10/11/23

Existen preocupantes líneas de continuidad entre el gobierno de Israel y el fascismo en su vertiente específicamente nazi: un racismo virulento y con tintes biologicistas; variadas operaciones de captura institucional con vocación totalitaria, desprecio por la debilidad y exaltación de la violencia... El dolor del pueblo palestino también es el dolor de miles de latinoamericanas y latinoamericanos que, por décadas lloraron a sus familiares muertos y detenidos desaparecidos por la violencia blindada de los fascismos dependientes. El antifascismo es la última línea de defensa para proteger aquello que consideramos más valioso de lo que significa ser humano: el respeto por la dignidad del otro independiente de su proveniencia, credo, origen, género, capacidades, orientación sexual o color de piel

 "El teatro del horror que dejan las semanas de asedio del ejército israelí al pueblo palestino deja en claro que el nuevo siglo se inicia con una clara deriva fascista. Debemos plantear la pregunta sobre lo que significa ser antifascista hoy y conectarnos con una tradición latinoamericana que nos pueda ayudar a encontrar respuestas. 

Lo escalofriante de la situación actual en Franja de Gaza no tiene que ver solamente con la multiplicación de los crímenes de guerra y con la decadencia moral e ideológica del orden liberal occidental que pretende esconder, por todos los medios –cercos mediáticos, censura, estigmatización, intimidaciones, etc. – una realidad cada vez más avasalladora. Los paralelos con lo peor de los fascismos del siglo XX, en particular, son una clara señal de alarma. El intelectual judío Daniel Blatman lo pone en los siguientes términos: «Como historiador del Holocausto y el nazismo, me resulta difícil decir esto, pero hoy en día hay ministros neonazis en el gobierno [israelí]. No se ve eso en ningún otro lugar —ni en Hungría ni en Polonia— ministros que ideológicamente, son racistas». «Lo que estamos viendo hoy —concluye— es una especie de genio que está saliendo de la botella y no estoy seguro que pueda detenerse». 

Un ensayo reciente de Alberto Toscano también traza preocupantes líneas de continuidad entre el gobierno de Israel y el fascismo en su vertiente específicamente nazi: un racismo virulento y con tintes biologicistas; variadas operaciones de captura institucional con vocación totalitaria, desprecio por la debilidad y exaltación de la violencia, homofobia y anti-intelectualismo. 

¿Cómo posicionarnos frente a esta situación? O más bien, ¿cuáles son las consecuencias que se desprenden de nuestra toma de postura? En estos días se ha hablado mucho de la guerra de Argelia como un paralelo histórico relevante para entender lo que sucede en Gaza y de Frantz Fanon como un importante intérprete de la lucha argelina por la descolonización y la liberación nacional. Sin embargo, es en un prólogo que Jean Paul Sartre escribió para la edición francesa de 1963 de Los condenados de la tierra donde se plantea con fuerza el problema ético de la toma de postura (una de las temáticas más recurrentes en el pensamiento existencialista de la época). En este texto, Sartre impugna al lector por su complicidad velada con la violencia colonial. En un tono acusador que resulta incluso incómodo de leer, el autor afirma que no tomar postura y simplemente guardar silencio equivale a ponerse del lado del opresor. Usualmente me cuesta escribir en primera persona. Sin embargo, ante estas circunstancias no me es posible callar. Tampoco tengo claro el registro en el que debo escribir estas líneas, pero sí tengo claro que es un imperativo alzar la voz contra la violencia genocida y la deshumanización sistemática a la que está siendo sometido el pueblo palestino. Ponerme del lado de la lucha por la liberación palestina no significa que no valore por igual las vidas israelíes que se perdieron con los atentados de Hamas del 7 de octubre. Es precisamente por el valor intrínseco que tiene cada vida humana que la asimetría y la naturaleza del conflicto me llevan a tomar una posición clara contra la política del gobierno israelí.

Además, si la dinámica histórica que le están imprimiendo los sucesos en Franja de Gaza al siglo que comienza es de un carácter filofascista, entonces mi propio proceso de toma de postura necesariamente conlleva la pregunta acerca de lo que significa, en las circunstancias actuales, reconocerse como antifascista. No tengo respuestas para esta pregunta, pero un buen punto de partida puede ser la búsqueda dentro de nuestra propia tradición latinoamericana. La pulsión deshumanizante y genocida que llevó a un ministro israelí a referirse a los palestinos como «animales humanos» es bien conocida por las víctimas de los autoritarismos de la región. De hecho, uno de los titulares de prensa más infames de la época de la dictadura chilena informa a sus lectores que algunos de los opositores perseguidos por la Operación Cóndor fueron «exterminados como ratones». En general, la retórica de gobiernos dictatoriales que presentaban construcciones monstruosas de sus opositores en las que se anulaban sus rasgos humanos fue un lugar común. 

Bajo exilios, persecuciones e incluso exterminios organizados en ocasión de los golpes militares de la década de 1970, la intelectualidad latinoamericana se dedicó a discutir de manera sistemática la cuestión del fascismo. De hecho —e incluso de forma trágica y paradójica— ese período trajo consigo importantes avances teóricos sobre la naturaleza de los autoritarismos modernos. El libro Modernización y autoritarismo de Guillermo O’Donnell, publicado en 1973, es un conocido clásico sobre la materia. En este importante texto, O’Donnell traza un nexo entre el proceso de industrialización endógena latinoamericana y la construcción de los cuadros técnicos y las burocracias que más adelante diseñarían y gestionarían el aparato represivo de los regímenes autoritarios. En un libro de 1968 titulado Socialismo o fascismo, el sociólogo brasileño Theotônio Dos Santos reconstruye la categoría marxiana de bonapartismo para analizar el golpe de 1964 contra el gobierno de João Goulart en Brasil y la particularidad del autoritarismo al que dio origen. En esos momentos, Dos Santos interpretaba al fascismo más como una amenaza futura para la región que como una realidad ya materializada.

Fue durante su segundo exilio en México, sin embargo, cuando Dos Santos reconstruyó de forma más sistemática la categoría de fascismo para arrojar luz sobre la naturaleza del giro autoritario en la región, sobre todo tras las particularidades que le imprimió el golpe de 1973 en Chile. En un artículo titulado “Socialismo y fascismo en América Latina hoy”, publicado en 1978 en la Revista Mexicana de Sociología, Dos Santos argumenta que la categoría de fascismo no se puede aplicar de manera mecánica a los regímenes dictatoriales latinoamericanos. En su versión más pura, el autor indica que el fascismo es un régimen represivo del gran capital monopólico que busca movilizar a las masas para destruir a la oposición, particularmente bajo una fuerte mística irracionalista, tradicionalista y nacionalista. Si bien en Latinoamérica se verificaban varios de estos elementos, la clase capitalista se encontraba subordinada al capital extranjero. Por esta razón, el carácter nacionalista de estos regímenes autoritarios no contó con la misma consistencia lógica y discursiva de la experiencia europea, lo que los ponía en condiciones de inestabilidad política. Por lo tanto, Dos Santos propone denominar a estos regímenes fascismos dependientes. En este texto, además, Dos Santos concluye que «la lucha antifascista asume en consecuencia un carácter universal y continental». 

También en 1978 el sociólogo ítalo-argentino Gino Germani publicó su libro Autoritarismo, fascismo y populismo nacional, otra de las grandes contribuciones a esta discusión. En este texto, elabora una explicación acerca del rol de la movilización de masa y, particularmente, de las clases medias, como fundamento de los regímenes totalitarios. Por su parte, la revista mexicana Cuadernos Políticos publicó en este mismo año un foro titulado “La cuestión del fascismo en América Latina”, en el que distintos intelectuales de la región contribuyeron con sus perspectivas sobre esta temática. Sin embargo, antes de que el pensamiento latinoamericano hubiera avanzado hacia caracterizaciones teóricas sobre el fascismo y sus distintas derivaciones, el antifascismo ya se había constituido como una identidad política sólida. Más puntualmente, el antifascismo fue una ética antes que el resultado de una teoría sistemática o decantada sobre la distribución social del poder. De hecho, como lo demuestra el trabajo de la socióloga Ana Grondona, Gino Germani fue un militante antifascista antes de ser un teórico del fascismo. Miembro de la organización italiana Giustizia e Libertà, Germani fue encarcelado en 1930 por distribuir propaganda política antifascista. 

La enseñanza que se desprende de esto es clara: no es necesario esperar por una definición nítida que confirme si determinado régimen o proyecto político es fascista o no para actuar cuando alguno de sus rasgos se haga identificable. De hecho, muchos de los movimientos antifascistas del período de entreguerras emplearon el concepto de fascistización precisamente para señalar que no hay que esperar a la materialización de un régimen de este tipo para organizar nuestra propia acción. Un elemento destacable del antifascismo latinoamericano, además, es el hecho de que también estuvo entrelazado con una fuerte sensibilidad internacionalista. En este sentido, la experiencia del Movimiento para la Emancipación de las Mujeres (MEMCH) en Chile, es particularmente ilustrativo. Desde su fundación en 1935, el MEMCH se definió a sí mismo como un movimiento feminista y antifascista. Además, como lo ha argumentado recientemente la historiadora Valeria Olivares, el antifascismo del MEMCH incorporó demandas internacionales a sus principios organizativos, pronunciándose sobre eventos como el ataque del ejército fascista italiano a Etiopía y declarándose en solidaridad con las mujeres republicanas que resistían al régimen franquista en España. 

Además, el MEMCH trazó un potente vínculo entre la experiencia cotidiana de la opresión de género y el antifascismo como ideal regulativo de carácter universal. De acuerdo con sus documentos programáticos, el MEMCH decidió oponerse al fascismo porque era una de las más grandes amenazas para la humanidad y porque, en términos concretos, tendía a reducir a la mujer a la función biológica de ser un vientre para procrear «hijos de la patria», por un lado, y a la función doméstica de las labores de cuidado, por el otro. Es precisamente en este mismo registro, que entrelaza los sucesos cotidianos con la historia mundial, que Natasha Lennard —intelectual judía comprometida con la causa palestina— reflexiona sobre lo que significa vivir una vida antifascista en nuestros tiempos. En su reciente libro Being Numerous: Essays on Non-Fascist Life, la autora recorre las trayectorias biográficas de algunos de sus familiares involucrados en causas antifascistas para cuestionar las inconsistencias del ideal liberal de no-violencia, así como de la aversión centrista a la toma de postura. Además, Lennard ofrece algunas pistas de lo que significaría aplicar estos principios a nuestra propia vida cotidiana. En sus palabras:

No podemos solamente ser antifascistas; debemos también practicar y construir mejores hábitos, mejores formas de vida. En vez de sustantivo o adjetivo, antifascista como verbo gerundio: un esfuerzo constante de anti-fascistizar contra los fascismos que incluso se encuentran en nosotros mismos/as. Trabajar para construir modos no jerárquicos de vivir, para contrarrestar nuestros privilegios y deseos de poder. El yo individualizado e indiferente, las sobrecodificaciones de la normatividad familiar, la tendencia autoritaria de la ambición profesional, todos ellos ámbitos que necesitan atención antifascista.

No existe ninguna contradicción en forjar una identidad antifascista que se constituya a partir de pequeñas prácticas cotidianas al tiempo que se aspira a la emancipación de la humanidad como un todo. La dialéctica nos enseña que la realidad es una unidad orgánica internamente diferenciada. Esto significa que lo particular y lo universal se encuentran interconectados en una dinámica de constitución mutua; además significa que las luchas del pasado se entretejen con las del presente y las de los otros con las nuestras. El dolor del pueblo palestino también es el dolor de miles de latinoamericanas y latinoamericanos que, por décadas lloraron a sus familiares muertos y detenidos desaparecidos por la violencia blindada de los fascismos dependientes. El antifascismo es la última línea de defensa para proteger aquello que consideramos más valioso de lo que significa ser humano: el respeto por la dignidad del otro independiente de su proveniencia, credo, origen, género, capacidades, orientación sexual o color de piel. Recordar y honrar a quienes han tomado un compromiso frente a esto es proyectar un rayo de luz en estos tiempos de oscuridad y empezar a redefinir lo que significa ser libres. "                      

( , Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Manchester (Reino Unido) y profesor de sociología en la Universidad Diego Portales (Santiago de Chile), JACOBINLAT, 07/11/23)

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