"(...) la crisis financiera ilustró a escala macro-social (por ejemplo, en los
conflictos entre países de la zona euro) lo que la meritocracia liberal
hace con la gente.
La solidaridad se convierte en un lujo costoso y
deja paso a alianzas temporales, siendo la máxima preocupación siempre
sacarle más partido a la situación que tus competidores. Se debilitan
los vínculos sociales con los compañeros, lo mismo que el compromiso
emocional con la empresa o la organización.
El acoso solía limitarse a las escuelas; ahora es un rasgo común del
lugar de trabajo. Se trata de un síntoma típico del impotente que
desahoga su frustración con los débiles; en psicología se conoce como
desplazamiento de la agresión. Hay una sensación oculta de temor, que va
de la ansiedad por el desempeño a un miedo social más amplio al otro
como amenaza.
La evaluación constante en el trabajo provoca un descenso de la
autonomía y una creciente dependencia de normas externas y a menudo
movibles. Esto tiene como resultado lo que el sociólogo Richard Sennett
ha descrito adecuadamente como “infantilización de los trabajadores”.
Los adultos exhiben estallidos infantiles de mal genio y se muestran
celosos por trivialidades (“Tiene una silla nueva de oficina, y yo
no”), cuentan mentiras piadosas, disfrutan cuando se hunden los demás y
abrigan mezquinos sentimientos de venganza. Es el resultado de un
sistema que impide a la gente pensar independientemente y que no sabe
tratar a sus empleados como adultos.
Más importante, sin embargo, es el grave daño causado al amor propio de
la gente. El amor propio depende en buena medida el reconocimiento que
recibimos de los demás, como han demostrado pensadores que van de Hegel a
Lacan. Sennett llega a una conclusión semejante cuando considera que la
pregunta principal de los empleados es “¿Quién me necesita?”. Para un
grupo cada vez mayor de personas, la respuesta es: nadie.
Nuestra sociedad proclama constantemente que cualquiera puede
conseguirlo sólo con esforzarse lo suficiente, mientras refuerza a la
vez los privilegios y ejerce una presión cada vez mayor sobre sus
agobiados y exhaustos ciudadanos. Cada vez hay un número mayor de
personas que fracasan, se sienten humilladas, culpables y avergonzadas.
Siempre se nos dice que tenemos mayor libertad que nunca para elegir el
rumbo de nuestra vida, pero la libertad de elegir fuera del relato del
éxito es limitada. Además, a los que fracasan se les juzga como si
fueran perdedores o gorrones que se aprovechan de nuestro sistema de
seguridad social.
La meritocracia neoliberal querría hacernos creer que el éxito depende
del esfuerzo y los talentos individuales, lo que significa que la
responsabilidad reside enteramente en el individuo y que la autoridad
debería otorgar a la gente toda la libertad posible para alcanzar esta
meta.
Para quienes creen en el cuento de hadas de la elección sin
restricciones, la soberanía y la autogestión personales son los mensajes
políticos preeminentes, sobre todo si parecen prometer libertad. Junto a
la idea del individuo perfectible, la libertad que nosotros mismos
advertimos que tenemos en Occidente es la mayor falsedad de esta hora y
época.
El sociólogo Zygmunt Bauman resumió con esmero la paradoja de nuestra
época: “Nunca hemos sido tan libres. Nunca hemos sido tan impotentes”.
Somos desde luego más libres que antes, en el sentido de que podemos
criticar la religión, aprovechar la nueva actitud de laissez-faire
respecto al sexo y apoyar cualquier movimiento político que nos guste.
Podemos hacer todas estas cosas porque ya no significan nada: la
libertad de este género proviene de la indiferencia. Pero, por otro
lado, nuestra vida diaria se ha convertido en una batalla constante
contra una burocracia que dejaría a Kafka embelesado. Hay regulaciones
para todo, desde el contenido de sal en el pan hasta la cría de pollos
urbanos.
Nuestra presunta libertad se vincula a una condición central: debemos
tener éxito, es decir, “hacer” algo de nosotros. No hay que buscar los
ejemplos muy lejos. Un individuo altamente cualificado que pone la
crianza de los hijos por delante de su carrera será blanco de las
críticas.
De una persona con un buen puesto que declina un ascenso para
invertir más tiempo en otras cosas se piensa que está loca, a menos que
esas otras cosas garanticen el éxito. A una joven que quiere ser maestra
de escuela primaria le dicen sus padres que debería empezar por hacer
un máster en Económicas. Una maestra de primaria, ¿en qué estará
pensando? (...)" (Paul Verhaeghe, Sin Permiso, en Jaque al neoliberalismo, 27/10/2014)
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