21/10/09

La libertad, de un día para otro... en la caída del Muro de Berlín

"Empecé a trabajar como ayudante de dirección en la Volksbühne de la plaza Rosa Luxemburgo. Pasaba el día en Berlín Este, en el teatro, y por la noche volvía a Berlín Oeste. A veces me quedaba a dormir en el Este.

Cada vez que salía del metro y subía las escaleras exclamaba asombrada: "¡Vaya, también ha nevado aquí, en el Oeste! ¡Vaya, también ha llovido aquí!". Cuando llamaba por teléfono desde el Este a mis amigos del barrio de Wedding preguntaba: "Klaus, ¿también hace sol ahí?".

Durante los dos años que trabajé en la Volksbühne, jamás fui capaz de pensar en las dos partes de la ciudad como en una unidad. Tan pronto como estaba en una de las dos mitades olvidaba inmediatamente la otra. Era como si estuvieran separadas por un inmenso mar. Imaginárselas unidas era tan imposible como pensar en Freddy Quinn y Mozart reunidos en un mismo disco. Para mí, el muro no era de piedra, sino de tiempo. Pasar de un lado a otro suponía adentrarse en un tiempo diferente. (...)

Me fui a casa de Yakup y llamé al timbre. Me abrió la puerta y al verme exclamó riendo: "¿Habéis echado abajo el muro vosotros dos, pareja de anarquistas turcos?".

"¿Qué muro?".

"¡Pero bueno, el muro ha caído! ¿Es que no os habéis dado cuenta?".

"No", dije. "Estuvimos en el Berliner Ensemble y en el Museo Pergamon, y luego fuimos a comer al Hotel Forum. No hemos notado nada. Y los camareros, tampoco".

"El muro ha caído", repetía Yakup una y otra vez.

Me cogió de la mano y me llevó a la habitación donde estaba encendido el televisor. Pasamos dos horas allí sentados. (...)

Bebimos vino y yo les hablé de gente que se había largado del Este. Una vez, un hombre trató de huir a Occidente disfrazado de cisne. Construyó una cabeza de cisne, se la colocó encima y empezó a nadar por el Spree. Los cisnes auténticos fueron hacia él, picotearon la cabeza artificial y le acompañaron nadando hasta Occidente. Así es como me lo han contado.

A la mañana siguiente, mi amigo volvió en avión a Turquía.

Yo fui directamente desde el aeropuerto al Ku’Damm. Había gente del Este por todas partes. Su vestimenta no encajaba con Berlín Oeste, sus ropas parecían muy gastadas en medio de un decorado tan elegante. Como si fueran actores de una obra de Máximo Gorki que hubieran perdido su escenario y hubieran ido a parar a otro diferente en el que se estaba representando una obra completamente distinta.

Las papeleras de las calles estaban llenas de pieles de plátano. Un vagabundo con pinta de intelectual se encaminó hacia una de ellas, contempló los montones de pieles de plátano e hizo un gesto de desprecio como en una película de cine mudo. Puso una piel de plátano bajo su zapato e hizo como si resbalara como Charlie Chaplin.

Después cogí un autobús que subía por el Ku’Damm; llevaba un abrigo de piel. Una gruesa mujer del Este se sentó a mi lado, encima del abrigo. Al darse cuenta, se levantó inmediatamente y exclamó: "¡Perdone que me haya sentado sobre su visón!".

"No es un visón", respondí.

"¡Gracias a Dios!", exclamó. "Sería una pena por el visón".

La mujer miraba por la ventana. Levantó la cabeza y contempló asombrada el cielo de Berlín Oeste al tiempo que decía para sí en voz alta: "Qué sol tan espléndido hace aquí". (Emine Sevgi Özdamar: ¡Vaya, aquí tembién ha nevado!. El País Semanal, 18/10/2009, p. 18/22)

"La caída del muro en sí me la perdí...

El día siguiente, por la tarde, fui a Berlín Oeste. Para ello tuve que cruzar un paso fronterizo. Aunque me dijeron que el muro había caído, en realidad seguía estando allí. Sencillamente, todos los pasos fronterizos estaban abiertos. Decenas de miles de personas querían pasar al otro lado, querían ver lo que no habían podido ver en todo ese tiempo: el Oeste. Los berlineses occidentales nos recibieron con júbilo y plátanos. A los pasos fronterizos llegaban camiones desde los que se repartía café, barritas de chocolate y, como he dicho, plátanos. Una empresa llamada Schering repartía mapas de la ciudad, lo que me pareció muy práctico. Nunca había oído hablar de dicha empresa, y le pregunté a una señora que me dio un mapa de la ciudad si Schering era una aseguradora. “Una empresa farmacéutica”, me contestó.

Como la muchedumbre era increíblemente numerosa, me metí por las callejuelas para hacerme una idea del “Oeste normal”. Llegué a calles que, por lo que ahora sé, son las más anodinas y menos interesantes que ofrece Berlín Oeste: explanadas industriales en las que las plazas con chatarra se alternan con naves de almacenamiento y de expedición. Lo que enseguida me llamó la atención del Oeste fueron los enormes carteles de publicidad, tan grandes como una pantalla de cine. En uno de estos carteles había un anuncio de comida para perros: un bote y, al lado, un platito con el contenido del bote. Me quedé mirando el cartel y entonces ocurrió: la comida para perros me recordó al gulash y se me hizo la boca agua. Ése fue el momento en que el Oeste quedó desmitificado para mí. Cuando te despiertan el apetito con comida para perros, están yendo demasiado lejos, me dije. (...)

El primer año de libertad fue asimismo el más bonito. Lo bonito fue que constituyó una experiencia entre muchas: pude compartir mis sentimientos con muchas personas. Precisamente al principio, muchas personas (incluido yo) utilizaron la libertad para vivir o de alguna forma llevar a la práctica la imagen que tenían de sí mismos. La libertad de ser aquello que siempre habías querido ser le dio a ese año un esplendor incomparable. El que se sentía llamado por la política pasaba a ser miembro de uno de los muchos movimientos que surgieron o, aún mejor, fundaba su propio partido (y, de hecho, fue ese primer año precisamente el que produjo tantos rostros nuevos e interesantes). El que sentía pasión por el dinero se hacía tarjetas de visita en las que, junto al nombre, estaba escrito “director” y comerciaba con coches o antigüedades. El que siempre había querido tener un bar podía abrir uno sin ningún esfuerzo (y en la mayoría de los casos se arruinaba). (...)

Sin embargo, ¿cuánta RDA, cuánto comunismo sigo llevando dentro? Para mí es una pregunta (o una suposición) normal que un alemán oriental en Alemania se tiene que plantear, ya que con la unidad alemana los alemanes orientales no sólo recibimos el bonito marco alemán, sino también a los alemanes occidentales, que presumían de saber cómo funciona la libertad.

La verdad es que la unidad alemana es la cuestión dominante y omnipresente de los últimos 20 años, por lo menos para los alemanes orientales. Tengo la sensación de que el este de Alemania, es decir, aquellos que viven “en libertad” desde hace 20 años, no pueden reflexionar acerca de su libertad, porque el proceso de adaptación a la sociedad alemana occidental, con todas sus leyes, autoridades y disposiciones, todos los rituales para presentar solicitudes, requiere mucho tiempo. Aunque todo tuviera la etiqueta de “libertad”, lo que estaba escrito en letra pequeña era simplemente demasiado.

He aprendido algo sobre la libertad. Por ejemplo, que un Estado que garantiza las libertades civiles (libertad de prensa, libertad de opinión, etcétera) no produce automáticamente personas libres. No eres una persona libre sólo porque vivas en una sociedad libre, en un país libre. Ser una persona libre es tarea de todo individuo, día a día. Está claro que puedes ser libre si cierras los ojos y cantas. Pero si tienes dinero, es más fácil ser libre. La libertad es un ideal importante y tentador y, al mismo tiempo, una promesa por la que es fácil dejarse engañar. Por tanto, es posible que el concepto de libertad sea el concepto más malinterpretado de nuestros tiempos, no sólo en discursos políticos o en la publicidad, sino también debido al hecho de que se suele confundir con un sinónimo de falta de respeto o irresponsabilidad. No obstante, el tono solemne de la libertad no se ve afectado por eso, lo que demuestra lo poderosas que son las sensaciones que la palabra libertad despierta en nosotros. Es un milagro que el tono solemne de la libertad sea aún más fuerte que la ridiculización de dicho tono.

Y una de las alteraciones más profundas de la imagen que tengo de la humanidad fue descubrir hace unos años que no todas las personas quieren la libertad, que no para todas las personas la libertad es un regalo. Algunos se sienten atemorizados, abrumados. Hay personas que necesitaban la RDA. John Irving exponía en su primera novela, Libertad para los osos, una parábola sobre la libertad fácil de retener. Habla de dos estudiantes que planean un complot para liberar a los animales del zoo de Viena y al final lo llevan a cabo. Entre los animales que todavía están encerrados se desata el caos y bastantes pagan el precio de la libertad con su vida. Para estos animales, el breve momento de la libertad termina de una forma igual de cruel que para otros era el estar encerrados." (Thomas Brussig: Cúanto comunismo llevamos dentro. El País Semanal, 18/10/2009, p. 72/78)

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