"(...) Martha C. Nussbaum, la filósofa norteamericana galardonada con el
premio Príncipe de Asturias hace un par de años, le dedica páginas muy
brillantes al mencionado sentimiento en su libro Paisajes del pensamiento. La inteligencia de las emociones,
un grueso volumen en el que su autora trata de convencernos de que la
emoción es una función de las facultades cognitivas, del pensamiento,
tesis que, en principio y a falta de un más fino examen, parece
verosímil a la luz de las conclusiones extraídas por el neurocientífico
Antonio Damasio a partir de las evidencias encontradas en el transcurso
de sus prolijas investigaciones neurológicas (muy recomendable a este
respecto la lectura de sus libros, especialmente El error de Descartes y En busca de Spinoza).
Afirma
la señora Nussbaum en la publicación mencionada: “El reconocimiento de
la afinidad en la vulnerabilidad es, entonces, un requisito epistémico
muy frecuente y casi indispensable para que los seres humanos se
compadezcan… la mayoría de las veces extendemos nuestra simpatía
basándonos en la existencia de una vulnerabilidad compartida ante el
dolor.
Pensamos qué horrible sería sufrir un dolor así y sin esperanza
alguna de cambiarlo”. Más adelante dirá que ese pensamiento “promueve la
selección de principios que elevan los niveles mínimos de la sociedad”.
Aquí pone la autora de esta frase un punto y aparte, quedando implícito
que está referida a los niveles mínimos de exigencia ética.
Desde luego
que la filósofa norteamericana no es la primera en fijarse en el valor
ético de la compasión. Ya lo hizo el cascarrabias de Arthur Shopenhauer,
el cual asigna a la compasión nada menos que el fundamento de la moral,
ya que ella es la única que excluye el egoísmo como motivación de la
conducta.
La compasión, en efecto, según el antagonista de Hegel, se
ejerce en la experiencia de sufrimiento y carencia del otro; en
convertir el sufrimiento del otro en mi sufrimiento. Para él era “el gran misterio de la ética”. (...)
¿Puede la fotografía también alcanzar dimensión ética a través de la
compasión, y así motivar una conducta sin egoísmo, como apuntaba el
viejo Schopenhauer?
La prueba la tenemos en esa fotografía de un
niño en una playa de Turquía publicada hace un par de semanas que ha
conmovido la conciencia moral de muchos ciudadanos europeos, y que ha
provocado un cambio de actitud notable de parte de algunos importantes
líderes de la Unión.
Ella ha hecho pensar sobre ese movimiento de
refugiados, que se percibía más bien como un problema molesto, en el
sentido en el que Nussbaum habla de pensamiento como conjunto de
capacidades cognitivas que incluyen las emociones, particularmente la
compasión.
En efecto, nos dice la filósofa: “La compasión tiene, pues,
tres elementos cognitivos: el juicio de la magnitud (a alguien le ha ocurrido algo malo y grave); el juicio del inmerecimiento (esa persona no ha provocado su propio sufrimiento); y un juicio eudaimonista
(esa persona o esa criatura es un elemento valioso en mi esquema de
objetivos y planes, y un fin en sí mismo cuyo bien debe ser promovido)”.
Todos ellos se activaron evidentemente ante la contemplación de la
lacerante imagen citada. Ahora bien, siendo innegables la magnitud de la
desgracia así como irrefutable el inmerecimiento del dolor causado es
el juicio eudaimonista el que está equivocado la mayor parte de las
veces –“y casi siempre de forma dramática”, nos advierte la autora–.
Y,
en efecto, así parece en el caso que hemos mencionado. Diríase que la
imaginación empática se quiebra ante la controversia ideológica sobre
hasta qué punto otros seres humanos deben ser incluidos dentro del
círculo de aquellos que merecen nuestro interés respecto de lo que les
pase.
Así, hay concepciones éticas, ya sean religiosas o seculares, que
animan a las personas a ampliar sus esferas de interés más allá de los
límites que abarca la moral cálida de la proximidad; a trascender las
fronteras de raza, clase, religión o, incluso, de nacionalidad.
Por
contra, también nos encontramos con el fomento de actitudes en sentido
contrario que conducen a una restricción de los intereses de los
ciudadanos, y de preferencia por los miembros de su propia religión o de
su grupo y, a menudo, a despreciar y rechazar a ciertos otros grupos.
Si no, ¿cómo entender el proceder de países europeos que tienen memoria
histórica de lo que es encontrarse en la terrible situación en la que se
hallan los que ahora buscan refugio y que, sin embargo, no parecen
compadecerse de ellos a juzgar por su conducta insolidaria?
Para
no estar al albur de las inspiraciones ideológicas en un sentido moral u
otro, o de la percepción de estímulos –como la mencionada fotografía–
que nos hagan pensar de forma compasiva parece preciso fijar ese
pensamiento en la praxis política, plasmándolo en un cuerpo de leyes que
asuman los tres elementos cognitivos enunciados más arriba.
Porque
podemos plantar cara a ese relativismo que parece imposibilitar un
juicio sobre la legitimidad moral de un determinado proceder político
ateniéndonos al universalismo ético que propugna Mario Bunge en su
libro, tan completo como incisivo, titulado Filosofía Política, y
que conlleva una ética humanista, es decir, antropocéntrica, no
teocéntrica, constituida por normas universales.
Lo que es incompatible
con el localismo ético; el cual es parte integrante tanto del
relativismo ético como de las ideologías tribales, que –como no puede
ser de otro modo– anulan el juicio eudaimonista definido por Nussbaum y,
por ende, desactiva la compasión como motivación, pues se piensa que
quien sufre ese grave daño de modo inmerecido, no obstante, no es un
elemento valioso en mi esquema de objetivos y planes, ni
consecuentemente un fin en sí mismo cuyo bien debe ser promovido, ya que
no es miembro de mi tribu, nación, credo, raza…
Casi al final de Blade Runner hay una secuencia estremecedora en la que el replicante
líder, el único superviviente de los suyos, consciente de que ya no
puede eludir su muerte inminente, salva la vida del humano que trataba
de ejecutarlo.
Próximo a su propio fin se compadece de su verdugo
porque, en ese preciso instante agónico, conoce el fundamento de la
esencial fraternidad que hace de la humanidad una realidad que
trasciende cualquier ficción tribal, y que no es otra que la preciosa
fragilidad de la misma vida, nuestra mortalidad (consciente).
Es la
plasmación del supremo principio moral humanista –al que el maestro
Bunge denomina “agatonismo”–, que no es vivir y dejar vivir, sino vivir y ayudar a vivir." (José María Agüera Lorente , Rebelión, 29/09/2015)
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