"(...) el origen productivo de lo que compramos es una parte importante del imaginario que construye la marca:
un elocuente spot de las pizzas Casa Tarradellas se representa en una
masía rústica, con una familia disfrutando de un paraje rural
mitificado, donde la abuela saca de la nevera la pizza con su envoltorio
de plástico, para terminar de cocinarla en un horno de leña y
sirviéndola en una pala de madera.
Dentro del supermercado, la vaca de
Milka, la ovejita de Norit, el corral de gallinas de Avecrem, la lechera
con cántaro de Nestlé, el agricultor de Orlando y muchos prados de
exquisito cuidado. Todos estos productos hacen referencia a este amable
origen rural porque sirve de vínculo catártico que nos señala cómo se
hacían las cosas cuando se hacían bien.
Pero ya sabemos que poco tienen que ver esas idílicas reminiscencias
con una industria de la alimentación dominada por oligopolios y
coleccionismo de marcas.
La multinacional anglo-holandesa Unilever, por ejemplo, llegó a tener 1.600 marcas de alimentación e higiene en todo el mundo,
que terminó reduciendo a las 400 que eran líderes de mercado en los 150
países donde está presente. Hoy Unilever asegura vender 1.700 productos
por segundo y en un mismo estante del supermercado puedes encontrar sus
diversos tarros de mahonesa Hellman’s, Calvé y Ligeresa.
Es la cruel
batalla por los márgenes comerciales y no la sostenibilidad rural lo que
hace de faro a la industria de la alimentación: “Buena parte de la
concentración de la industria alimentaria vivida en la última década, en
la que las grandes empresas se han gastado miles de millones de dolares
en absorber otras más pequeñas, estaba motivada por la necesidad de
reducir los costes para sobrevivir a la presión incesante que las
cadenas de distribución ejercían sobre los precios”, explica Paul
Roberts, autor de El hambre que viene.
Pero Unilever también es una de las seis grandes multinacionales
(junto a P&G, L’Oréal –participada por Nestlé–, Colgate-Palmolive y
Avon) que suman el 36% del negocio mundial de belleza y cuidado
personal. La estructura oligopolística que conforman se vislumbra cada
poco tiempo en la prensa.
En 2011, por ejemplo, la Comisión
Europea demostró que Unilever, P&G y Henkel pactaron los precios y
se repartieron el mercado de los detergentes para lavadora en siete países de la UE durante al menos tres años.
Oligopolios que recopilan las marcas más conocidas, modelos de
producción de alimentos en escala que presionan a agricultores y
ganaderos hasta límites vergonzosos, pero sus latas están llenas de “al
estilo tradicional”, “natural y saludable” y otros reclamos de ese tipo.
Según la consultora Terra Choice Environmmental, el numero de anuncios verdes se habría multiplicado por 20 en 10 años y triplicado desde 2006.
Aquí, el uso indiscriminado de conceptos como “natural” o “sostenible”
motivó incluso una investigación del Ministerio de Medio Ambiente: “Se
corre el riesgo de caer en la publicidad engañosa, ya que en muchas
ocasiones son precisamente los productos más contaminantes (como los
automóviles o los carburantes) los que se disfrazan de verde”, decían
los investigadores de la Universidad de Valladolid que hicieron el
estudio.
La iconografía de lo rural como un jardín frondoso y a veces
semisalvaje mantiene la idea romántica de que en la base del modelo
capitalista todavía está el campo:
“A medida que fue ganando
terreno la sensibilidad ambiental de la población, se observó que
resultaba más fácil y ventajoso para políticos y empresarios contentarla
a base de invertir en imagen verde que en tratar de reconvertir el
metabolismo de la sociedad industrial y las reglas del juego económico
que lo mueven”, explica José Manuel Naredo.
A finales de los 60, la nueva colección de objetos de consumo tiene
hasta una dimensión lingüística y el vertiginoso ritmo de renovación de
los productos y su calculada obsolescencia satura la comunicación de
alusiones comerciales: “En la Enciclopedia, el hombre pudo ofrecer un
cuadro completo de los objetos prácticos y técnicos de que estaba
rodeado.
Después se rompió el equilibrio: los objetos cotidianos (no
hablo de máquinas) proliferan, las necesidades se multiplican, la
producción acelera su nacimiento y su muerte, nos falta un vocabulario
para nombrarlos”, diría Baudrillard por entonces. Seguimos sin palabras
para delimitar esta sociedad de sobreconsumo y, justamente por eso, “nuevo”,
“natural” y “tradicional” son el repetitivo mantra que nos intenta
convencer de que aún hay una conexión natural con la producción. Con la fórmula tradicional todo sigue en su sitio." (Isidro Jiménez Gómez
, Diagonal, 07/01/15)
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