.

Hay algo relacionado con Warren Buffett, uno de los protagonistas de su libro, que siempre me ha llamado la atención: ¿por qué pide que se suba los impuestos a los megarricos, que es algo que no está en su mano, pero no para de recortar las plantillas de las empresas en las que invierte y de reducir sueldos y de rebajar costes, que es algo que sí depende de él?

En el libro me ocupo de forma un poco satírica de este tipo de accionistas, que no son empresarios en absoluto. Son inversores. Warren Buffett es un representante perfecto de esta doble moral. Por un lado, su imagen pública es la de un filántropo, un poco como le ocurre a Bill Gates o a Elon Musk, pero sus decisiones ejecutivas son un ejemplo de todo lo contrario. Lo que pretende es minar toda clase de arquitectura institucional. En las empresas es un directivo avasallador que solo busca reducir gastos y plantilla, incluso mediante una mala praxis [Buffett es, por ejemplo, el principal accionista de Coca-Cola].

A Buffett se le llamó “el oráculo de Obama”. Y Obama tiene una imagen pública impecable. Eso nos puede llevar a pensar: ¿cómo va a ser malo Warren Buffett? ¡Si hasta dice que donará toda su fortuna!

Muchos de estos millonarios tratan de lavar su imagen creando fundaciones a las que donan todo su dinero, pero eso no conlleva ningún contrato legal. Es pura publicidad. Detrás no hay nada. Se trata de una estrategia empresarial de toma del mercado. Buffett es el segundo mayor inversor inmobiliario en EEUU pero presume de vivir en su pequeña casa de toda la vida. Bill Gates dice que donará toda su fortuna pero, a la vez, se está haciendo con el monopolio del agua, lo que le brinda una posición dominante en África e incluso en España [a través de Aqualia, filial de FCC], territorios que pronto se verán muy comprometidos por la crisis climática.

Esta doble moral funciona. Otorga la apariencia de un empresario progresista muy necesario en estos tiempos de grandes dudas en los que el poder político no parece muy efectivo. Pero tampoco hay que verlo como una conspiración. Ellos tienen sus propios estudios de opinión e invierten en publicidad personal. Y les da resultado. Así han podido separar su acción real de su imagen pública.

Es usted especialmente duro con Elon Musk. ¿Qué es, en pocas palabras, eso que usted llama el “populismo empresarial”?

Un empresario tradicional entenderá muy bien a qué me refiero con “populismo empresarial”. El empresario que paga sus facturas y que considera que existen unas normas que hay que cumplir; el que crea una estructura y responde ante los accionistas y ante sus trabajadores; el que respeta la responsabilidad corporativa, por muy manido que esté ese concepto, ese empresario sabe de lo que hablo.

Elon Musk es lo contrario, es el ejemplo de cómo se puede pervertir todo eso en su propio beneficio. Un empresario tradicional comunicará unos resultados y unas cifras más o menos reales sobre su situación financiera y productiva. Musk trata de superar todo eso con un discurso que no se adecúa a los hechos. Él anuncia un nivel de producción que, al cabo de un tiempo, se demuestra que es mentira. Eso con el poder político se entiende muy bien pero es más difícil verlo en el poder empresarial.

Lo que supone, en definitiva, es burlar las reglas tradicionales de la competencia que sí cumplen otras empresas del sector automovilístico, que acaban siendo perjudicadas por eso mismo, por seguir las reglas. Musk representa a la perfección ese “populismo empresarial” que hace de la mentira el eje vertebrador de su política financiera y de su imagen pública.

Antes instalar una fábrica significaba un gran beneficio para la comunidad. Estoy pensando en Citroën y Vigo, Seat y Martorell, Ford y Almussafes… Ahora instalar una fábrica no significa nada, como demuestra la Gigafábrica de Tesla en Nevada. ¿Por qué?

Tiene que ver con que ahora la riqueza está concentrada en muy pocas manos, que son las de estos empresarios y estos fondos de gestión. Ganan mucho y, socialmente, no distribuyen apenas nada. Desde mediados de siglo hasta los años setenta sí se redistribuía esa riqueza y se notaba allí donde se instalaba una fábrica. Los empresarios respondían ante las instituciones públicas a través de los impuestos y hacia sus trabajadores con salarios medianamente dignos y con ciertos beneficios sociales.

Hoy estamos en otra fase: prima la concentración de la riqueza y la ausencia de responsabilidad hacia el entorno. Las factorías de Musk no solo no reparten sino que absorben recursos del entorno en el que se instalan. En sus fábricas de California y Nevada hay una elevada siniestralidad laboral y allí la empresa goza de una fiscalidad bajísima. Eso redunda en una infrafinanciación de los servicios públicos y en un impacto social irrelevante. No solo no articulan la comunidad sino que la desarticulan.

Ahora que la COVID-19 nos ha arrastrado a otra crisis terrible, ¿tendría sentido la creación de nuevas empresas públicas que compitan en el mercado?

Lo que no tiene ningún sentido es la disyuntiva “empresas o sociedad”. Antes las empresas pertenecían a la sociedad. Se relacionaban con ella y tenían un impacto incluso positivo, a pesar de que algunas eran más que nada extractoras de riqueza, como habéis demostrado vosotros en yoIBEXtigo. Este impacto positivo surgía porque el Estado redistribuía la riqueza vía impuestos y porque competía en el mercado con sus empresas públicas en sectores estratégicos para la sociedad.

Ahora muchos de los servicios públicos están privatizados y los gestionan fondos de inversión internacionales o empresas como FCC, que ya no es española sino de capital extranjero. Eso impide al sector público hacer actividades tan básicas como limpiar los hospitales. Se ha producido una amputación institucional del sector público. Evidentemente, necesitamos empresas públicas, sí, tanto de servicios como de banca pública. De lo contrario tendremos una incapacidad crónica para afrontar situaciones como la actual pandemia u otras crisis futuras, como la del cambio climático.

¿Qué pasa si uno de estos gigantescos fondos de inversión quiebra? ¿Los gobiernos tienen un freno de seguridad para eso?

No existe freno de seguridad. De la crisis de 2008 salimos con la idea de que la concentración financiera no era buena idea. Pero no hemos aprendido nada. Lo que hay ahora es una hiperconcentración que incluye todo lo que te puedas imaginar: bancos, pensiones, seguros, sector inmobiliario… Todo en poquísimas manos. Eso no solo implica riesgos evidentes, es que además les otorga un poder político como nunca antes habíamos visto. Hay quien se refiere a esto, con desdén, como una lectura conspiranoica, pero lo cierto es que en el caso de España puede significar una subordinación total a intereses extranjeros.

Lo que nos dice la experiencia es que si tienes un sector financiero muy controlado desde el extranjero, probablemente el siguiente ataque tendrá como objetivo las pensiones. Para estos fondos no significan nada, solo es la apertura de un nuevo mercado. Y van a presionar para que se abra. Vivimos un dilema entre democracia y oligarquía, y tiene difícil solución porque no tomamos medidas.

Se ha jaleado mucho la fusión de Bankia y La Caixa y se está fomentando la del BBVA y el Sabadell [*]. Lo vemos todos los días en los medios. ¿Por qué cree que nadie quiere ver el riesgo que eso supone?

Si tú tienes una entidad que es la dueña de prácticamente todo el poder financiero, no solo de España sino de EEUU, y que es la principal accionista de los medios de comunicación, digamos que tienes una cierta capacidad de presión. BlackRock ejerce esa presión mediante una carta anual que envía a todas las empresas y en la que comunica unas directrices. Pero también emprenden operaciones de acoso y derribo, ahí son menos sutiles y van directamente al grano: “O aceptas nuestras condiciones o hundimos la empresa”. Eso es lo que pasó con el Banco Popular y con Abengoa, por ejemplo.

Esto también sucede con los medios de comunicación. Los inversores son los reyes. El caso más sonado fue el del fondo Amber en el grupo Prisa, que se llevó por delante al todopoderoso Cebrián y que fue capaz de imponer una línea editorial durante un tiempo, hasta que el Santander, cuyo principal accionista es BlackRock, se hizo cargo de El País. Y esto no lo digo yo sino los diferentes directores que han ido pasando por ese medio y que han revelado que, efectivamente, existen ciertas presiones. Creo que eso responde a por qué nadie habla en tono alarmista de la concentración desmedida de nuestro sector financiero. Estos mismos planes de fusión bancaria, antes de la crisis de 2008, hubieran hecho saltar todas las alarmas.

¿Pero nadie se lo plantea siquiera? No sé, quizás un medio de la competencia…

Es que BlackRock es accionista de todos los medios de comunicación en España, desde Atresmedia a Mediaset pasando por Prisa, que controla indirectamente a través del Santander. Eso lo que nos indica es que hay una autoridad en la sombra que es inmensamente poderosa. Claudio Boada, por ejemplo, es el hombre de Blackstone en España y manda mucho más que esos empresarios que todos tenemos en la cabeza, tipo Florentino Pérez. Eso debe llevarnos a pensar en qué medida estos fondos están influyendo en las grandes decisiones.

¿Es realista o factible la propuesta del Elizabeth Warren de trocear las empresas GAFA [Google, Amazon, Facebook, Apple] para evitar los monopolios en la medida de lo posible?

Pues fue una receta que funcionó con otras megaempresas en el siglo XX y que proporcionó una cierta paz social. El New Deal, por ejemplo, fue un pacto para generar unas ciertas condiciones de competencia. Porque si no, no podemos hablar de mercado. Warren, efectivamente, proponía trocearlas. Sanders hablaba de regularlas mediante impuestos que equilibraran un poco la balanza. Pero ya no se habla de eso. Es un peligro que ha sido conjurado. Los inversores, durante la primera época de la pandemia, decían que el mayor peligro no era el virus sino que Sanders ganara las primarias del Partido Demócrata. Para ellos esa era la gran amenaza. Y era verdad: no temían al virus porque tienen unas ventajas fiscales y laborales que, durante la pandemia, equivalen a un plus. BlackRock, Amazon, Google, todos estos gigantes han acrecentado sus beneficios.

En su libro usted dice que el movimiento feminista es el único que aborda de verdad el ocaso de las corporaciones y de las grandes ideologías actuales. ¿Cree que por eso se pone tanto empeño en atacarlo y en dividirlo?

Creo que sí. Desde la política se entiende muy bien: los partidos conocen cómo se articulan los contrapoderes. Vox estudia la opinión pública y sabe perfectamente qué sectores tienen una capacidad de cambio social intenso. Por eso ha elegido el feminismo como su principal enemigo. Sabe contra quién lucha. De las empresas podríamos decir lo mismo. El Banco Santander hace sus estudios sociológicos y, con esos datos en la mano, Ana Patricia Botín se aparece como madrina del feminismo. Esa es la imagen que quiere dar, pero luego permite la asimetría en los consejos de administración. Esta asimetría denota que el poder económico es esencialmente patriarcal. Y ese patriarcado, lo que tiene enfrente y no a su lado, es el feminismo.

Por eso es la gran esperanza de la articulación colectiva, por estar enfrente. Cuando los grandes poderes económicos lo que están propugnando es la desarticulación de la sociedad, el feminismo reivindica exactamente lo contrario, una alternativa constructiva, solidaria y corresponsable. Es la antítesis de la responsabilidad individual que propugnan los grandes poderes, lo contrario al “sálvese quien pueda”.

Es usted muy crítico también con la evasión cultural. ¿Quiere decir, en el fondo, que en un mundo en ruinas, como el que dejó la crisis del petróleo del 73, ya no hay que recurrir a la heroína puesto que tenemos Netflix?

A ver, el entretenimiento siempre ha sido un complemento, pero no puede ser el centro de nuestras vidas. Si es así, es que sufrimos una presión cognitiva y existencial. Cuando tu vida radica en esa evasión, ya no estamos hablando de un simple entretenimiento. A esto antes se le llamaba soma [por la droga consumida en Un mundo feliz, de Aldous Huxley]. Si necesitamos esa evasión para no reparar en la realidad que nos rodea y, sobre todo, para no luchar, es cuando se convierte en un problema. Si protestas y luego te vas a tu casa a ver Netflix, pues no pasa nada. Pero cuando tu protesta se basa en ver constantemente Netflix porque no tienes forma de saber cómo salir de esta, es cuando tenemos un problema.

La pandemia no es solo un momento crucial respecto a la salud pública sino una coyuntura histórica. Vencer al virus es una cuestión civilizatoria, porque lo contrario sería dejar que la muerte se normalice en nuestras vidas. Y la cuestión principal es construir instituciones y servicios públicos para asegurar esa victoria y que nos protejan en el futuro, tanto en lo social como en lo económico o durante la crisis climática. El dilema social es: o tenemos UCI o tenemos entretenimiento. Podemos combinarlas, por supuesto, pero para eso necesitamos solucionar antes nuestras carencias. Si no hacemos eso, estamos condenados a los parches, a vivir día a día.

Es muy original la comparación que hace de Podemos con los Ramones. Usted ha trabajado como asesor para Podemos. ¿Lo sigue haciendo?

Sí, sí, sigo trabajando con ellos.

La analogía viene porque los Ramones, dentro de la banda, se odiaban entre ellos y el mensaje de sus canciones era extremadamente individualista. ¿Cómo se lo han tomado en Podemos? Porque sabemos que se manejan regular con la crítica…

Bueno, esto es algo que ellos mismos ya han explicitado. No es ninguna novedad. Tampoco quería fijarme solo en Podemos, hablaba de toda la sociedad. Aunque nos pese reconocerlo, vivimos en la era del neoliberalismo. Yo hablo de los Ramones y de su éxito arrollador en Argentina en los años ochenta porque entonces allí había un clima social de desconfianza hacia las instituciones, de rabia y de evasión. Me interesaba esa dialéctica. Hace 10 años vivimos una crisis financiera que trastocó nuestros cimientos sociales. Impuso una cultura dominante que afectó también a nuestra clase política.

Entiendo que incluye a Podemos en esa clase política marcada por el individualismo.

A todos nosotros. En realidad, se trata de una contradicción: buscamos la colectividad pero, al mismo tiempo, somos profundamente individualistas. Ese es un triunfo del neoliberalismo. Por eso también destaco el papel del feminismo, porque es el movimiento que más ha gritado contra la atomización creciente y la violencia exacerbada que vivimos en esta sociedad. Hay unas élites y unos votantes cada vez más individualistas, eso es cierto, pero tampoco quiero ser pesimista. Hay ejemplos para no serlo.

También tenemos la necesidad de articularnos colectivamente y estamos buscando fórmulas para hacerlo. Podemos es una de esas fórmulas. Aunque hubiera enemistad entre ellos han sido capaces de construir un partido que, con sus fracturas y sus divisiones, se ha articulado institucionalmente. La Argentina de los ochenta era un erial político donde imperaba el nihilismo, así que salimos favorecidos en la comparación. Ahora bien, no nos podemos dormir, hay que ponerse las pilas.

[*] El 27 de noviembre BBVA y Banco Sabadell rompieron sus negociaciones de fusión."             (Entrevista a Rubén Yuste, Manuel Ligero, yoIbextigo, 27/11/20)

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