19/11/14

Hay una sensación oculta de temor, que va de la ansiedad por el trabajo, a un miedo social más amplio al otro como amenaza.

"(...) la crisis financiera ilustró a escala macro-social (por ejemplo, en los conflictos entre países de la zona euro) lo que la meritocracia liberal hace con la gente. 

La solidaridad se convierte en un lujo costoso y deja paso a alianzas temporales, siendo la máxima preocupación siempre sacarle más partido a la situación que tus competidores. Se debilitan los vínculos sociales con los compañeros, lo mismo que el compromiso emocional con la empresa o la organización.

El acoso solía limitarse a las escuelas; ahora es un rasgo común del lugar de trabajo. Se trata de un síntoma típico del impotente que desahoga su frustración con los débiles; en psicología se conoce como desplazamiento de la agresión. Hay una sensación oculta de temor, que va de la ansiedad por el desempeño a un miedo social más amplio al otro como amenaza.

La evaluación constante en el trabajo provoca un descenso de la autonomía y una creciente dependencia de normas externas y a menudo movibles. Esto tiene como resultado lo que el sociólogo Richard Sennett ha descrito adecuadamente como “infantilización de los trabajadores”.

 Los adultos exhiben estallidos infantiles de mal genio y se muestran celosos por trivialidades (“Tiene una silla nueva de oficina, y yo no”), cuentan mentiras piadosas, disfrutan cuando se hunden los demás y abrigan mezquinos sentimientos de venganza. Es el resultado de un sistema que impide a la gente pensar independientemente y que no sabe tratar a sus empleados como adultos.

Más importante, sin embargo, es el grave daño causado al amor propio de la gente. El amor propio depende en buena medida el reconocimiento que recibimos de los demás, como han demostrado pensadores que van de Hegel a Lacan. Sennett llega a una conclusión semejante cuando considera que la pregunta principal de los empleados es “¿Quién me necesita?”. Para un grupo cada vez mayor de personas, la respuesta es: nadie.

Nuestra sociedad proclama constantemente que cualquiera puede conseguirlo sólo con esforzarse lo suficiente, mientras refuerza a la vez los privilegios y ejerce una presión cada vez mayor sobre sus agobiados y exhaustos ciudadanos. Cada vez hay un número mayor de personas que fracasan, se sienten humilladas, culpables y avergonzadas. 

Siempre se nos dice que tenemos mayor libertad que nunca para elegir el rumbo de nuestra vida, pero la libertad de elegir fuera del relato del éxito es limitada. Además, a los que fracasan se les juzga como si fueran perdedores o gorrones que se aprovechan de nuestro sistema de seguridad social.

La meritocracia neoliberal querría hacernos creer que el éxito depende del esfuerzo y los talentos individuales, lo que significa que la responsabilidad reside enteramente en el individuo y que la autoridad debería otorgar a la gente toda la libertad posible para alcanzar esta meta. 

Para quienes creen en el cuento de hadas de la elección sin restricciones, la soberanía y la autogestión personales son los mensajes políticos preeminentes, sobre todo si parecen prometer libertad. Junto a la idea del individuo perfectible, la libertad que nosotros mismos advertimos que tenemos en Occidente es la mayor falsedad de esta hora y época.

El sociólogo Zygmunt Bauman resumió con esmero la paradoja de nuestra época: “Nunca hemos sido tan libres. Nunca hemos sido tan impotentes”. Somos desde luego más libres que antes, en el sentido de que podemos criticar la religión, aprovechar la nueva actitud de laissez-faire respecto al sexo y apoyar cualquier movimiento político que nos guste. 

Podemos hacer todas estas cosas porque ya no significan nada: la libertad de este género proviene de la indiferencia. Pero, por otro lado, nuestra vida diaria se ha convertido en una batalla constante contra una burocracia que dejaría a Kafka embelesado. Hay regulaciones para todo, desde el contenido de sal en el pan hasta la cría de pollos urbanos.

Nuestra presunta libertad se vincula a una condición central: debemos tener éxito, es decir, “hacer” algo de nosotros. No hay que buscar los ejemplos muy lejos. Un individuo altamente cualificado que pone la crianza de los hijos por delante de su carrera será blanco de las críticas.

 De una persona con un buen puesto que declina un ascenso para invertir más tiempo en otras cosas se piensa que está loca, a menos que esas otras cosas garanticen el éxito. A una joven que quiere ser maestra de escuela primaria le dicen sus padres que debería empezar por hacer un máster en Económicas. Una maestra de primaria, ¿en qué estará pensando? (...)"           (Paul Verhaeghe, Sin Permiso, en Jaque al neoliberalismo, 27/10/2014)

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