26/3/24

En defensa de la Semana Santa... nunca he tenido una educación religiosa; no estoy bautizada y siempre me consideré atea; sin embargo, si escucho las primeras notas de la saeta de Antonio Machado cantada por Serrat, o huelo el incienso que, durante estos días, queman mis vecinos en el alféizar, el estómago se me recoge en un nudo y valoro como nunca una celebración de la que no pude gozar durante los años que viví en Estados Unidos... Cada primavera de mi infancia se articulaba en torno a una espera ansiosa por el inicio de estas vacaciones que me conducirían al pueblo y, allí, de la mano de mi abuela, contemplaría el ritmo lento de los pasos a la luz de los cirios... no comprendía del todo la emoción de mi abuela, pero me gustaba acompañarla en su éxtasis, nacido horas atrás, pues acicalarse para la ocasión y coger sitio ya constituía, en sí, una fiesta... creo que la clave de mi defensa de la Semana Santa reside en ese vínculo, etéreo y, a la vez, de carne y hueso... los rituales son "técnicas simbólicas de instalación en un hogar", mecanismos para hacer habitable el tiempo, que nos arrope en un reconocimiento donde radican "las metáforas generadoras de sentido y fundadoras de comunidad que dan estabilidad a la vida"... estos procesos celebratorios nos hilvanan a otra gente que comparte con nosotros momentos dilatados y construye verdaderas redes, alejadas de la perniciosa cámara de eco de las digitales... es posible abrazar una tradición tan abarcadora desde las izquierdas sin que se nos tilde de retrógrados, ni beatos carentes de raciocinio, especialmente al enunciar desde el Sur... Desde luego, no seré yo quien cercene la ilusión de mi abuela, ni cierre los ventanales de mis vecinos (Azahara Palomeque)

 "Hace dos días que comenzó la Semana Santa. A pesar de las procesiones canceladas por la lluvia (agua bendita para la sequía), he podido toparme en Córdoba con fervorosos fans de esta festividad abarrotando las calles, hasta el punto de que ayer me fue casi imposible entrar en mi casa: un hueco, por favor –pero nadie se movía–; disculpen –y la barrera humana, pétrea como un muro, infranqueable, seguía allí-. De repente, a un señor engominado le trepó la ira por el pecho y, amarrado en jarras a su familia, me espetó: "por aquí no se pasa"; a lo que contesté, furiosa: "¡por donde tú quieras, lo que me faltaba!", y, como si hubiera pronunciado las palabras mágicas frente a la cueva de Alí Babá, mi cabreo y un par de empujones desataron la magia, y se apartó, refunfuñando.  

Al margen de su penetración cultural, nunca he tenido una educación religiosa; no estoy bautizada y siempre me consideré atea; sin embargo, si escucho las primeras notas de la saeta de Antonio Machado cantada por Serrat, o huelo el incienso que, durante estos días, queman mis vecinos en el alféizar, el estómago se me recoge en un nudo y valoro como nunca una celebración de la que no pude gozar durante los años que viví en Estados Unidos. Quizá esa privación haya despertado en mí una admiración más entusiasta de esta fiesta popular, por mucho que critique fenómenos indeseables asociados –como la turistificación– y me corten el camino señores engominados. 

Una parte de mi disfrute se debe, indudablemente, a la memoria, y es tan visceral que a duras penas podría narrarlo en detalle. Cada primavera de mi infancia se articulaba en torno a una espera ansiosa por el inicio de estas vacaciones que me conducirían al pueblo y, allí, de la mano de mi abuela, contemplaría el ritmo lento de los pasos a la luz de los cirios y el compás de la banda de música. Identificar a algún pariente entre los nazarenos me provocaba una alegría ingenua que, de alguna manera, simbolizaba una atadura al rito, lo mismo que los dedos que me agarraban suavemente me enlazaban a aquel territorio. A veces, no comprendía del todo la emoción de mi abuela, pero me gustaba acompañarla en su éxtasis, nacido horas atrás, pues acicalarse para la ocasión y coger sitio ya constituía, en sí, una fiesta.

Un año, el único que logré escaparme de Estados Unidos en estas fechas, fui yo quien la sostuvo cuidadosamente contra unas piernas ya muy frágiles, protegiéndola del vaivén del gentío; no me importaron las veinticuatro horas sin sueño del viaje, porque aquel gesto representaba tanto una deuda con ella como la confirmación de un vínculo. Más allá de que haya aprendido a apreciar también la belleza artística del espectáculo, creo que la clave de mi defensa de la Semana Santa reside en ese vínculo, etéreo y, a la vez, de carne y hueso.

Afirma el filósofo Byung-Chul Han que los rituales son "técnicas simbólicas de instalación en un hogar", mecanismos para hacer habitable el tiempo, que nos arrope en un reconocimiento donde radican "las metáforas generadoras de sentido y fundadoras de comunidad que dan estabilidad a la vida". Colectivos por definición, estos procesos celebratorios nos hilvanan a otra gente que comparte con nosotros momentos dilatados y construye verdaderas redes, alejadas de la perniciosa cámara de eco de las digitales. Que se paralice, en general, la rueda productiva del trabajo y surja una experiencia contrapuesta al rendimiento y al narcisismo de cada día, siguiendo con Han, contiene mucho de subversivo, sin mencionar cómo la ritualidad es capaz de enraizarnos al pasado y proyectarnos hacia el futuro ahora que nuestras sociedades parecen trastabillarse en una inmediatez perpetua muy próxima a la orfandad.  

Por supuesto, ni todos los rituales han de ser católicos, ni aceptados acríticamente –una comunidad puede forjarse alrededor de la violencia salvaje contra los excluidos, por ejemplo–, pero pretender castrarnos de la espiritualidad comunal, el jolgorio y las raíces supone ampliar aún más la atomización social en una época caracterizada por la aceleración sin rumbo. Al menos, me digo, en Semana Santa se permanece en alguna parte; al menos, puedo trazar una afinidad superior a mi tribu con personas que, en cualquier otra circunstancia, me serían extrañas y probablemente antagónicas ideológicamente, pero, de la misma forma que el comunista Carlos Cano logró cantar un himno tan sobrecogedor como Pasan los campanilleros y labrar con él un puente afectivo a lo largo y ancho del espectro político, es posible abrazar una tradición tan abarcadora desde las izquierdas sin que se nos tilde de retrógrados, ni beatos carentes de raciocinio, especialmente al enunciar desde el Sur. 

Es más, si la religión se concibiese en su connotación etimológica –del verbo "re-ligare", reunir–, o mutase en impulsos de justicia social similares a los presentes en la teología de la liberación o el ecologismo que busca salvar el planeta como creación divina, o aumentase el número de cofradías obreras, tal vez desencadenaría menos rechazo entre aquéllos que, en nuestro país, sólo pueden señalar su apropiación por el franquismo y herederos. Cambiar, resignificar, moldear el rito hacia posturas no dañinas; interrogarlo al modo de Saramago, pero no desear eliminarlo: ¿una solución? Desde luego, no seré yo quien cercene la ilusión de mi abuela, ni cierre los ventanales de mis vecinos. "              (Azahara Palomeque, Escritora y doctora en Estudios Culturales, Público, 25/03/24)

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