"A esta idea se le dió el nombre de “fundamentalismo económico de mercado”, sin duda una reproducción nefasta del principio de laissez-faire. Evidentemente el laissez-faire siempre ha sido el principio fundamental del capitalismo, llamado también libre mercado, mercado no intervenido
políticamente o de libre movimiento de los diferentes factores económicos.
Este principio ya estaba generalizado globalmente desde mediados del siglo XIX. También entonces fue un tipo de reductio ad absurdum. Tal y como escribí un día, si se me permite citarme:
“Esa economía no reconocía fronteras, pues cuando alcanzaba mayor rendimiento era cuando nada interfería con el libre movimiento de los factores de producción. Así pues, el capitalismo no sólo era internacional en la práctica, sino internacionalista desde el punto de vista teórico. El ideal de sus teóricos era la división internacional del trabajo, que aseguraba el crecimiento más intenso de la economía.
Sus criterios eran globales: no tenía sentido intentar producir plátanos en Noruega, porque su producción era mucho más barata en Honduras. Rechazaban cualquier tipo de argumento local o regional opuesto a sus conclusio nes.
La teoría del liberalismo económico puro se veía obligada a aceptar las consecuencias más extremas, incluso absurdas, de sus supuestos siempre que se demos trara que producían resultados óptimos a escala global.
Si se podía demostrar que toda la producción industrial del mundo debía estar concentrada en Madagascar (de la misma forma que el 80 % de la producción de relojes estaba concentrada en una pe queña zona de Suiza), o que toda la población de Francia debía trasladarse a Siberia (al igual que una parte importante de la población noruega se trasladó mediante la emigración a los Estados Unidos), no existía argumento económico alguno que pudiera oponerse a esas iniciativas”. (...)
La novedad desde los años 70, desde mi punto de vista, es que la economía mundial se ha globalizado, no sólo porque las divisas u otros medios financieros fueron ne gociados internacionalmente como antes, así como las importaciones y exportaciones, sino porque también la producción ha sufrido un giro internacional y/o multinacional.
A pesar de todo la novedad no fue la vuelta del laissez-faire, o libre mercado, sino la forma en la que reaparecía, convertido en una nueva fe.
En primer lugar, la mayoría de los economistas no creía en que el capitalismo se desarrollara a partir de una crisis constante. Se decía: pffff, sabemos mucho sobre esto, y ya está resuelto.
En segundo lugar, creían que el libre mercado siempre resuelve racionalmente los problemas que crea.
Y en tercer lugar, y consecuentemente, se suponía que se generaría no sólo un crecimiento económico máximo, sino también un bienestar máximo del conjunto de la población. En tanto que los hombres son individuos y agentes racionales en un mercado que tiene su propia racionalidad.
Por ello, no se deberían generar dificultades si no fuera por la interven ción de los Estados, de los políticos u otros actores de fuera del mercado. Que cualquiera de los implicados pudiera pensar seriamente en estos preceptos parece hoy increíble. (...)
Esto ya era así a finales de los años 90, cuando una gran empresa de inversiones de los Es tados Unidos que estaba gestionada por ga nadores del premio Nobel fracasó; los economistas habían dicho: “Sí, tiene que funcionar... No hay riesgo. El único riesgo que podemos contemplar ocurre una vez cada 23 millones de años”.
¡Esto es una imbecibilidad! Las cosas en el mundo no son como dicen estos teólogos. Pero parecían tener razón. Y de ahí que toda esta gente no tiene hoy una verdadera solución entre
sus manos." (1)
(1) 1. Eric J. Hobsbawm: La era del imperio, 1875-1914. Barcelona: Crítica 1987/2001, p. 49.
(El Viejo Topo, nº 263, diciembre, 2009, p. 31 ss. En la tercera crisis. Entrevista a Eric J. Hobsbawn)
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