"1. Un desafío global
Durante siete meses, la expedición española Malaspina
 recorrió los océanos de todo el mundo con dos barcos. Entre 2010 y 2011
 trazó una línea de Cádiz a Río de Janeiro, de Ciudad del Cabo a Perth, 
de Honolulú a Cartagena de Indias y de nuevo al puerto gaditano.
 Ese 
viaje científico alrededor del planeta buscaba estudiar el impacto del 
cambio climático en la vida marina. Se extraían muestras tomadas a 
diferentes profundidades, que podían llegar hasta los 4.000 metros. El 
investigador Andrés Cózar, que seguía el trabajo de los barcos desde 
tierra, empezó a darse cuenta de algo inesperado.
 Al procesar las 
muestras en el laboratorio, veía que ahí, flotando junto a los más 
variados microorganismos, había plástico. Aparecía en todas las 
mediciones, también en las que se hicieron a miles de kilómetros de la 
costa. Tropezó con el plástico en todas partes, incluso en medio de 
ninguna parte.
Dos años después, en 2013, Cózar y un equipo de científicos dibujaron el primer mapa global de la contaminación por plástico en superficie.
 Primero señalaron cinco grandes zonas de acumulación, en los llamados 
giros subtropicales.
 Como descomunales remolinos, “funcionan igual que 
cintas transportadoras del plástico que van lamiendo de los 
continentes”, explica Cózar, de 40 años, en su pequeño despacho del 
Campus del Mar de la Universidad de Cádiz. Luego añadieron el 
Mediterráneo, ahora analizan el mar Rojo y el Ártico, y desde entonces 
esa geografía sucia y flotante se ha hecho algo más nítida. 
Han bastado 
unas décadas de uso masivo del plástico para generar un problema de 
contaminación marina que ahora la ciencia trata de abordar. Todavía hay 
muchas incógnitas, pero algunas estimaciones ayudan a ir viendo el 
contorno del desastre. En 2050 habrá en el océano más toneladas de 
plástico que de peces, según una proyección de la Fundación Ellen 
MacArthur, que promueve una economía que convierta los residuos en 
recursos. 
Cada año entran al mar unos ocho millones de toneladas. China,
 Indonesia y Filipinas encabezan la clasificación de los países que más 
cantidad arrojan, según un estudio publicado en Science en 
2015, y los 20 primeros –todos en Asia y África, excepto Estados Unidos y
 Brasil– son responsables del 83% del plástico mal gestionado que puede 
acabar en el mar. 
Las investigaciones se han multiplicado en todo
 el mundo en los últimos seis años. La alerta ha llegado a los 
ciudadanos, a los negocios y a algunos Gobiernos. Mientras, el mar va 
dejando pruebas en la playa. Del tamaño, por ejemplo, de 13 cachalotes 
muertos a principios de año en la costa alemana; aunque no los mató, 
tenían la barriga llena de plástico. 
O en el tubo de muestras de 
laboratorio, donde adopta una forma menos amenazante pero más 
problemática: el enemigo son trocitos de colores como granos de arroz. 
Esos microplásticos eran antes botellas, tapones, redes, cualquier cosa,
 y se han ido fragmentando hasta hacerse tan pequeños que son muy 
difíciles de eliminar y fáciles de tragar. 
“Los científicos estamos 
desconcertados respecto a los efectos de la amenaza de los 
microplásticos. Pueden ingerirlos animales muy pequeños o grandes 
depredadores. Incluso los humanos. Contienen un cóctel de contaminantes 
cuyo impacto es difícil de evaluar”, afirma Cózar. Hay algo todavía más 
pequeño e inquietante, un residuo plástico que se mide en micras y que 
puede ser “ingerido y asimilado, incorporado al tejido del organismo”, 
explica.
Los giros subtropicales donde se acumula el plástico se imaginaban hace unos años como gigantescas islas compactas
 y flotantes. Es un mito, pero sirvió para llamar la atención sobre un 
problema global y complejo del que cada vez más ciudadanos son 
conscientes. Ese interés explica que, en solo 100 días, un chico 
holandés de 21 años, Boyan Slat, lograra que 38.000 personas de 160 
países donaran, en conjunto, dos millones de euros para financiar lo que
 él llama “la mayor limpieza del océano de la historia”. 
Su plan 
consiste en extraer en 10 años casi la mitad del plástico del giro del 
Pacífico Norte. Para eso ha diseñado un conjunto de barreras flotantes 
de 100 kilómetros capaces de acumular el residuo sirviéndose de la 
propia corriente oceánica. La ONU le ha concedido su principal premio 
medioambiental; en enero presentó su idea en el Foro de Davos y este mes
 lanzará al mar del Norte el primer prototipo –a escala, tendrá solo 100
 metros– para ver si funciona. 
 “Cuando tenía 16 años, fui a bucear a Grecia y
 me crucé con más bolsas de plástico que peces”, cuenta Slat por 
teléfono. “Empecé a pensar en cómo se podía limpiar. El mar es 
gigantesco, así que se tardarían miles de años y millones de dólares en 
recogerlo. Por eso se me ocurrió la idea de usar el movimiento del 
océano para que el plástico se concentre en un punto”, explica.
 Slat es 
un tipo ocupado. Él y la empresa que fundó a los 19 años, The Ocean 
Cleanup (la limpieza del océano), suscitan gran expectación. Un equipo 
de 38 ingenieros, oceanógrafos y científicos trabaja en Delft, en 
Holanda, junto a un centenar de voluntarios. El año pasado publicaron un
 estudio de viabilidad e hicieron una expedición con 30 barcos por el 
giro del Pacífico Norte.
 “La de antes me parece otra vida”, cuenta Slat,
 que pasa mucho tiempo con grandes inversores, tratando de convencerlos 
de que pongan dinero en esto. “Ahora dedico bastante tiempo al 
desarrollo tecnológico del proyecto. Soy un inventor, pero también tengo
 que prestar atención a conseguir dinero”. Hace unos tres viajes de 
media al mes. Los nombres y las cantidades que aportan los inversores 
con los que se reúne son secretos.
El plan de Slat ha contribuido a colocar la contaminación marina por plástico
 en la agenda de los medios de comunicación, las grandes multinacionales
 y un puñado de países. Pese al entusiasmo que genera, varios activistas
 y científicos creen que, más allá de ayudar a concienciar –algo que le 
alaban–, todo esto es poco eficaz y caro.
 “Existe el riesgo de que con 
ese sistema atrape a numerosos invertebrados que flotan a la deriva. 
Además, el océano es demasiado vasto para limpiarlo y lo que encuentras 
muy lejos de la costa es microplástico mezclado con la vida marina”, 
cuenta por teléfono desde Los Ángeles Marcus Eriksen, quien lleva años 
estudiando el problema y dirige el instituto 5 Gyres. “El foco debería 
estar en tierra, hay que evitar que los microplásticos lleguen al mar”. 
Algo parecido piensa Nicholas Mallos, director 
del programa de basura marina de Ocean Conservacy, una organización de 
protección del mar con sede en Washington. “Durante 30 años, hemos 
organizado la mayor limpieza costera internacional. 
En esas zonas 
litorales es donde se concentra la vida marina y además actuamos sobre 
los lugares donde la basura plástica entra en el mar. Por ejemplo, vamos
 a las desembocaduras de los grandes ríos, donde hay muchos objetos de 
plástico antes de que puedan llegar al mar y dispersarse”, explica.
Slat no parece muy preocupado por esas críticas. “Nunca se puede 
tener la certeza de que todo irá bien, pero la historia está llena de 
ejemplos de problemas, inventos, de gente que dice que algo no se puede 
hacer… y luego se hace”, afirma. Lo consiga o no, la suya es una más de 
las medidas que están en marcha en todo el mundo, en una batalla que en 
la que cada cual parece estar luchando por su cuenta. 
Algunas, como la 
de Ocean Cleanup, son propuestas para el aquí y ahora y se centran en 
corregir una pequeña parte del problema. Otras plantean la necesidad de 
un cambio estructural; algo que trastoque la manera de consumir y de 
producir. Y eso, para empezar, necesita de voluntad política. 
La Comisión Europea presentó en diciembre un 
paquete de medidas para emprender la transición a la economía circular: 
un sistema en el que los productos se reutilizan, se reparan, se 
alquilan, se reciclan. En ese bucle, la basura no existe. Hay una 
estrategia específica para plásticos.
 “Buena parte de la contaminación 
marina es plástico, sobre todo envases. Solo se recicla alrededor del 
25% de todos los residuos plásticos y casi el 50% todavía se entierra en
 vertederos en la Unión Europea. Es demasiado”, dijo el 20 de abril el 
comisario de Medio Ambiente, Karmenu Vella, en una conferencia en 
Bruselas.
En la Comunidad Valenciana, el Gobierno pretende probar un sistema de depósito, devolución y retorno de envases de bebidas.
 El proyecto, que sería el primero en España, prevé que el consumidor 
pague un depósito de 10 céntimos al comprar una lata, una botella de 
vidrio o de plástico, o un tetrabrik de zumo, cerveza, agua o refresco, y
 que se le reembolse cuando devuelva el envase. 
Lo puede hacer en un 
supermercado, en una gasolinera, en un bar… y también en uno distinto de
 aquel en el que lo compró. “No estamos inventando nada”, afirma Julià 
Álvaro, secretario autonómico de Medio Ambiente y Cambio Climático de la
 Generalitat Valenciana.
 “De pequeño, recuerdo que llevaba las botellas a
 la tienda. Esta economía de usar y tirar está caducando”. Álvaro 
explica que demasiados residuos están donde no deben: en la calle, en 
los parques y en las playas. Cada día se venden en la Comunidad siete 
millones de envases de bebidas. De ellos, asegura Álvaro, cinco millones
 no acaban en el contenedor adecuado y su destino final es un vertedero o
 directamente tirados en la naturaleza. Otros muchos terminan en el mar.
 Su departamento ha calculado que todo eso que no se aprovecha vale unos
 quince millones de euros al año. 
“Encaja con la idea de la economía 
circular porque queremos convertir cinco millones de envases que ahora 
mismo son residuos en recursos aprovechables”, argumenta. En verano está
 previsto que se redacte el borrador de la ley para implantar un sistema
 que funciona en varios países europeos, como Alemania, Suecia, Noruega o
 Dinamarca, y en algunos Estados de EE UU, como California o Nueva York.
 Ahora el destino de ese material recuperado sería el reciclaje, pero en
 una fase posterior se plantean incluso impulsar la reutilización.
La polémica que ha generado la propuesta da una idea de lo valioso de
 estos desechos. La iniciativa valenciana ha chocado con Ecoembes, la 
organización que gestiona el reciclaje y agrupa a la industria del 
envasado y la distribución. 
“Ese plan no tiene un objetivo ambiental”, 
dice una portavoz. “Apenas logra mejorar el reciclaje global, y la 
logística que necesita multiplica las emisiones de CO2. Es un sistema 
paralelo y una operación comercial encubierta”. 
Al otro lado del mundo, en Singapur, Javier G. 
Fernández trabaja en sacar del laboratorio y darle un uso industrial al 
que se considera uno de los materiales del futuro, el shrilk. 
Una alternativa biológica al plástico flexible y resistente. “La gran 
ventaja es que se degrada. Lo tiras en tu jardín y las plantas pueden 
crecer en ese lugar. No alteramos la molécula, lleva miles de años ahí”,
 cuenta por teléfono el científico de 34 años desde la Universidad de 
Tecnología y Diseño (SUDT) del país asiático.
Fernández dio con el shrilk hace cuatro 
años, cuando investigaba en el Wyss Institute de Harvard. Pasó, cuenta, 
encerrado 10 horas diarias durante tres meses en la Biblioteca de 
Zoología de la Universidad de Harvard. “Estudiaba el esqueleto externo 
de los artrópodos.
 Quería saber cómo está hecha una cáscara de gamba a 
nivel molecular, un ala, los caparazones de los mejillones”. Mezcló una 
sustancia presente en las cáscaras de las gambas, la quitina, con 
proteínas de la seda. Tomó esas moléculas sin alterarlas y las organizó 
del mismo modo en que lo haría la naturaleza. Ese fue su hallazgo.
El otro descubrimiento importante de su carrera ocurrió por 
accidente. Lo publicó el año pasado. “Fue todavía en Boston. Estábamos 
estudiando la estructura mucosa de los peces porque creíamos que podía 
tener quitina y queríamos saber dónde la producen”. Durante un par de 
meses, el laboratorio se impregnó del olor de pieles enteras de salmón, 
de carpa. 
Iban descartando las moléculas que no interesaban para buscar
 las que sí. “Pero en ese proceso de filtrado había algunas que se 
comportaban como un ruido constante y difícil de eliminar. Decidimos 
averiguar qué era aquello tan estable y que no se degradaba. Era 
plástico”, cuenta Fernández, que, al igual que el investigador Cózar, 
advierte de que es una frontera para la ciencia. 
“No sabemos la magnitud
 del problema, no sabemos cuándo va a explotar y no sabemos los peligros
 que tenemos por delante”. 
Ahora Fernández trata de dar un salto de escala
 en Singapur. Pasar a la fabricación industrial. “Nuestra prioridad hoy 
es el empaquetado. Hemos hecho prototipos de pinzas de la ropa, cajas de
 huevos, vasos…”, explica. “El shrilk puede ser una alternativa
 al plástico en algunas aplicaciones, pero la solución al problema de la
 contaminación por plástico no es ni única ni mágica. 
Creo que no habrá 
un único gran sustituto del plástico: no podemos terminar produciendo 
gambas para hacer botellas, en el caso de que fuera el shrilk”, dice. “Hace falta implicar a la ciencia, a los políticos y a los ciudadanos”.
2. Pescar las botellas para hacer ropa
 Excepto un lingote de hachís, que vuelve de la red directo al mar como una patata caliente, toda la pesca es útil en el Playa del Moro,
 el barco arrastrero que ha zarpado a las 4.30 del puerto de Villajoyosa
 (Alicante). Entre redes y aparejos, los cinco pescadores que forman la 
tripulación han admitido un nuevo trasto a bordo: un cubo de basura azul
 que aguarda a babor para contener los zapatos, compresas, cristales y 
botellas de plástico que cada día se pescan junto a los salmonetes, 
pulpos, rapes, espardeñas, peces gato o pescadillas. Puntuales, llegarán
 12 horas después a la lonja del puerto.
Mientras el pescado se subasta, el cubo de basura emprenderá un 
intrincado camino que convertirá gran parte del plástico pescado en 
prendas de ropa. Una aventura sostenible que lleva el sello de Ecoalf, 
la empresa española que desde 2009 ha logrado convertirse en una marca 
puntera en ropa reciclada y que desde el pasado septiembre está 
embarcada en un ambicioso proyecto de fabricación textil a partir de la 
basura recogida en el fondo del mar. 
El Playa del Moro es de los pocos 
barcos de Villajoyosa (salen unos 25 cada madrugada) que tenían por 
costumbre no devolver la basura al mar y por eso fue de los primeros en 
apuntarse a la iniciativa de Javier Goyeneche, presidente y director 
creativo de Ecoalf. En el bar del puerto, a Goyeneche, de 45 años, le 
conocen como “el de los plásticos”. 
“Buen chaval este Javier”, dice el 
capitán, Jerónimo Sellés, sobre el creador de una marca cuyo mensaje 
sostenible seduce a diseñadoras como Sybilla y luce el público más 
variado: desde las puntillosas editoras de moda hasta el miembro de 
Podemos Íñigo Errejón o el actor estadounidense Richard Gere.
En pocos meses, lo que nació como una idea algo peregrina dado el mal
 estado de la basura marina se ha consolidado como un proyecto de futuro
 que, bajo el nombre de Upcycling the Oceans, pretende tener un efecto 
dominó. Solo en el Mediterráneo, destaca Goyeneche, se pudren más de 
tres millones de toneladas de basura, de los cuales la mitad es 
plástico.
 Una botella de PET (el tereftalato de poliestireno con el que 
Ecoalf fabrica muchos de sus tejidos) tarda alrededor de 400 años en 
degradarse. De momento, los datos son optimistas, y desde septiembre se 
han recogido 34 toneladas de basura y se han fabricado 13.000 metros de 
tejido. Además, según pasan las semanas, aumentan los barcos que se 
apuntan al proyecto de forma altruista. “Si se llega a pagar, lo suyo 
sería hacerlo a las cofradías”, apunta Goyeneche. 
Para los arrastreros, 
se trata también de una sutil operación de lavado de cara de un oficio 
perseguido por los movimientos ecologistas, que consideran que su forma 
de pesca ejemplifica el dicho popular de matar moscas a cañonazos, una 
práctica que destroza el hábitat cada vez que remueven con sus redes 
(unas tres veces por jornada de trabajo) el fondo marino. 
Ante las críticas, los pescadores tienen su 
particular filosofía. Con las botas cubiertas de agua y de fango en el 
puente de su barco, Sellés lo resume así: “Dicen que los arrastreros nos
 cargamos la posidonia [planta endémica del Mediterráneo], pero cuando 
mi abuelo pescaba ya no existía. Esto es como cuando se remueve la 
tierra del campo, saca los minerales para que se los coman los peces. No
 es malo.
 En la tierra se cargan los pinos y nadie dice nada. Bien no lo
 hacemos ninguno”. Dicho esto, los arrastreros parecen tener los días 
contados. En el Playa del Moro, una embarcación con ese aire desvencijado y rudo del barco de la película Tiburón,
 la tripulación lamenta la muerte de su oficio: “Hoy los jóvenes no 
quieren saber nada de esta vida, es demasiado dura. Todo el día en el 
mar para luego llegar a casa y solo poder dormir del cansancio”.
Ecoalf ha tenido la complicidad de Nacho Llorca, presidente 
provincial de cofradías, que vio en la iniciativa una forma de cambiar 
la imagen de los pesqueros. “La basura que recogemos llega en su mayoría
 de los cauces de los ríos, arrastrada por la lluvia al mar.
 Nos 
alegramos de contribuir a limpiar el fondo marino”.
Actualmente, 160 barcos de arrastre de la costa
 de Levante sacan entre cuatro y seis kilos de desechos por barco al 
día. Aproximadamente el 60% es plástico y el 18% de botellas PET, esas 
de las que bebemos el agua o los refrescos.
 La basura que llega del mar,
 y que ya en tierra se deposita en tres cubos metálicos enormes, seguirá
 un proceso de selección para que se pueda fabricar la materia prima de 
escama y granza que acaba en hilo y tejido. “Parte de la complejidad del
 proyecto está en la baja calidad de los residuos que sacan los 
pescadores; el sol, la sal y el agua convierten en inútil para reciclaje
 mucha de la basura”, explica Goyeneche.
En sus etiquetas, Ecoalf presume del carácter 
sostenible de sus prendas (“esta chaqueta se ha fabricado con 40 
botellas de plástico”, reza una de mujer) y del origen de sus tejidos, 
ya sea de redes de peces, botellas o neumáticos de Corea, Taiwán y 
Portugal. El círculo perfecto de la sostenibilidad se podrá cerrar el 
día que estas prendas recicladas se puedan a su vez reutilizar para 
obtener nuevos tejidos, algo que ya se está investigando en otros 
países.
De la costa de Valencia, donde se selecciona el 
plástico útil para convertirlo en bolitas de plástico, se traslada a 
ANTEX, una fábrica en Anglés (Girona) encargada de procesar el polímero 
para generar el filamento de los hilos que viajarán a la última parada, 
en Santander, donde se confecciona el tejido.
 “Desde nuestra fábrica [en
 Cabezón de la Sal] vemos los prados verdes, y quizá ese paisaje nos ha 
hecho tomar conciencia”, dice Juan Pares, presidente de Textil 
Santanderina. Explica que cada vez hay más marcas, incluidas Inditex o 
H&M, preocupadas con estos asuntos, pero pocas coherentes al 100%.
Quizá la aventura de limpiar el fondo del mar con 
unos cuantos barcos pesqueros sea una quimera similar a barrer el 
desierto con una escoba, pero resulta conmovedor ver a un viejo 
pescador, curtido por el sol, el agua y la sal, arrastrar un cubo de 
basura con ese orgullo que los hombres rudos le imprimen a todo y 
sentenciar orgulloso: “Si nosotros no hacemos esto, no lo hace nadie”.            (

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