2/6/11

"Sí, lo sé. Todos los grandes hombres fueron ignorados; pero yo no soy un gran hombre, así que preferiría tener éxito inmediatamente"

"El éxito es una bendición; el éxito es una catástrofe. He aquí dos proposiciones verdaderas; he aquí dos proposiciones contradictorias. Todo aquel que experimenta el éxito experimenta, en grados variables y con variable intensidad, esa verdad antagónica, sobre todo si el éxito es un éxito inesperado y repentino.

El innominado narrador-protagonista de La velocidad de la luz experimenta el éxito más como catástrofe que como bendición; yo lo he experimentado más como bendición que como catástrofe. (...)

Un sincero sarcasmo de Jules Renard que se cita en La velocidad de la luz: "Sí, lo sé. Todos los grandes hombres fueron ignorados; pero yo no soy un gran hombre, así que preferiría tener éxito inmediatamente". (...)

¿La catástrofe del éxito? Dios mío, ¿no suena eso igual que Los ricos también lloran? ¿No es otro sarcasmo, por no decir un topicazo infame acuñado por quienes tienen éxito para no sentirse culpables y para que nadie les eche en cara su éxito? De acuerdo (...)

Rodney Falk, un personaje de La velocidad de la luz -un veterano de Vietnam que viste chaquetón de cuero, gorro de invierno y gafas de sol, y hasta de vez en cuando un parche de tela en el ojo-, tiene algo que decir al respecto: "Las ideas no se convierten en tópicos porque sean falsas, sino porque son verdaderas, o al menos porque contienen una parte sustancial de verdad.

Y cuando uno se aburre de la verdad y empieza a decir cosas originales tratando de hacerse el interesante, acaba no diciendo más que tonterías. En el mejor de los casos, tonterías originales y hasta interesantes, pero tonterías". También Tennessee Williams tiene algo que decir al respecto.

En 1945, con 34 años, Williams estrenó El zoo de cristal, un drama cuyo éxito apoteósico lo catapultó de un día para otro, como un Lucien Rubempré del Misisipí, desde la más negra oscuridad de la provincia hasta una suite de un hotel de cinco estrellas en Manhattan. Años después, recordando aquellos días fulgurantes, escribió un ensayo precisamente titulado La catástrofe del éxito.

Allí se lee: "Pronto me sorprendí sintiéndome indiferente a la gente. Un chorro de cinismo brotó de mí. Todas las conversaciones sonaban como si hubieran sido grabadas años atrás y estuvieran siendo reproducidas con un gramófono. La sinceridad y la bondad parecían haber huido de las voces de mis amigos. Sospechaba que estaban siendo hipócritas. Dejé de llamarlos, dejé de verlos. Me impacientaba lo que consideraba adulación inane.

Me enfermaba tanto oírle decir a la gente '¡Me encantó tu obra!' que ya ni siquiera era capaz de dar las gracias. Me atragantaba con las palabras y me apartaba groseramente de aquella persona por lo común sincera.

Ya no me sentía orgulloso de la obra, sino que empezó a disgustarme, probablemente porque me sentía demasiado hueco como para crear otra. Andaba por ahí como muerto, y lo sabía, pero en esa época no había amigos que conociera o en los que confiara lo bastante como para llevarlos aparte y contarles qué pasaba". (...)

Acaso ningún escritor encarna mejor que Francis Scott Fitzgerald la catástrofe del éxito. En 1920, cuando apenas era un muchacho recién salido de la adolescencia, su primera novela le hizo de repente rico y famoso, y durante toda esa década frenética vivió arrastrado por lo que mucho más tarde llamó "el viento salvaje del éxito": proclamado rey de la juventud americana, convirtió aquellos años en una juerga excéntrica, romántica e ininterrumpida (...)

La resaca fue apocalíptica. A principios de los años treinta, cuando su país permanecía sumido en una depresión colectiva tras el crash de Wall Street, Fitzgerald ya era sólo una sombra de sí mismo, un superviviente de una época a un tiempo reciente y remota: sin saber cómo había ocurrido, se vio arruinado, prematuramente envejecido y exhausto, tiranizado por el alcohol e incapaz de escribir, hundido en el pozo pestilente de la autocompasión, torturado por el recuerdo de los años felices en compañía de su mujer -ahora postrada en un sanatorio psiquiátrico-, pero sobre todo por su incapacidad para comprender cómo, dónde y cuándo se había iniciado el implacable y silencioso proceso de demolición que lo había enterrado en aquella muerte en vida. (...)

En la novela, un joven escritor llamado Shep Stearns -trasunto transparente de Schulberg- recibe el encargo de trabajar en un guión con un viejo escritor terminal llamado Manley Halliday -trasunto transparente de Fitzgerald-. Stearns y Halliday hablan una y otra vez del éxito y el fracaso.

"El éxito descoloca a los escritores", dice en algún momento Halliday. "Los aísla". "No hay peor fracaso que el éxito", dice en otro momento Halliday. "Prueba a escribir un best seller, una obra taquillera, un gran éxito. Hazlo y te harás rico y famoso. Los escritores quedan atrapados en el sistema americano. Bombo. Cócteles. Listas de superventas. La adoración del éxito". "Créeme, muchacho", dice o piensa Halliday en su delirio final. "En América nada conduce tanto al fracaso como el éxito". (...)

El éxito alimenta más que ninguna otra cosa el impulso autodestructivo de cualquier escritor medianamente decente, porque la tentación de desenmascarar por sí mismo la farsa descomunal que el éxito supone es tan fuerte que el escritor se ve obligado a realizar un esfuerzo descomunal para resistirse a ella.

Por supuesto, el alcohol y el derroche y placer secreto de la necedad no son las únicas formas de autodestruirse. También está el silencio: el rechazo taxativo a seguir participando de la farsa. (...)

En 1957, Rafael Sánchez Ferlosio publicó su segunda novela: El Jarama; el libro fue un gran éxito.

"Me dieron hasta un banquete en el Café Valera", escribe Ferlosio años más tarde, "y, tal vez ya semiconsciente del enorme bluff, sentí tanta vergüenza y tanta agorafobia que incurrí en la terrible grosería de no levantarme a dar las gracias por el homenaje y por los varios discursos. Quizá en aquel momento fue cuando se me apareció por vez primera la amenazadora sombra del grotesco papelón de literato; así que, obispo de mí mismo, me mandé retirar, para dedicarme a 'altos estudios eclesiásticos". (...)

Una frase de Elías Canetti que no se cita en La velocidad de la luz: "El éxito es el espacio que uno ocupa en el periódico. El éxito es la desvergüenza de un día". Otra frase, ésta de Carlos Pujol, que tampoco se cita en La velocidad de la luz: "La falta de éxito es una bendición de la que uno siempre está inconsolable". (...)

Nadie ignora que el éxito -se dé en el ámbito en que se dé: la literatura, los negocios, el deporte- no es obra del mérito, sino del azar: de una serie de factores imponderables, imprevisibles también. El éxito no guarda la menor relación con la calidad de una obra; el fracaso, por desgracia, tampoco.

Quiero decir que la relación entre la cantidad de lectores y la calidad de una obra sólo puede resumirse así: hay libros malos que se leen mucho y libros malos que se leen poco, igual que hay libros buenos que se leen poco y libros buenos que se leen mucho. O sea, que hay de todo, y a quien le urja claridad con que proveerse de buena conciencia, que la busque en otro sitio. (...)

¿Qué hacer entonces?, repito. En El crack-up -un texto autobiográfico que es a partes iguales una autoautopsia y una oración funeral, escrito poco antes de que conociera en Hollywood a Budd Schulberg-, Scott Fitzgerald afirma que el síntoma de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener al mismo tiempo en la mente dos ideas opuestas y conservar la capacidad de seguir funcionando. El éxito es una bendición; el éxito es una catástrofe: he ahí dos ideas opuestas y verdaderas. (...)

Creo que Tennessee Williams también lo llamaba así: "Una vez comprendes del todo la vacuidad de una vida sin pelea", escribió, "estás equipado con los instrumentos básicos de la salvación". (Javier Cercas: Escribir con un viento salvaje. El País, 06/03/2005)

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