7/10/16

Alcalá la Real (Jaén) triplica la tasa de suicidios española (8,3) y dobla con holgura la europea (11,6). ¿Por qué? Nadie lo sabe. Nadie ha podido explicarlo nunca.

"(...) Alcalá la Real, Jaén. Cerca de 17.000 habitantes, en realidad 22.000 sumando la veintena de núcleos y aldeas pedáneos que conforman el municipio, y una tasa de suicidio (alrededor de 27 por cada 100.000 habitantes, según recogía hace unos meses la web 93metros) que triplica la española (8,3) y dobla con holgura la europea (11,6). ¿Por qué? Nadie lo sabe. Nadie ha podido explicarlo nunca. 

Alcalá la Real encabeza ese ránking sombrío, pero no está sola: supone el vértice mayor de un triángulo geográfico –los otros dos son Priego e Iznájar, en Córdoba– que la acompaña siempre en las estadísticas de este fenómeno: toda una región en la que quitarse la vida es algo perfectamente frecuente. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Nadie ha podido explicarlo nunca.

Ya se ha escrito antes sobre ello, sobre esta zona y su enigma inmutable, cuyas circunstancias escapan (rebasan) las de los suicidios vinculados en los últimos tiempos a la crisis, los desahucios, las preferentes y los problemas hipotecarios de tanta gente. 

Por esas y otras cosas —fabulaciones propias y ajenas— esperaba uno encontrarse, al llegar a Alcalá, con una suerte de Comala andaluza de calles polvorientas, niños asustadizos y ancianos como espectros donde nadie hubiera visto el mar y donde no se hubiera oído cantar nunca. Es lo que se podía desprender de la leyenda, o de su tratamiento. 

Pero no: se trata de un pueblo como cualquier otro del sur de España. Con el añadido de algunos más elementos de avanzada que otras localidades más grandes: tiene varias calles comerciales y su consiguiente trasiego en horas punta; tiene diversas y buenas opciones de alojamiento para el visitante; tiene una fluida vida cultural que incluye congresos, encuentros anuales de artistas, premios literarios, publicaciones y centros de investigación histórica y biológica. 

También tiene un ateneo, un conservatorio de grado elemental, varios polideportivos y piscina cubierta. La economía local queda repartida entre el sector servicios, la industria de derivados plásticos y metálicos, y la agricultura. 

A pesar de la falta de relevo generacional para hacerse cargo del campo, y del paro casi endémico del sur español (el 88% de la superficie municipal son tierras de cultivo; olivares hasta donde alcanza la vista), Alcalá no cumple “el perfil de pueblo deprimido en absoluto”. Es lo que nos corrobora un vecino que llegó a vivir aquí hace años, y que prefiere no revelar su nombre para esta historia. 

Cuando le preguntamos, nada más llegar, por la posible razón, o razones, por las cuales hay tal afición en este lugar a quitarse de en medio, dice atribuirlo a un elemento sencillamente “cultural”: si la gente lo ve como una salida frecuente ante los problemas, si lo ha visto hacer toda la vida, incluso dentro de su propia familia, sus probabilidades aumentan. La naturalidad con la que se contempla el fenómeno; y con la que se habla de él.

Porque la gente de la zona encara el asunto con una soltura proporcional a la estadística. Es algo que puede sorprender al foráneo, a priori; pero en realidad no tiene nada de extraño si se piensa que, como apuntaba en algún sitio el profesor Gustave Jung, lo que llamamos normal es sólo lo estadísticamente cierto para la mayoría de la gente.

 Para los alcalaínos es tan estadísticamente cierto el suicidio que se da por normal el hecho de que todos los vecinos (todos) tengan como mínimo algún conocido que se haya quitado la vida. El hombre del que hablábamos antes ha sufrido varios casos cercanos en los no muchos años que lleva aquí: más que el suceso, lo que le escandalizó fue la normalidad con la que el entorno parecía llevarlo. 

Pero que sea una noticia habitual para todo el pueblo no quiere decir que les resulte lógica: “Ah, sí... Es verdad que pasa mucho eso. Es raro, ¿no?”, decía la dueña de un establecimiento a la que preguntábamos sobre el particular, como de pasada. Y como de pasada respondía. Con la actitud de quien viera nevar en verano: la primera vez sorprende; a la décima, por raro que sea, forma parte ya del paisaje. O paisanaje.

“Más llamativo” morirse de otra cosa

“Se ve con una normalidad pasmosa”. Vero [el nombre es supuesto: la gente no tiene reparos en hablar del tema con un periodista, pero el anonimato relaja más la conversación] pasa de los 30 y hace tiempo que no reside en Alcalá, pero sigue teniendo aquí familiares y amigos y vuelve de vez en cuando. 

Llegó al pueblo siendo adolescente, y el tema le chocó como a cualquiera que no hubiera nacido aquí. “Me decían” –cuenta en la terraza de un bar, ante la cerveza con tapa del mediodía– “que si había un componente en el agua, y no; que si la altitud, y tampoco, porque hay otros sitios más altos en los que no pasa; que si los olivos...”. 

[La mayoría de los casos son ahorcamientos: muchos, en los olivares que asedian al pueblo, como un mar de olas oscuras y verdes; pero no necesariamente allí.] “Yo creo que hay un componente genético muy grande, porque en realidad se da mucho más en ciertas familias [que no vamos a nombrar, por lógicas razones]. Siempre se contaban casos de hijos que se acababan ahorcando en el mismo olivo que el padre, en la misma rama. Pero las historias se retuercen tanto que no se puede saber bien qué es leyenda y qué realidad”. 

Y sí: es una opción, considera, que se plantearán muchos sólo por el hecho de haberlo presenciado toda la vida: “Tantos años oyendo que si fulano o mengana tenía no sé qué problema, y se acabó matando”. “A ti te dicen que alguien se ha muerto en un accidente de coche y te resulta más llamativo que el que se haya quitado la vida”. 

 “Amigos míos, jóvenes, tres. En ninguno había un motivo claro. Porque puedes hablar de separaciones traumáticas [de los padres], o de la incomprensión de la edad del pavo, pero no es suficiente como para eso”. “Y un día, en la pared al lado de mi casa, escuchar pum: un hombre se había puesto la escopeta aquí”, dice, apuntando a la parte inferior de la mandíbula. 

“Es normal escuchar aquel se ha ahorcado. Cada año, yo me enteraba como de ocho o diez personas. Al principio me chocaba pero vi que la gente lo trataba con una normalidad muy grande. Y todas las primaveras caían dos o tres, era una cosa exagerada. Aunque últimamente parece que se escucha menos”.

 (Cosa que confirma una señora en la mesa de al lado: “Sí, antes era raro el día que no”. ¿Era raro el día que no había un suicidio? “Sí”, responde. Exagerando, claro. Pero da una idea de la cosa).
“El otro día” –continúa Vero, ya en estricta broma negra– “estaba hablando con una amiga de la mala racha que estábamos pasando las dos, y decíamos: Vamos a comprar la soga por metros, y así nos sale más barata.

 Y añade, remitiendo ya la risa: “Esa inmediatez del pensamiento que hay aquí de ‘tengo un problema: me quito la vida’, también es seguramente por la naturalidad con la que se ve”. ¿Se le pierde así más el miedo? “Pierde la importancia, pierde peso, porque lo escuchas diariamente. La muchacha de la tienda a la que he ido antes: tres familiares suyos se mataron. Pero cualquiera con quien hables te cuenta cosas así”.

También hay, dice, “mucha droga. En la zona hay un montón de camellos y todos viven [bien]”. Cocaína sobre todo (aunque no es tan extraordinario: España es líder mundial en consumo de esa sustancia)”. “Siempre hubo un movimiento grande de fiesta, pero de un tiempo a esta parte han cerrado muchos bares, quizá porque se ha ido más gente joven” (la crisis ha incidido en el cierre de negocios).

 “En invierno hace un frío que te pelas, y en verano un calor que te agobias. Si a alguien deprimido, por cuestiones de familia o de dinero, le sumas un entorno que empuja a eso... Son muchas cosas. De todas formas a mí este pueblo no me gusta para vivir. Mala vibra”. 

Y sin embargo –quizás por tratarse de días benignos de finales de septiembre, libres de las temperaturas extremas–, la gente del pueblo parece razonablemente tranquila: los conocidos se paran a saludar a Vero, bromean con ella y hacen carantoñas a su bebé.

 Los camareros y demás trabajadores de cara al público atienden con franca amabilidad. Este plumilla, al menos, sólo encontró buenas formas y mejor índole en varios días; ni rastro de la legendaria mala follá que atribuyen a Granada, a unos 40 kilómetros de aquí por una carretera de un solo carril por sentido. 

Hay un elemento, sin embargo, que sí comparten estas dos localidades: ambas cuentan con un vestigio musulmán de primer orden presidiendo todo el ámbito. La Alhambra, en el caso de Granada. En Alcalá la Real, la centenaria fortaleza de La Mota: un complejo medieval que capta la atención del foráneo nada más llegar, y que imanta la vista desde prácticamente cualquier rincón del pueblo –también desde la terraza de este bar–. Como una brújula de piedra señalando siempre hacia poniente.

“No le busques explicación”

Decía un andaluz muy atento siempre a la vida y a la muerte, Antonio Gala, que, cada vez que llegaba a un pueblo, le gustaba visitar sus mercados y sus cementerios: “Ver cómo los vivos se mantienen, y cómo mantienen de alguna manera a sus muertos”. El cementerio de Alcalá la Real –a las afueras del pueblo, bordeando la colina del castillo de La Mota, pero sin perderlo nunca de vista– probablemente gustaría a Antonio Gala.

 Las placas de los nichos lucen recientes, prácticamente todas, y las flores refrescan la vista donde quiera que uno mire. Es armónico, pequeño y hermoso; de nuevo con un detalle nada frecuente, en pueblos del sur ni del norte de España: un monumento recuerda, en el corazón del recinto, centenares de nombres de muchos de los que “murieron por defender la libertad y la democracia”, durante y después de la guerra civil, y cuyos restos no se encontraron nunca.

 “Alcalá os rinde hoy una memoria torturadamente recobrada, se lee en un poema-homenaje, con vuestro llorar recogido en las cunetas”. 

La mañana es diáfana, y sólo alguna persona mayor entra y sale sin prisas —“Buenos días”, saludan siempre al pasar—. Una adolescente rompe el silencio transparente del recinto: entra llorando, ensimismada, se pierde por una esquina; al poco vuelve salir. 

“La gente tiene ahora más costumbre de venir. Antes sólo era en el tramo entre octubre y noviembre, por los Difuntos. Ahora no pasa ni un día sin que venga alguien. Hasta le ponen flores al vecino, si ven que las suyas están secas”. Arcadio [le llamaremos así], de 53 años, lleva 30 de ellos como sepulturero del municipio de Alcalá, que de un tiempo a esta parte gestiona otros seis cementerios de las aldeas colindantes. 

Ha visto este camposanto “cambiar como de la noche al día”. Por las reformas llevadas a cabo con el tiempo, y “por la mentalidad de la gente. Ahora vienen a darse una vuelta como si fuesen al paseo. Es más natural. Lo mismo que los suicidios. Está tan metido en la sociedad que la gente no lo ve raro”. 

—Aquí tienen que salir todos los años entre 15 y 20 [muertos por esa causa]. Lo hacen de muchas maneras, pero el ahorcamiento es la más frecuente. 

Nos encontramos en su oficina, una estancia austera pero agradable dentro del recinto, con una mesa, varias sillas y un ordenador de otra era tecnológica. “Hay quien lo intenta una y otra vez, hasta que lo consigue. Y otros que lo intentan una vez y ya no vuelven a intentarlo”.

Arcadio confirma que el suicidio es más “traumático” cuando el muerto es joven, pero nada más. Lo cual nos da pie a preguntar por uno de los detalles que hacen más arduo encontrar respuestas: la imposibilidad de inferir un patrón por edad, ni por sexos, ni por clase social, ni por comportamientos previos: “Hay edades más complicadas”, dice, “desde los 40 hasta los 60. Pero hay de todo. 

Chavalillos o muchachas de 16 o 17, que nadie entiende por qué. Ancianos de 90. Gente de la que dicen que tenía problemas, pero otros que no. Gente con buena posición, de familias supuestamente bien...”. 
—¿Suele haber familias más propensas?

—Sí, pero no es estrictamente así. Las familias con antecedentes lo son más, pero a lo mejor donde no ha habido antes un suicidio, sucede. Vamos, que no hay una manera de saber ni el por qué ni... En los cambios de tiempo, sobre todo primavera y otoño, quizá más primavera, se da más. [Abril es el mes más cruel, decía T. S. Eliot. Y sí: la empalagosamente cantada primavera puede ser letal para los que esperan que la mejora del tiempo traiga también una mejora de los paisajes interiores.

Preguntamos si es cierto lo que decían Vero y la señora en la terraza del bar, si se ha notado una bajada en los últimos años: “Sí”, confirma. “Este año van sólo cinco o seis [acabando septiembre], cuando ha habido años que ha podido haber dos o tres al mes” en el cómputo general del municipio: Alcalá y las aldeas. La media hasta ahora habría ascendido a “15 o 16” anuales. “Claro que es extraño; en otra población como ésta lo normal es que haya uno ó dos al año, si es que los hay”.  
—¿Cómo ha evolucionado la gente respecto a este tema, en estos 30 años?

—Yo creo que se ha normalizado. Pero es lo mismo con todo lo referente a la muerte. Cuando yo entré aquí era un poco tabú. Y ahora es una cosa más de la vida. La gente habla más, es más abierta. 
Pero en sus treinta años de servicio, Arcadio no ha notado variación respecto a la cifra insólita: “entre 15 y 20” suicidios al año en estos contornos; igual hoy que en los años ochenta. 

¿Y antes? (Antes, queremos decir, de cuando la Iglesia empezó a permitir enterrar a los suicidas en sagrado, teniendo que darles hasta entonces sepultura aparte): “Ah, eso tiene aquí una historia”, dice, con media sonrisa: “En este cementerio había un patio, allí abajo –señala a su espalda, hacia la parte posterior–, que le decían de los ahorcados. Había uno de los ahorcados y otro de beneficencia. Pero sobre el año 62 o por ahí se quitó la vida uno que era de familia de señoritos. Hablaron con el cura, le dijeron su misa y lo enterraron aquí”. 

Sucedió que a los cuatro días hubo otro suicidio, en otra familia de no señoritos, y ya no tuvo argumentos, el cura, para no enterrarlo también en el camposanto.

Desde entonces no hubo ya clases entre los muertos, los suicidas se siguieron enterrando donde todo el mundo, y el patio de los ahorcados desapareció definitivamente con las últimas reformas y los traslados pertinentes de las cajas.  

Por supuesto, el sepulturero tampoco puede dar una respuesta a por qué esa tendencia de esta zona: “No hay explicación para eso. Hay quien decía que la altura, pero estamos prácticamente a la misma que la meseta. Y los olivos: hay muchos, pero cuántos hay en Martos, en Úbeda, en todo Jaén... Algunos también utilizan escopetas. 

Hay quien se mete en un garaje y arranca el motor del coche, o la moto. En estos olivos de aquí al lado, justo tres hileras para allá, ha habido lo menos cinco, que yo sepa. A algunos, en el franquismo, los descolgaban corriendo para que no se supiera que habían muerto por eso”.

“Pero no le busques explicación porque no la vas a encontrar”.  

Fantasmas, santos y curanderos 

No la vamos a encontrar; pero siempre hay caminos inesperados que parecen susurrar perspectivas nuevas, interesantes, del muro que seguimos tanteando a oscuras. El día antes habíamos acudido a la biblioteca municipal: un viejo edificio reformado, con hermosa fachada histórica y una imponente estatua a la entrada del Arcipreste de Hita (cuyo lugar de nacimiento se disputan esta Alcalá y la de Henares). 

En el Archivo Histórico hablamos con su responsable, Paco Toro, cuya visita nos recomendaron en el Blablacar —ese wikileaks de los nómadas sin carro—. “Aquí sobre suicidios no vas a encontrar nada”, dijo, abriéndonos las puertas del Archivo. 

Más allá de la historia local (oficial), de las leyendas o las estadísticas, ninguna X iba a señalar el lugar, la entrada a las catatumbas que buscábamos, como advertía —aunque luego le acabara pasando— Indiana Jones. 

Por alguna razón, sin embargo, Paco Toro terminó mencionando la larga tradición, aún muy viva en la zona, de creencia en ciertos elementos mistéricos. Contaba el periodista Manuel Amezcua en La ruta de los milagros (sobre el mundo del misticismo popular de la Sierra Sur; 1993; premio de periodismo Club 63), el libro al que nos remitió Toro: 

 “En la comarca persiste un sistema de creencias en torno a la salud y a otros aspectos culturales que a menudo tienen un origen mágico. Se cree en los maleficios [...], en las apariciones de la Virgen. A la vez pervive la creencia en las apariciones de difuntos y en las almas en pena, influenciada manifiestamente por ciertos movimientos espiritistas que actuaron intensamente en la zona hasta la guerra civil”.

Antes de despedirnos del cementerio, inquirimos a Arcadio sobre estos asuntos –como de pasada, también–. Y nos contesta: “Aquí ha habido cosas para creer; no se cree porque sí. Yo, fíjate el sitio donde trabajo, y no digo nunca, nunca, que no haya espíritus”. Y a continuación nos cuenta el caso (reciente) de alguien conocido por él: una difunta hace más de medio siglo trató de comunicarse con un familiar para que realizaran en su honor una ofrenda, algo inacabado en vida, que prometió hacer y no hizo, según parece.

 Los familiares siguieron sus instrucciones y el fantasma en cuestión pudo descansar al fin. Esto lo cuenta Arcadio –que es un hombre perfectamente cabal, bondadoso y sin un pelo de tonto– con la misma naturalidad con la que antes hablaba de los que dimiten voluntariamente de la vida. 

Por supuesto, son cosas que suelen omitirse, que no se cuentan casi nunca por el riesgo a que se rían de uno. Pero esto se aborda también por aquí de manera cada vez más natural, cuando podría uno creer que es al contrario; que la (post-post)modernidad haya desterrado lo que algunos calificarían de supersticiones: “La gente mayor habla con más reparo, pero casi cualquier tema se habla hoy de manera mucho más natural. También es que antes, en el franquismo, no se podía hablar de nada”, dice Arcadio. 

En la Sierra Sur, toda una constelación soterrada de –lo que podríamos llamar– druidas contemporáneos ha venido operando y continúa haciéndolo. Hay categorías dentro de ellos, según Amezcua, dependiendo de sus dotes: los rezadores, los sabios o sabias, los anudadores y los santos, los más respetados: hombres y mujeres en mayor contacto con la gracia –esa suerte de don divino capaz de curar los males del alma y del cuerpo–, que también “ejercen de consejeros”. 

Habrá motivos diversos, pero tiene lógica que el miedo y la desconfianza hacia las autoridades que la gente del campo ha sentido siempre (esto más que la ignorancia, más que la supuesta incultura atribuida siempre a los que no han accedido a la incuestionable sapiencia de la universidad) sean razones para que muchos buscaran consuelo, atención y arraigo dentro de su hábitat, sin bajar siquiera del monte: según Arcadio, estos santos han sabido siempre “muy bien lo que necesitaban las personas”.

 Éstas, “de los médicos no se fiaban. Porque no había tantos remedios, y porque muchos curanderos conocían todo tipo de hierbas que funcionan”. De los curas de entonces, tampoco. Es decir: el santo como guía psicológica, médica y espiritual: todo en uno. 

“Yo recuerdo que de chico [años 70 ya] nos escondíamos si veíamos venir a la Guardia Civil”. Arcadio es de Frailes, aldea cercana con gran historial en estas lides. A tiro de piedra de allí, en la Hoya del Salobral, nació, en 1912, el célebre santo Custodio –heredero directo, según la tradición, del santo Luis Aceituno–, cuya vida “cambió un día de la Ascensión del Señor cuando contaba veinticinco años de edad” (lo cual cae en plena guerra civil). 

De él contaban, entre otros prodigios, que había curado a una niña de tres solitarias con sólo beber de una fuente bendecida por él. No se libraría ni de la cárcel ni de la persecución de los médicos de Noalejo, cabeza de partido al que pertenece la Hoya, nada contentos con el éxito que tenían entre los feligreses sus supuestas “dotes curativas”. 

“Existe una cueva” en el Salobral, contaba Amezcua, a la que se llega “tras una maraña de senderos”, y que desde la muerte de Custodio sirvió de peregrinación para sus fieles. Efectivamente: allí nos allegamos nosotros, tras remontar, desde Alcalá la Real, serpenteantes y empinadas carreteras entre olivos que despistan una y otra vez [Vero, nuestra fuente inicial, se prestó a guiarnos de manera muy generosa]. Allí sigue la pequeña cueva de la que hablaba Amezcua hace veinte años. Limpia, muy cuidada. Llena de exvotos de fieles contemporáneos que incluyen velas, relicarios, fotos de carné y hasta alguna L de carné de conducir: ofrendas como plegaria o gratitud hacia el santo, a quien gustaba “retirarse allí a meditar”.

Un folleto anónimo sobre el santo Custodio decía: No solamente curaba enfermedades físicas, sino que daba consuelo y hasta curación completa a los dolores morales, siendo el gran alivio de los histéricos, melancólicos y ofuscados del cerebro y de los tristes de espíritu. (Desde que muriera, en la década de los 80, el santo Manuel, último de esta estirpe, el puesto de santo continúa vacante en la comarca.) 

Lamentablemente, y por razones obvias, no contamos con estadísticas sobre suicidio de épocas anteriores –aún hoy son problemáticas y no muy fiables, aunque las haya–. Sería muy interesante saber si la gente se quitaba la vida entonces más, igual o menos que ahora. 

Por qué morir; por qué vivir

Resulta ya un lugar común citarlo, pero no hay más remedio. Albert Camus, en El mito de Sísifo: “No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar si la vida merece o no ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía”. Equivale a responder, en realidad, a la cuestión fundamental de cualquier persona, sea uno o no Albert Camus. Sea profesor de la Sorbona o jornalero. 

Ésa es la pregunta, y la confrontación, a la que todos quedamos abocados antes o después, por más que intentemos disimular. El suicidio es el tema tabú por antonomasia en nuestras culturas: se trata de un pistoletazo o tirón en la conciencia que nos despierta, violento, de la duermevela cotidiana que tratamos de mantener, evitando estrictamente mirar hacia los bordes abisales de nuestra vida, como evitamos de reojo a los mendigos por la calle.

¿Qué escuchamos, allá al fondo, cuando oímos decir que fulanito se ha matado? Por mucho que no queramos, un aldabonazo que nos devuelve de golpe a nuestro centro: una denuncia. Una suerte de aullido sordo que niega, no la vida, sino esta vida. Lo que de alguna manera viene a decirnos quien se suicida no es que no quiera vivir: es que no quiere esa vida; no dice que sí a la muerte: dice que no a esa forma de vivirla, tantas veces absurda. 

La gente se mata –no es temerario afirmarlo– contra algo: ¿Contra qué se mata tanta gente de la Sierra Sur; tanta gente de ese triángulo del que Alcalá la Real es el vértice? ¿Qué desolación no les deja respirar, supuestamente más que en el resto del país (más que en sitios de Europa muchísimo más tristes), hasta preferir llegar hasta el final del ahogo?

–Han perdido el sentido de la vida. Muchos caen en depresión por distintas situaciones. Acaban no encontrando solución. Algunos se ahogan en un dedal. 

Don Luis [le llamaremos así] es de trato cálido y educado. El pelo cano, setenta y algún años; los ojos amables pero certeros de quienes han visto mucho y aun así saben reírse todavía. Don Luis ha sido párroco en esta zona –y en otros sitios realmente conflictivos– y atribuye a eso, a la pérdida del horizonte, a la soledad sin orillas, esa oscura costumbre de por aquí. Porque la gente, es cierto, no pregunta, no preguntamos, algo tan sencillo y elemental como cómo estás, cómo te sientes.

 “Siempre se pregunta por el trabajo; qué haces, a qué te dedicas”. En el fondo, no se pregunta quién eres, sino qué eres: “en qué trabajas, dónde vives, cuánto dinero ganas”. “Hay mucho materialismo. Y también mucha inmadurez en muchos creyentes”, dice, que “no aplican” a su vida ciertos principios.

Se da, sí, una “falta de apertura para contar las cosas” bastante interesante, teniendo en cuenta la orgullosa vocación festiva, de escandalera y cervecita fresca con cualquier excusa, que se gasta en España; presuntamente más en el sur. “¡Naaaada! –salta el ex párroco: se nota que es para él un pleito viejo–. Es todo para afuera, para afuera... Sobre lo que les pasa por dentro luego no comparten nada”. 

“Conozco a un psiquiatra que cada vez que se mata alguno se lleva un cabreo tremendo”, continúa. [El psiquiatra en cuestión no quiso atendernos para este reportaje: malas experiencias previas con la prensa.] “Lo que no me explico es que una madre se quite la vida, habiendo un vínculo tan fortísimo con los hijos. Eso sí que no me entra”. “La cultura del pueblo admite esto. Ha sucedido a familias enteras [suicidio de muchos de sus miembros, se refiere]. Se admite como una forma más de muerte. Yo he visto ahorcados de niño en los olivares. Los encontrábamos allí cuando íbamos a jugar”.

Lo que sí tiene claro don Luis, lo que ha aprendido con los años, es que “no hay que juzgar nunca a nadie”, porque nunca se sabe qué ocurre en la vida y en la cabeza de cada uno. También, que cuando alguien decide matarse jamás es por un solo motivo (eso que suele decirse: como le pasó no sé qué, se suicidó): no, esto se fragua en silencio, durante mucho tiempo. Gota a gota hasta el ahogo. 

El fulgor

Vivo sin vivir en mí, / y de tal manera espero, / que muero porque no muero. Seguramente no se suele prestar la debida atención a estos versos tan célebres de Santa Teresa de Ávila. ¿Qué esperaba? En esa eterna guerra que libran en nuestra psique Eros y Tánatos, amor y muerte, la pasión y la destrucción, ambos polos comparten un mismo anhelo: recuperar la unidad primigenia; reparar el sentimiento de separación; volver a ser uno

Esa soledad de la que hablaba el sacerdote, y por la que nos pasamos la vida tratando de encontrar algo, alguien, por lo que ser dos (en pareja), varios (en familia), muchos (en una tribu que abriga, que hace olvidar el desamparo). Al no encontrarlo, no es descabellado que muchos opten por la otra vía hacia el mismo fin: la disolución en el vacío.      

Una guerra, hemos dicho. En Alcalá la Real, en la Sierra Sur, se han encontrado ahorcados en los olivares como se ven cadáveres aquí o allá en una zona de guerra. Pero Alcalá no está en guerra. No lo está ahora, al menos. Pero sí lo ha estado. A lo largo de siglos lo estuvo, hasta prácticamente antes de ayer.

Decíamos al principio que existe aquí una especie de brújula memorial que imanta la vista del transeúnte, prácticamente desde cualquier sitio: a no ser que se esté dando la espalda exactamente a esa dirección, cuesta que la mirada no gire hacia allí, como al escuchar un ruido lejano. La fortaleza de La Mota es un espejismo pétreo que domina todo el ámbito, y que parece haber resistido intacto desde hace mil años.

 Fue más o menos por entonces cuando alcanzó su verdadero dominio; desde siempre, por su situación geográfica y los azares bélicos (entre los reyes musulmanes y los cristianos, pero también entre las distintas facciones de Al-Ándalus), el castillo constituyó una plaza crucial, que pasó de unas a otras manos a costa de frecuentes incursiones sangrientas. Tomada finalmente en 1341 por el rey castellano Alfonso XI —de ahí el título de Real; Al Qal’a, en árabe: la fortaleza— sería la puerta al reino musulmán de Granada, hasta su conquista. 

El peligro de vivir allí queda reflejado, por ejemplo, en los diversos privilegios reales concedidos a los que habitasen la villa, como exenciones de impuestos y “no ser presos por deudas”. “Cercana como ninguna otra población cristiana a la capital del reino moro enemigo”, leemos sobre la historia local, “tuvo tantos privilegios que llegó a ser conocida como montaña de Andalucía”.

Espectacularmente recuperado en los últimos años, el recinto se encuentra en perfecto estado de revista para el visitante, haciendo recordar los escenarios de ciertas películas o series de televisión. En el interior de la Iglesia Mayor Abacial pueden verse los famosos enterramientos excavados en la roca; tumbas de diversas épocas, hasta el Renacimiento: antropomorfas, rectangulares; también criptas, y catacumbas. Porque, a la par que fortaleza, y villa medieval, en realidad La Mota, el lugar que preside todo este entorno, es una necrópolis.

Hay miles de leyendas en torno a esas guerras, las de hace siglos y las más recientes. Lo que no es leyenda es esa vieja costumbre por la cual en una guerra, en la tesitura de tener que doblar la rodilla ante el enemigo al ser derrotado, en el campo de batalla, en un asedio, muchos optaban por morir de su propia espada, antes que caer prisioneros del bando contrario. 

Pero hace no tanto también sucedía algo parecido: la represión tras la Guerra Civil fue brutal en muchos puntos de Andalucía, pero sobre todo en zonas de serranía en que aún podía resistir el maquis, los guerrilleros del monte. Alcalá lo fue; de nuevo punto caliente entre uno y otro bando. También —nos cuenta alguien muy atento a estas historias— era frecuente que aquellos se pegaran un tiro, antes de que los capturase el ejército franquista.

En psicología, desde el inconsciente colectivo de Jung (el mismo que consideraba normal sólo lo estadísticamente aceptado por la mayoría de la gente), desde antes incluso (Darwin llegó a olfatearlo), se viene contemplando la categoría transgeneracional que puede operar en todos nosotros: según esto, el inconsciente también es biológico, y guarda un código encriptado de comportamientos y patrones fuera del alcance de lo que podemos contemplar racionalmente. Cosas que ya se han decidido en nosotros, quizás, gota a gota, desde mucho antes.

Es decir: lealtades subterráneas hacia el clan, o la tribu. Nadie se extraña al escuchar: Mira, tiene los gestos de su madre, o ¿Ves? Las mismas manías que su padre. En Alcalá, en la Sierra Sur, en el famoso triángulo, no extraña nada el suicidio. Y, quitando lo aparatoso del gesto, tampoco extraña a nadie aquí, en el fondo, de manera intuitiva (inconsciente diría Jung), algo como: Se mató como su padre. En el mismo olivo. En la misma rama que su padre. [Vero, nuestra fuente, nos hablaba también de cierta “endogamia”, disipada con los años: “Aquí, primos con primos, lo que quieras”.]


Pero –ya lo sabíamos, desde el principio– no podemos dar respuestas. “No había motivos”, nos contaba Vero de sus amigos muertos en el instituto. “Nadie lo sabe”, decía Arcadio, el enterrador, “no puede saberse, no busques explicación” al enigma –por mucho que haya ánimas regresando para conjurar remordimientos–. 

Hay fulgores que no pueden comprenderse, los temas son fantasmas hambrientos, decía Borges, y (dijo Hamlet, aquél que también dudaba entre ser o no ser) hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que ha soñado tu filosofía. Que no encontremos razones no quiere decir que no las haya. Y que las haya no quiere decir que vayamos a descubrirlas algún día."              (Miguel Ángel Ortega Lucas, CTXT, 05/10/16)

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