"Algún día, cuando se pueda caracterizar la época en que vivimos, la
principal sorpresa será que todo se vivió sin antes ni después,
sustituyendo la causalidad por la simultaneidad, la historia por la
noticia, la memoria por el silencio, el futuro por el pasado, el
problema por la solución.
Así, las atrocidades bien pudieron atribuirse a
las víctimas; los agresores fueron condecorados por su valentía en la
lucha contra las agresiones; los ladrones fueron jueces; los grandes
responsables políticos pudieron tener una cualidad moral minúscula en
comparación con la magnitud de las consecuencias de sus decisiones. Fue
una época de excesos vividos como carencias; la velocidad fue siempre
menor de lo que debía ser; la destrucción siempre justificada por la
urgencia de construir.
El oro fue la base de todo, pero estaba asentado
en una nube. Todos fueron emprendedores hasta demostrar lo contario,
pero la prueba de lo contrario fue prohibida por las pruebas a favor.
Hubo inadaptados, aunque la inadaptación apenas se distinguía de la
adaptación: tantos eran los campos de concentración de la heterodoxia
dispersos por la ciudad, por los bares, por las discotecas, por la
droga, por Facebook.
La opinión pública pasó a ser igual a la privada de quien tenía poder
para publicitarla. El insulto se convirtió en el medio más eficaz del
ignorante para ser intelectualmente igual al sabio.
Se desarrolló el modo a través del cual los envases inventaron sus
propios productos y de no haber productos fuera de ellos. Por eso, los
paisajes se convirtieron en paquetes turísticos y las fuentes y
manantiales tomaron la forma de botella. Cambió el nombre de las cosas
para que estas se olvidaran de lo que eran. La desigualdad pasó a
llamarse mérito; la miseria, austeridad; la hipocresía, derechos
humanos; la guerra civil sin control, intervención humanitaria; la
guerra civil mitigada, democracia.
La propia guerra pasó a llamarse paz
para poder ser infinita. También el Guernika pasó a ser un mero cuadro
de Picasso para no estorbar el futuro del eterno presente. Fue una época
que comenzó con una catástrofe, pero que pronto logró convertir
catástrofes en entretenimiento. Cuando una gran catástrofe sobrevenía,
parecía ser sólo una nueva serie. (...)
Operaban tres poderes al mismo tiempo, ninguno democrático: el
capitalismo, el colonialismo y el patriarcado; servidos por varios
subpoderes, religiosos, mediáticos, generacionales, étnico-culturales,
regionales. Curiosamente, no siendo ninguno democrático, eran el pilar
de la democracia realmente existente. Eran tan fuertes que era difícil
hablar de cualquiera de ellos sin incurrir en la ira de la censura, la
demonización de la heterodoxia, el estigma de la diferencia.
El capitalismo, que se basaba en los intercambios desiguales entre
seres humanos supuestamente iguales, se disfrazaba tan bien de realidad
que el propio nombre cayó en desuso. Los derechos de los trabajadores
eran considerados poco más que pretextos para no trabajar. El
colonialismo, basado en la discriminación contra seres humanos que sólo
eran iguales de manera diferente, tenía que ser aceptado como algo tan
natural como la preferencia estética.
Las presuntas víctimas de racismo y
xenofobia, antes que víctimas, eran siempre sujetos de provocación. A
su vez, el patriarcado, que se basaba en la dominación de las mujeres y
la estigmatización de las orientaciones no heterosexuales, tenía que ser
aceptado como algo tan natural como una preferencia moral compartida
por casi todos. (...)
Fue una época que conoció la esperanza, pero en cierto momento la
halló muy exigente y cansadora. Prefirió, en general, la resignación.
Los inconformes con tal renuncia tuvieron que emigrar.
Sus destinos
fueron tres: ir afuera, donde la remuneración económica de la
resignación era mejor y por eso se confundía con la esperanza; ir
adentro, donde la esperanza vivía en las calles de la indignación o
moría en la violencia doméstica, en el crimen común, en la rabia
silenciada de las casas, de la espera en las salas de urgencia de
hospitales, de las prisiones, y de los ansiolíticos y antidepresivos; y
el tercer grupo quedaba entre dentro y fuera, en espera, donde la
esperanza y la falta de ella alternaban como las luces de los semáforos.
Todo pareció estar al borde de la explosión, pero nunca explotó
porque fue explotando, y quien sufría con las explosiones o estaba
muerto o era pobre, subdesarrollado, viejo, atrasado, ignorante,
prejuicioso, inútil, loco; en cualquier caso, descartable. Era la gran
mayoría, pero una insidiosa ilusión óptica la tornaba invisible. Fue tan
grande el miedo de la esperanza que la esperanza acabó por tener miedo
de sí misma y entregó a sus adeptos a la confusión.
Con el tiempo, el pueblo se transformó en el mayor problema, por el
simple hecho de haber tanta gente demás. La gran cuestión pasó a ser qué
hacer con tanta gente que en nada contribuía al bienestar de quienes lo
merecían. (...)
La simultaneidad de los dioses con los humanos fue una de las
conquistas más fáciles de la época. Bastó para ello con comercializarlos
y venderlos en los tres mercados celestiales existentes: el del futuro
más allá de la muerte, el de la caridad y el de la guerra. Surgieron
muchas religiones, cada una parecida con los defectos atribuidos a las
religiones rivales, pero todas coincidían en ser lo que más decían no
ser: mercado de emociones. Las religiones eran mercados y los mercados
eran religiones.
Es extraño que una época que comenzó solo teniendo futuro (todas las
catástrofes y atrocidades anteriores eran la prueba de la posibilidad de
un nuevo futuro sin catástrofes ni atrocidades) haya terminado solo
teniendo pasado. Cuando comenzó a ser excesivamente doloroso pensar el
futuro, el único tiempo disponible fue el pasado.
Como ningún gran
acontecimiento histórico nunca fue previsto, también esta época terminó
cogiendo a todos por sorpresa. A pesar de ser generalmente aceptado que
el bien común no podía dejar de asentarse en el lujoso bienestar de
pocos y el miserable malestar de las grandes mayorías, había quien no
estuviese de acuerdo con tal normalidad y se rebeló. Los inconformes se
dividían en procurar tres estrategias: mejorar lo que había, romper con
lo que había, no depender de lo que había.
Visto hoy, a tanta distancia, era obvio que las tres estrategias
debían ser utilizadas articuladamente, a modo de división de tareas en
cualquier trabajo complejo, una especie de división del trabajo del
inconformismo y de la rebeldía. Pero en esa época ello no fue posible
porque los rebeldes no veían que, siendo producto de la sociedad contra
la cual luchaban, tendrían que comenzar por rebelarse contra sí mismos,
transformándose primero ellos antes de querer transformar la sociedad.
Su ceguera los hizo dividirse sobre lo que debía unir y unirse respecto a
lo que los debía dividir. Por eso ocurrió lo que ocurrió. Y cuán
terrible fue está bien inscrito en el modo como vamos intentando curar
las heridas de la carne y del espíritu al mismo tiempo que reinventamos
una y otro.
¿Por qué persistimos, después de todo? Porque estamos reaprendiendo a
alimentarnos de la hierba dañina que la época pasada más radicalmente
intentó erradicar, recurriendo para eso a los más potentes y
destructivos herbicidas mentales: la utopía." (Boaventura de Sousa Santos – Público.es , en Attac España, 21/09/2015)
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