"La ignorancia es la dicha (Thomas Gray, poeta inglés)
La felicidad se ha vuelto una industria. No parece
pasar un día sin que algún departamento de gobierno, o universidad, o
filósofo, o economista, o bloguero proponga lo que pretende ser un
análisis nuevo o un plan práctico para alcanzar el sueño que todos
anhelamos. Hagan una búsqueda en Amazon: hay 14.384 libros sobre la
conquista de la felicidad.
Pero, ¿qué pasa si la felicidad existe no solo en
nuestras mentes o corazones sino en un lugar? ¿Y qué tal si ese lugar es
Paraguay? Sí, Paraguay, un país encerrado en el centro geográfico de
Sudamérica al que han acudido comunidades alemanas, irlandesas,
estadounidenses, australianas, finlandesas desde hace 150 años —o más,
si incluimos a los misioneros jesuitas del siglo XVII— convencidos de
que aquí descubrirían la utopía; un país que durante los tres últimos
años seguidos ha sido, según unas encuestas globales que hace la
reputada agencia Gallup, el más feliz de la tierra.
Viajé a Paraguay a ver si daba con el secreto y me
encontré con una tierra que parecía tenerlo todo. Prácticamente vacía
(siete millones de habitantes; casi dos veces el tamaño de Alemania), la
tierra es tan fértil que los mangos se pudren en el suelo, dan
aguacates de comer a los cerdos, exportan más carne que Argentina y el
agua de sus grandes ríos es tan abundante que no solo supera todas las
necesidades agrícolas y humanas sino que, gracias a la represa gigante
de Itaipú, dispone de casi diez veces más electricidad renovable —y
eterna— de la que requiere su población.
En la teología tradicional indígena, la guaraní,
existe el concepto paradisíaco de “la tierra sin mal”. Pareciera que la
hubiesen encontrado. Pero rasqué un poco y vi que a los humanos les
quedaba algo por hacer.
Resulta que, en la ausencia de un sistema de justicia
remotamente serio, la corrupción permea las instituciones políticas y
estatales de arriba abajo, de los jueces a los policías, de los
ministros a los funcionarios.
Resulta también que los pobres son cada
día más pobres y los pocos ricos más ricos, entre ellos el actual
presidente y magnate tabacalero Horacio Cartes, que, según me contó uno
de sus conocidos, confesó una vez que se metió en la política en parte
porque no sabía ya qué hacer con sus millones.
Pero entonces, si Paraguay es uno de los países más
injustos, más corruptos y más desiguales de la tierra, y si estamos casi
todos de acuerdo que la injusticia, la corrupción y la desigualdad son
los grandes males que nos azotan, ¿por qué sus habitantes dicen que son
tan felices?
En primer lugar, como escribió un columnista
paraguayo hace un par de semanas, porque “una de las características más
connotadas de nuestra idiosincrasia” es “la obcecación”. Con la mirada
puesta en la imaginaria tierra sin mal, muchos se niegan a ver el mal
real que les rodea.
El ejemplo más sorprendente que encontré fue el del
héroe patrio, Francisco Solano López, el aniversario de cuya muerte en
1870 es el gran día de fiesta nacional. El autodenominado mariscal López
fue un déspota cuyo endiosamiento y tiranía no sería superado por
ninguno de los dictadores latinoamericanos que le siguieron.
Durante sus
ocho años en la presidencia, López ordenó la tortura y ejecución de
miles, familiares cercanos incluidos, y condujo a su país a una guerra
demencial contra Argentina, Brasil y Uruguay que acabó con el 85% de la
población paraguaya, dejando al país sin hombres. Hoy las avenidas
principales de Asunción, la capital de Paraguay, llevan el nombre de
López y su Lady Macbeth, la no menos siniestra concubina irlandesa del
dictador, Elisa Lynch.
La segunda razón por la que los paraguayos creen ser
felices es la costumbre que tienen, relacionada con la de no examinar
con mucha atención el pasado, de vivir en el momento. Me lo explicó un
empresario llamado Víctor González durante un recorrido en coche por la
campiña que rodea Asunción.
Mientras veía con mis propios ojos la
extraordinaria riqueza de la tierra y la aparente serenidad —mate en
mano— con la que vivían sus habitantes, González, me dijo que en
guaraní, idioma que casi todos los paraguayos hablan, no existe una
palabra para “mañana”.
La que más que se aproxima al concepto es
“Koera”, que significa “si es que amanece”. Lo cual se traduce en una
actitud de no agobiarse por lo que pueda pasar en el futuro, mentalidad
que González, que hoy es rico pero se crió en una chacra familiar pobre,
recuerda con nostalgia.
Comentaban González y otros paraguayos con los que
hablé que la infelicidad viene cuando uno genera expectativas que no
puede cumplir. Esto mismo lo han demostrado estudios de la Universidad
de Harvard, tesis que se demuestra en Paraguay con un dato dramático:
cada día se suicida, como promedio, un joven de entre 15 y 25 años.
Cada
uno de ellos resuelve que mejor que el mañana no amanezca porque, en la
gran mayoría de los casos, son gente de familias pobres rurales cuyos
padres aspiran a más, que se mezclan —por ejemplo trasladándose a la
periferia de Asunción— con jóvenes que poseen camisetas Lacoste, o
zapatillas Nike, o teléfonos móviles de última generación.
La felicidad
de repente consiste en adquirir artefactos previamente innecesarios, ven
que no pueden y, corroídos por una envidia lacerante, acaban con sus
propias vidas. Está claro que Gallup no entrevistó a este particular
sector de la población, como lo es que los que sí entrevistaron han
preferido apartar la vista de estas desgracias.
¿Qué lecciones sacar de la experiencia paraguaya? Que la felicidad es
posible si uno cierra los ojos a los inevitables males de la vida, si
uno vive en el presente, si uno se conforma con lo esencial para poder
vivir y logra el enorme lujo de no tener que preocuparse por el dinero.
Pero falta un ingrediente para que Paraguay sea el paraíso terrenal.
Antes de que los que viven afligidos por la crisis u otras penas en el
resto del mundo sigan los pasos de los soñadores utópicos de antaño
sería imprescindible pedir una cosa a la minoría de ricos que gobiernan
Paraguay: que instalen el sine qua non de una democracia, el Estado de
derecho; que la justicia sea igual para todos. Cuando llegue ese día,
sí, vayamos para allá. Todo lo demás lo tienen." (
John Carlin , El País,
27 SEP 2015 )
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