"Recientemente se ha publicado el libro 'Enclaves de riesgo', en el
que aparece un texto tuyo dedicado al disciplinamiento de los jóvenes de
las periferias francesas y su deriva securitaria. ¿Por qué ligas
derechos y empleo con el asunto de la seguridad?
Es totalmente artificial separar la seguridad de la cuestión social.
Existe un estrecho vínculo entre la inseguridad existencial y los
pequeños desórdenes urbanos. En la sociedad fordista, los desórdenes
característicos de la juventud (violencia, pequeños robos, vandalismo,
etc.) se regulaban en su mayoría a través de la integración en el mundo
de la fábrica.
Con el paso de los años la integración profesional
permitía “sentar cabeza”, como se decía entonces. Hoy ya no es el caso.
La precariedad, las discriminaciones o el desempleo masivo que
experimentan hoy muchos jóvenes de las periferias francesas les impide
encontrar esta estabilidad y favorece la permanencia de los desórdenes
juveniles. Además, estos jóvenes son percibidos de manera diferente que
en el pasado.
Los viejos obreros no reconocen en las nuevas generaciones
sus herederos. Su mundo se ha deshecho y estos jóvenes encarnan de
manera especialmente visible este declive colectivo.
Todo ello genera un
repliegue en el espacio doméstico y un malestar profundo que los
politólogos analizan de manera sesgada como “sentimiento de inseguridad” y que los políticos usan en sus campañas par intentar reconquistar un electorado masivamente abstencionista.
Los atentados de París de la noche del 13 de noviembre de 2015, así como el ataque a la revista Charlie Hebdo o al museo judío belga, han tenido como protagonistas a jóvenes franceses, nacidos y educados en Francia, y no a terroristas llegados de otros países. ¿Qué condiciones han hecho posible que jóvenes de barrios periféricos cometan actos de una extrema violencia en sus propias ciudades?
Es cierto que varios de los autores de estos ataques presentan unas
trayectorias parecidas: intervención precoz de los servicios sociales,
escolaridad técnica, sociabilidad callejera y delictiva y por fin
encarcelamiento.
Todos comparten una visión del islam compuesta de combatientes convertidos en héroes
(los muyahidines), hazañas y escenarios lejanos de conflicto. De hecho,
varios viajarían a esos destinos (Siria, Pakistán, Afganistán, Yemen).
La propaganda, las prédicas y las estancias iniciáticas les
proporcionan una representación del mundo bastante simple que reúne en
un todo coherente su experiencia concreta de la dominación, de la
discriminación, la que sufren otros pueblos (en Mali, en Chechenia, en
Palestina, etc.) y un gran relato civilizatorio que designa a los judíos
y a los infieles como responsables de todos esos males.
Esta concepción
de la religión es fácil de asumir, dado que es al mismo tiempo una toma
de conciencia (de su situación) y una liberación, que le ofrece a la
rebeldía un ideal más ‘elevado’ y universal que la delincuencia y la
marginalidad.
Sin embargo, estas características no son sólo las de unos individuos
que han cometido atentados, sino las de decenas de miles de jóvenes. De
ahí la gran ingenuidad de buscar perfiles. El uso de
la violencia en política (en tiempo de paz) concierne a muy pocas
personas, y no sale de la nada.
Hay que dibujar sus genealogías –la
guerra civil argelina juega sin ninguna duda un papel en los últimos
atentados– y entender las dinámicas propias de las trayectorias de estos
individuos, sin nunca olvidar el papel de las autoridades públicas (y
particularmente de la policía y de la justicia): la violencia política
es un proceso relacional.
Los ataques yihadistas están siendo usados por los gobernantes para mostrar músculo ante la opinión pública en forma de respuestas represivas bélicas. En este sentido, el discurso del Frente Nacional parece marcar el paso desde hace años en la política francesa. ¿A qué verdad apela Marine Le Pen que ha atraído a tantos franceses?
Los atentados que experimenta Europa desde el principio de los años
2000 son terribles. Pero en ningún caso han desestabilizado los Estados.
Los servicios de inteligencia, la policía y la justicia han hecho su
trabajo, generalmente de manera eficiente.
Los autores y sus cómplices
han sido neutralizados o arrestados rápidamente. En vez de felicitarse
por ello, el Gobierno francés usa un discurso bélico, o peor aún, de guerra de civilizaciones. Marine Le Pen
no puede pedir más… Ni siquiera tiene que decir nada, si el propio
Gobierno socialista señala el “islamismo radical” como enemigo.
El discurso de guerra implica una polarización (entre
“ellos” y “nosotros”) que es un sinsentido en materia de violencia
política. Dos discursos simétricos se enfrentan: el de las autoridades
(“o están con nosotros o están con los terroristas”) y el de las
organizaciones armadas (“o están con nosotros o son malos musulmanes,
nacionalistas, revolucionarios, etc.”).
Ahora bien, la “relación
terrorista” no incluye a dos participantes, sino a tres. El
enfrentamiento entre los dos primeros se realiza ante la mirada por lo
general indiferente del grueso de la población, que ocupa una posición
de espectadora a través de los medios de comunicación.
Este
distanciamiento constituye precisamente la condición de la no extensión
de la violencia, particularmente cuando los grupos radicales no disponen
de bases sociales o territoriales fuertes.
Pero la presión que se
ejerce para desembocar en condenas unánimes, las vejaciones y las
humillaciones (tales como las que se pueden observar en los registros
que se llevan a cabo con el estado de emergencia) pueden, por rechazo,
incitar a una minoría de esos espectadores a unirse a los objetivos, o
incluso a las filas, de las organizaciones que están en el punto de
mira.
¿Qué puede desactivar el dispositivo securitario en forma de guerra y miedo que se ha apoderado de la vida cotidiana en Francia?
Es difícil de momento, dada la unanimidad política sobre este tema. El problema con las medidas descritas como “excepcionales”
tomadas en momentos de crisis es que no hay vuelta atrás. El caso de
Irlanda del Norte o de Italia de los 70-80 lo demuestran muy bien. Se
convierten en la manera normal de gestionar una determinada situación.
¿Quién será el político francés que tendrá el valor de no activar el
estado de emergencia después del próximo atentado? Por tanto, no estamos frente a un estado de excepción.
Para la mayoría de la gente, nada cambia, y es la razón por la cual
estas medidas pueden existir y recibir un cierto apoyo. La excepción
concierne sólo a ciertos grupos, definidos por su “peligrosidad”, y por
extensión unos medios cercanos a ellos. Vivimos dentro de regímenes
liberales con bolsas de excepcionalismo.
Eso dificulta la movilización
más allá de las organizaciones tradicionales de defensa de los derechos
humanos. Por eso hay que mostrar que además de discriminatorias, estas
políticas son inútiles y, peor aún, contraproducentes. En efecto,
participan de la radicalización de gente que no lo estaba y difunden un
visión del mundo social dividido entre musulmanes y no musulmanes.
Una
división que defienden tanto los neoconservadores norteamericanos y la
extrema derecha europea como el Estado Islámico y los grupos
yihadistas..." (Entrevista a Laurent Bonelli, profesor de Ciencia Política en la Universidad París X Nanterre, Diagonal, 05/01/16)
No hay comentarios:
Publicar un comentario