"Descartes sostuvo que los animales carecen de alma, es decir que no están vivos como nosotros: son máquinas que funcionan con intrincados engranajes, autómatas. Cuando gruñen o gimen no expresan sentimientos, sino que solo chirrían como piezas mal engrasadas... Por eso su discípulo Spinoza, tan sereno, se entretenía arrojando moscas a la tela de una araña y viendo como esta las devoraba.
Según Colerus, “reía a carcajadas” como si asistiese a una función de guiñol. En cambio, Schopenhauer se compadecía de los bichos igual que de las personas, pero era más consecuente que otros piadosos: puesto que el dolor es malo e inseparable de la vida, no podemos aspirar a otro paraíso que la extinción renunciativa de todo lo que alienta...
Una ley acaba de establecer que los animales no son cosas ni máquinas cartesianas sino sintientes, o sea que lo sienten mucho, como nosotros. Y de ahí que tengan sus derechos y que si no sujetos sean al menos objetos morales. Esa suposición cariñosa de que la moral depende de la capacidad de sufrir y no de la intención de actuar proviene de la suplantación anglosajona del humanismo por el humanitarismo. Hoy ya es universal entre quienes creen estudiar ética cuando en realidad se dedican todo lo más a cuidados paliativos: el humanismo ha sido cancelado más radicalmente que otros pecados imaginarios.
Esta moralidad funciona como un analgésico y se inventó por la misma
época que el cloroformo. No imita sino que rechaza los procesos
naturales. Ni se atreve a beatificar el sufrimiento como los cristianos
ni a predicar el exterminio purificador como Schopenhauer o Nagarjuna.
Un poeta lo resumió mejor: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, / y
más la piedra dura, porque esa ya no siente, / pues no hay dolor más
grande que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesadumbre que la vida
consciente” (Rubén Darío)." (Fernando Savater, El País, 29/01/22)
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