21/3/17

Es necesario disputar al populismo de extrema derecha el liderazgo sobre las capas populares dominadas por el resentimiento. Para ello, hay que oponerle un “populismo de izquierda” que desplaza el “ellos”, de los extranjeros y los emigrantes hacia la élite de los mercados y de la gobernanza

"No se discutirá aquí sobre la noción general y aproximativa de “populismo”, cuyo uso se ha incrementado regularmente desde los años 1990. 

Designando principalmente a las derechas radicalizadas, afecta en la actualidad a la derecha y la izquierda. Peyorativo en la mayor parte de los casos, el término ha sido retomado de forma positiva, hasta por la izquierda más “radical”. Se analiza aquí este “populismo de izquierda”.

El argentino Ernesto Laclau ha sido uno de los primeros en intentar pensar el fenómeno. En los años 1960 se apartó de la izquierda clásica, apoyando al peronismo en el poder. A continuación, a la vez que perseguía su diálogo con el marxismo, se ha dedicado a mostrar sus límites. Rebelde a la idea de una sobredeterminación de la superestructura económico-social, rechazando la convicción de un papel intrínsecamente revolucionario de la clase obrera, Laclau ha buscado enunciar las condiciones de reagrupamientos transclasistas con el objetivo de la toma del poder.

Para él, la ruptura social no resulta de las contradicciones internas del capitalismo –la extensión de la forma mercantil y de la salarización-, sino de negaciones externas basadas sobre la realidad del antagonismo y sobre el ejercicio de la voluntad. La acción revolucionaria consiste pues en inscribirse en la conflictualidad general para construir “bloques de hegemonía” –Laclau reutiliza el lenguaje gramsciano- que reagrupan a grupos objetivamente diferenciados en un movimiento común. 

El pueblo, pensado no en términos de clases sociales sino como una manifestación política de la plebe y de los excluidos, se convierte así en un operador de hegemonía, como el “bloque jacobino” que evocaba Gramsci en relación con la revolución francesa.

que se instalan en la crisis de la izquierda histórica. La apuesta de Pablo Iglesias y de Podemos se expresa cuando dice que “La línea de fractura –explica Iglesias- opone ahora a los que, como nosotros, defienden la democracia (…) y a los que están del lado de las elites, de los bancos, del mercado ; están los de abajo, y los de arriba (…) una elite, y la mayoría”/1

Interrogado por Jean-Luc Mélenchon, un responsable boliviano próximo al presidente Evo Morales sigue una línea de conducta idéntica: “¿Entonces como os definís? preguntaba yo –Nosotros decimos: Somos el pueblo”/2. Seducido, el líder francés aprovecha la ocasión

. Si es cierto que, tanto en Bolivia como en España, “el sistema no tiene miedo de la izquierda sino que tiene miedo el pueblo”, entonces la solución política no es la de reagrupar a la izquierda sino constituir el “Frente del pueblo”.

La filósofa Chantal Mouffe da en la actualidad cartas de nobleza a la negativa de la antigua línea de división. En el 2008, en un ensayo sobre Las ilusiones del consenso, aceptaba todavía su pertinencia, a la vez que rediscutía su utilización/3

En el 2016, en una entrevista a la revista Regards, vuelve sobre su afirmación de ayer. Si entonces creía en la importancia de la frontera entre la derecha y la izquierda, es que ella pensaba que era posible radicalizar a la socialdemocracia y volverle a dar una identidad de izquierda. 

Desde el instante en que esa hipótesis se convierte en irrealizable, a partir del momento en que la socialdemocracia ha mostrado su incapacidad para resistir al tropismo liberal, la referencia a la izquierda es una ilusión. Lo que hay que unir no es la izquierda sino el pueblo. “Hablar de populismo de izquierda significa tomar nota de la crisis de la socialdemocracia, que no permite, a mi entender, restablecer esa frontera entre la izquierda y la derecha”.

Reclamándose del pensamiento antagonista de un Carl Schmitt para rechazar “la ilusión del consenso”, ella hace de la confrontación entre el “ellos” y el “nosotros” la clave de las movilizaciones populares. Considerando, como Laclau, que la racionalidad no basta para poner al pueblo en movimiento, busca definir los afectos movilizadores, que encuentra en la vieja oposición entre el pueblo y la élite.

No sirve para nada, concluye, dar la espalda a un populismo que no es sino la expresión exacerbada de un pueblo desposeído de sus derechos a decidir. Pero, para evitar que el antagonismo no gire al enfrentamiento liberticida de enemigos –lo que mantiene Carl Schmitt- y para que se contenga en el combate político de adversarios, es necesario disputar al populismo de extrema derecha el liderazgo sobre las capas populares dominadas por el resentimiento. 

Para ello, hay que oponer un “populismo de izquierda”· que desplaza el “ellos”, de los extranjeros y los emigrantes hacia la élite de los mercados y de la gobernanza.

Ellos y nosotros, las élites y el pueblo: se borran a la vez la pareja antigua de la burguesía y el proletariado y el de la derecha y la izquierda.

El impasse de un populismo de izquierda

Las declaraciones de Chantal Mouffe constatan el fracaso de las izquierdas europeas en frenar el desarrollo de las extremas derechas. Se afirma pues que es realista. Su enunciado es simple; sin embargo es discutible ¿Por qué? Porque, si las categorías populares existen concretamente, el pueblo no existe: es a construir políticamente. Chantal Mouffe lo sabe pero deja entender que la voluntad política unida a la referencia al pueblo basta para constituirle.

Sin embargo, el pueblo no se construye por la referencia nominal al mismo o porque se le distinga de su supuesto contrario (la élite). Puede si se agrupa alrededor del proyecto que le emancipa al mismo tiempo que permite a la sociedad entera emanciparse.

En la amplia lucha social, la suma de los componentes movilizables no es nada sin el vínculo que haga de los mismos una fuerza coherente y no un simple agregado numérico. ¿Basta para obtener ese vínculo que los dominados tengan un adversario común? ¿La finanza? Ella no se ve ¿La élite? Sus fronteras son muy imprecisas, según los casos demasiado expansivas o demasiado restringidas.

 El adversario o el enemigo puede ser el funcionario “privilegiado” contra el asalariado del sector privado, el trabajador estable contra el asalariado precario, el demasiado pobre que no paga impuestos contra el apenas más rico que los paga. 

El enemigo más cómodo es de hecho el más próximo: en general está por abajo de cada uno y no se “nos” parece. El enemigo inmediato es “el otro”, sobre todo cuando se nos repite que el tiempo es el de la guerra de las civilizaciones y de la defensa de la identidad amenazada.

¿Qué es pues lo que puede unificar al pueblo para su emancipación? Ni el adversario, ni el enemigo. Ni clase contra clase, ni campo contra campo, ni centro contra periferia, ni los de abajo contra los de arriba, ni pueblo contra élites: el corazón de todo antagonismo está en el choque de proyectos de sociedad en que se basa.

 En los años 1930, es al alzarse al nivel de “todos” de la globalidad social que el “nosotros” obrero y asalariado no se ha cerrado sobre sí mismo y ha permitido el impulso mayoritario que ha sacado al mundo obrero del gueto en el que los poseedores encerraban a las “clases peligrosas”.

Así pues, es más pertinente afirmar que el impacto movilizador del movimiento crítico popular debería encontrarse, no en la exaltación de un “nosotros” opuesto a un “ellos”, que no es un dato sino eventualmente un resultado, sino en la activación de los valores populares de igualdad-ciudadanía-solidaridad, ligada con un proyecto global de emancipación, que tiene necesariamente una dimensión nacional, pero que no es “sobre todo nacional”

. Lo que falta en la actualidad al impulso popular es un proyecto coherente de ruptura con el orden-desorden existente.

Hay que distinguir esta cuestión en el curso largo de las temporalidades en las que se desarrollan los enfrentamientos. Toda confrontación de este segundo tipo recoge los aspectos del “nosotros” y del “ellos”, alrededor de elementos de movilización que solo se apropian en contexto. 

No hay ninguna posibilidad de determinar de una vez por todas esos elementos, ya que justamente el contexto es cambiante. Lenin, luchando contra todo dogmatismo “izquierdista” en la materia, decía que la situación revolucionaria (y se podría con precaución extenderlo a toda situación de confrontación global en una formación social dada) se concreta en dos elementos.

 “Es solamente cuando ‘los de abajo’ no quieren y que ‘los de arriba’ ya no pueden vivir en la antigua manera, cuando la revolución puede triunfar. Esta verdad se expresa de otra forma en estos términos: la revolución es imposible sin una situación de crisis nacional (que afecta a explotadores y explotados)”

 ¿Esto es todo en términos de contenidos? Si, esto es todo. Pero hay que subrayar la segunda parte, que se olvida a menudo: la gran crisis nacional. La cual afecta a “explotadores y explotados”, pero que, como su nombre indica, en primer lugar a la misma “nación”, o dicho de otra forma al conjunto de clases y capas que la componen.

 En octubre de 1917, esta “gran crisis” se ancla en la guerra salvaje que destroza Europa. En el 2015, en Grecia, se basa sobre la política de los memorándums impuestos por la Troika.

Dicho de otra forma, con el populismo de izquierda el debate no consiste sobre el “ellos” y el “nosotros”, sino, mientras el contexto no ponga en el orden del día una confrontación conectada en sentido estricto, con la definición del “ellos” y del “nosotros” y, con ello, sobre la forma de construirlos. 

Por ejemplo, definir la separación por la cuestión de la identidad no es la misma cosa que hacerlo sobre la de la igualdad, y por lo tanto, no es el mismo “pueblo” el que se contribuye así a construir.

Hay que volver de nuevo sobre el asunto. Un proyecto no es un programa sino lo que da sentido a las medidas más emblemáticas de un programa político. Como todos los partidos, el Frente Nacional tiene un programa, pero no es ese programa lo que le da su atracción sino su idea simple implícita: “ya no estamos en nuestra casa; no lo estaremos mientras se tolere la presencia de quienes nos impiden estarlo”.

Más que del catálogo programático, el proyecto está más bien del lado del “gran relato”, del imaginario que hace consciente a un grupo que está en el corazón de la historicidad. El proyecto así concebido fue antiguamente el de la “Santa Igualdad” de los sans culottes parisinos durante la Revolución Francesa (se designaba con el término de sans-culottes o “sin calzones” a los partidarios del sector más a la izquierda en 1789, miembros de las clases sociales que realizaban labores manuales como artesanos, obreros y campesinos, ndt), del “comunalismo” de Babeuf, del socialismo y del comunismo del movimiento obrero. Eso fue lo que se llamó la “República Social”, en la tradición republicana y obrera de Francia, con su súmmum con la Comuna de París.

Relacionando el combate obrero y la izquierda política, los responsables del socialismo y el comunismo históricos no sacrificaron a la clase. Comprendieron que la multitud de las categorías populares dispersadas no podría convertirse en pueblo en sentido político (el actor central de la ciudad) sin que la política se conecte con la experiencia social concreta, en un combate por la dignidad en o/y contra las instituciones existentes

. Es por la acción política y con ello por un trabajo voluntario de subversión de la izquierda, como los obreros franceses han pasado del “nosotros” al “otros”, del repliegue comunitario al conjunto de toda la sociedad.

Sobre la base de esta amplia ambición, el socialismo jauresiano y sus herederos disputaron el magisterio de la izquierda a las formaciones más moderadas. Sobre esta base el mundo obrero pudo ocupar un lugar mayor en el interior del “bloque jacobino” del que habla Gramsci.

 Alrededor de esa visión prospectiva el movimiento obrero pudo, no poner fin al capitalismo (las tentativas del siglo XX para conseguirlo fracasaron aunque obtuvieron compromisos que han modulado el movimiento del capitalismo durante algunos decenios). Sin ese proyecto, el “nosotros” de las categorías más populares está abocado sea al aislamiento y a la ineficacia política (el modelo americano), sea colocado en posición subalterna por encuadramientos populistas que aniquilan los progresos posibles de la emancipación popular.

Salvo aceleraciones brutales de las que no se puede prever el contenido y que no dependen de nosotros, un tal proyecto debe por supuesto inscribirse en el largo plazo y su horizonte debe ser la alternativa a las lógicas dominantes de la competencia y de la “gobernanza”

 ¿Puede imponerse hoy en toda la sociedad, en todo el pueblo? No, ya que el pueblo está dividido y desorientado. Pero es posible, desde ahora, crear un movimiento mayoritario a favor de una transformación global, económica, social, cultural, en la que el espíritu de ruptura ya no esté ya minorizado, como lo está desde el comienzo de los años 1980.

Unir a los divididos-as

Así pues es un problema más amplio. Si se reemplaza “pueblo” por “proletariado” se ganará con ello en precisión, pero sin desembarazarse del problema: no solamente estas entidades no se dan como tales (se construyen en las luchas), sino que ellas están de tal forma divididas que necesitan un proyecto para unificarlas. No se trata pues de purismo de los conceptos. 

Cuando tenemos un proletariado tan numeroso, la diferencia con el pueblo, aunque exista, pierde su fuerza. Por supuesto hay que guardarse de efectos puramente estadísticos. Es correcto definir el proletariado por los que “solo tienen su fuerza de trabajo para vender”, es decir de asimilar a la clase asalariada potencial a los parados y precarios y las mujeres no activas económicamente.

 Lo que permite evitar un obrerismo demasiado estrecho (según el que el metalúrgico es un proletario pero no la cajera ya que ella no produce valor en un sentido marxista estricto...). Pero sin duda es demasiado extensivo. Es evidente que las cimas del aparatado de Estado, de los medios de comunicación, de los PDG (presidentes-directores generales, ndt) (sin considerar la posibilidad que sean además accionistas), etc., aunque asalariados son de la burguesía, no del proletariado. “Élites” si se quiere usar el lenguaje de Laclau. 

Es necesario pues definir al proletariado como los que solo tienen la fuerza de trabajo para vender y no tienen ningún interés vital en el mantenimiento del sistema. Y eso incluye a mucha gente.

En lo que se refiere al “pueblo”, a partir del momento en el que se restablece el tipo de conflictualidad que le corresponde, entre otros elementos por los aspectos de clase en el sentido tradicional y el cuestionamiento del modo de producción capitalista (y eso es lo que hace más o menos alguien como Mélenchon), ya no es ahí donde es necesario buscar la divergencia con el populismo de izquierda. 

La clave aquí es saber si conviene distinguir “el pueblo” como un dato pasivo y “el pueblo” que se construye como tal (“para sí”) y así acordar que existe la conflictualidad. En este sentido, toda construcción de este tipo, en un contexto dado, toma efectivamente la forma de una delimitación del “ellos” y del “nosotros”. Pero la dificultad es que el “nosotros” si solo puede existir por la lucha contra un “ellos” no se limita a eso. Es necesario, en el mismo movimiento, que defina lo que le constituye en tanto que tal, “para sí”, como dice la fórmula.

Además, aunque se empiece por “la clase” y ya que ésta debe no solamente emanciparse para sí misma sino liberar a toda la humanidad, se trata pues de un programa “para el pueblo”. Gramsci va más lejos, reclamando un programa de “salvamento de la nación”, que incluye a la política educativa, artística, urbanística, etc.

Pero el debate sobre “el sujeto revolucionario” no se limita a estas precisiones. Tanto en un caso como en el otro no se trata de una visión puramente estática sino de una construcción, por la lucha, y entre “ellos” y “nosotros” (otra forma de retomar el “en sí” y el “para sí”).

 Pero incluso así hay una cuestión principal que se deja explícitamente de lado en las consideraciones de Mouffe (lo que es desde un cierto punto de vista es la razón de ser de su teorización). El pueblo (o la clase) está dividido estructuralmente, y no solamente por los artefactos, sino también por las luchas. Si, como dice Engels, “en la familia el hombre es el burgués y la mujer desempeña el papel del proletariado”, no es el mismo pueblo que se construye si las mujeres ocupan un lugar subordinado en el mismo o si las mujeres se encuentran incluidas y de forma igualitaria. 

Lo que supone que sus reivindicaciones propias se integren en el combate general y coloreen al mismo. Esto se puede extender a todas las categorías discriminadas de una forma u otra (incluso las pequeñas ciudades versus grandes ciudades). Hablar del 99% es a la vez justo y demasiado amplio. Justo (digamos que con un margen del 10%), si se adopta el criterio “casta/austeridad”.

 Pero demasiado amplio si se toman en cuenta multitud de otros factores. Como unificar todo ello sin aplastar tal o cual parte es (para nuestras sociedades) la cuestión estratégica decisiva. Ciertamente, este terreno se encuentra poderosamente ocupado por los post-modernos, fascinados por la fragmentación, y casi hostiles a toda perspectiva unificadora. 

Pero la victoria de Trump está haciendo mover las cosas a toda velocidad. Véase por ejemplo la evolución de Judith Butler, iniciada, además, un poco antes. Hay que tomarla en serio cuando dice: “Ahora debemos considerar necesariamente la creación de un partido socialista en los Estados Unidos, un partido que pueda tomar apoyo en sólidas alianzas de solidaridad con otros países. Occupy Wall Street y otros movimientos antiglobalización han denunciado la crisis económica y sus consecuencias así como la profundización de las desigualdades”.

Polaridad a izquierda 

Es ahí donde se encuentra el dualismo de la izquierda y la derecha. Hay que acordar que los dos términos no deben designar a partidos, entidades inmóviles, especies de cajones en los que bastaría colocar a las personas individuales, las corrientes políticas y las organizaciones. Definir a la izquierda y la derecha por la acumulación de sus componentes no sirve para nada. Lo que cuenta no es el título de las etiquetas sino el movimiento que opone a las corrientes: cada polo no es nada sin la polaridad que les relaciona con los otros.

Renunciemos, al menos de entrada, a la lógica clasificatoria. No tratemos de decretar en un debate sin fin quien es de izquierda y quien no lo es. Determinemos más bien lo que produce, todo a la vez, la unidad relativa de las izquierdas y su heterogeneidad. Sustituyamos la metáfora de las cajas en las que están sabiamente colocadas las “familias” por la de los polos magnéticos.

 El polo agregado de las partículas y, en un campo de fuerzas, lo que cuenta es la capacidad de atracción de cada uno de los polos. A partir del momento en el que la revolución instala a la política como un espacio distinto de conflictos ella inscribe una lógica de polaridad en el orden de los comportamientos y de las representaciones. 

La izquierda, anclada en la idea, no del progreso en general, sino de la perfectibilidad de la especie humana, considera que la igualdad entre los hombres es el único fundamento legítimo del orden social: la derecha, convencida de lo contrario (homo homini lupus) hace del orden y la autoridad el fundamento intangible de toda sociedad.

Pero, al mismo tiempo que la revolución instala la polaridad central, produce otra polaridad en el interior de cada campo. A derecha, abre una distinción entre quienes se preguntan si es preciso introducir orden en el espacio nuevo abierto por la Declaración de los Derechos y los que estiman que el orden no se puede conseguir plenamente si no se deriva de la desigualdad jurídica de los cuerpos y de la autoridad de derecho divino.

En la izquierda francesa es otra polaridad la que se dibuja desde 1789 y que se profundiza transformándose en los decenios siguientes. Desde el comienzo, todo depende de la forma como se concibe el campo de la igualdad: ¿debe permanecer la del derecho o convertirse en la de las condiciones? La mayoría de los miembros de la Asamblea Constituyente de 1789 (el núcleo del futuro liberalismo) se inclinó por la primera hipótesis; las “sociedades populares” y clubs políticos creados en la misma época (base del movimiento sans-culotte) se inclinaron más bien por la segunda opción.

 Más tarde, una vez aclarado que la Revolución va a “detenerse ahí donde ha comenzado” (Bonaparte), la cuestión se desplaza substancialmente. Permaneciendo insobrepasable la nueva sociedad burguesa, ¿hay que inscribirse en sus mecanismos (el juego del mercado y del Estado) para corregir sus rasgos más negativos?

 En sentido inverso, siendo por naturaleza desigualitaria la sociedad nueva (“capitalista” se dirá en el siglo XIX), ¿no es necesario, para quien quiera la igualdad de condiciones, considerar su transformación radical, hasta su desaparición si fuera preciso? ¿Lo deseable es imposible? ¿Lo imposible lo es para siempre? ¿Acomodarse o subvertir) La relación global con el orden social dominante se convierte en el pivote de organización y del campo político de la izquierda.

Las formas concretas de la tensión cambiaron (los de la hoja -nombre que se daba a los monjes cistercienses; de manera similar a lo que ocurrió con los jacobinos su nombre fue adoptado por un club, en este caso de tendencia moderada; Wikipedia- y montañeses, girondinos y jacobinos en la época de la Revolución de 1978, más tarde oportunistas y radicales, radicales y socialistas, socialistas y comunistas, social-liberalismo y antiliberalismo...). 

La polaridad ha persistido. Los elementos distintivos se han desplazado, soberanía, nación, derecho de sufragio, laicidad, derecho social, reforma y revolución, pero el principio de distinción permanece intacto. En cada momento histórico se juega el papel propulsor de cada polo, adaptación al “sistema” o ruptura con él. De forma voluntariamente pendular, predomina el espíritu de adaptación o el de ruptura. Pero es en una polaridad dual, a derecha como a izquierda, como se distribuyen las ideologías (cambiantes), las prácticas (evolutivas) y las organizaciones (efímeras). 

La polaridad de la derecha y de la izquierda sirve de base a la unidad de la izquierda, no concretada en organizaciones sino en su principio (el principio de igualdad o más bien el principio de igualdad-libertad o de “igualibertad” como sugiere Étienne Balibar). La polaridad interna en la izquierda construye su diversidad.

La ventaja de la metáfora de los polos es que excluye toda continuidad simple. El juego de los contrarios se anuda a través de una fluidez constante de sus formas, lo que desanima toda visión estática de las categorías cerradas o de “campos” intangibles. “Abajo” ninguna muralla china separa a las izquierdas, incluso aunque se opongan vivamente.

 Cada estabilización relativa de un polo o de un sub-polo se encuentra en pasado un tiempo cuestionada por nuevas diferenciaciones, a medida que el sistema social se transforma. Ello no obsta a que se reproduzcan las polaridades esenciales, en la medida suficiente para que sigan siendo los principios activos de distinción y de la clasificación de las corrientes en el largo plazo.

En el siglo XX, en toda Europa, la polaridad fundamental en la izquierda se ha fijado fundamentalmente –pero no exclusivamente- sobre la competencia entre el comunismo y el socialismo, uno asociado a la Revolución de Octubre (de filiaciones ulteriores diversas, como se sabe), el otro al del Estado del Bienestar.

 En Francia, ha dado como resultado la integración del socialismo en los dispositivos institucionales (1936-1959 y 1981-2012), la expansión y después el debilitamiento del comunismo de filiación bolchevique-estalinista, la marginalización del bolchevismo de extrema izquierda en la diversidad de su anclaje. En total, los años 1970-1990 han traído consigo a la vez el fracaso del Estado del Bienestar y la desaparición del bloque del Este. 

Desde el punto de vista estrictamente formal hay un equivalente entre la crisis de la vieja socialdemocracia y la de origen bolchevique; sin embargo, se puede considerar que hay un doble agotamiento de una variante de la reforma socialdemócrata y de una forma histórica de la revolución. No obstante, no se puede concluir que tiene lugar una obsolescencia del dilema entre la “reforma” y la “revolución”. Si hay obsolescencia quizá se verá en la tentación esencialista del singular: toda reforma no es “la” reforma y toda ruptura no es “la” revolución. Pero la toma de posición entre la ruptura y la acomodación permanece activa.

Un polo popular y no populista

Lo esencial consiste en que la polémica de la igualdad es cardinal cuando funciona la polaridad de la derecha y de la izquierda/4. Aceptar hoy la desaparición de la diferenciación política origina presenta pues dos inconvenientes principales.

En primer lugar es olvidar que toda transformación, parcial o radical, se basa sobre movimientos mayoritarios. Una ambición transformadora obliga a pensar mayorías que no se basen de entrada en inciertas proximidades sociales sino sobre concepciones integradas de la dinámica social.

 A decir verdad, no sirve para nada reagrupar al “pueblo” si no es alrededor de un proyecto que ponga fin a su alienación. Desde este punto de vista, el tríptico de la igualdad, de la ciudadanía y de la solidaridad, es sin duda el único que permite basar en el largo plazo al movimiento popular sobre otros efectos que el miedo del otro, la amargura y el resentimiento, fermento histórico de todas las derechas extremas.

Agreguemos que estamos en uno de esos momentos en los que se nos explica, sabia o más groseramente, que el tiempo de la igualdad está sobrepasado y que ha venido el tiempo de la identidad. Ya no sería la distribución la base del equilibrio social, sino la protección de las identidades.

 “Estar en nuestra casa” sería el súmmum del bienestar y de la libertad. No debemos aceptar ni un solo instante este paradigma: la causa de todos nuestros males es la desigualdad galopante, emparejada con la exacerbación de las discriminaciones, la anemia de la ciudadanía y la erosión de las solidaridades. Ella es la que es necesario tender a reabsorber.

Pero si la igualdad debe permanecer en el corazón de los combates populares, la izquierda permanece un operador mayoritario necesario; una izquierda transformada, reequilibrada, refundada, totalmente incompatible con el social-liberalismo dominante. Una izquierda, pues, que debe aspirar a ser popular, crítica, innovadora, lo que la obliga a dar abiertamente la espalda a lo que el socialismo impone en Francia desde hace más de tres decenios, no solamente desde la deriva hacia la derecha de la gestión Hollande-Valls.

Más que fijarse el objetivo utópico de reagrupar “un pueblo entero” que no es más que una abstracción, más vale fijarse la ambición de apoyarse sobre las expectativas populares y sobre el movimiento crítico existente para volver a dar sentido a las mayorías populares de izquierda, centradas no sobre el combate contra “la élite”, sino contra un sistema social que produce la división entre explotados y explotadores, dominantes y dominados, alienadores y alienados, categorías populares y élites.

Desde entonces se afirma la ligazón necesaria entre la constitución del “pueblo” como objeto político y la refundación radical del clivaje derecha-izquierda. A poco que cada uno de sus términos sea reprecisado, la trilogía antigua de la igualdad, de la ciudadanía y de la solidaridad puede volver a ser un principio de reagrupamiento para una mayoría (no para la totalidad) de las clases populares. No hay política popular consecuente que no sea de izquierda: a la inversa, se puede temer que no hay populismo que no deje demasiado espacio a la derecha.

La tentación de un populismo de izquierda no es ciertamente una abominación, tiene sólidos argumentos, pero puede convertirse en un callejón sin salida. Se pretende combativo, pero tiene el riesgo de preparar las derrotas futuras. No se disputa la nación a la extrema derecha: se abre la soberanía popular hacia todos los espacios políticos sin distinción.

 No se le disputa la identidad colectiva, nacional o de otro tipo: se aboga por las libres identificaciones, por el libre juego de las pertenencias y por la revalorización de la igualdad, única base duradera de lo común. No se disputa el populismo a la extrema derecha: se deslegitima su influencia oponiéndole la constitución de un polo popular de emancipación. Y “popular” no es “populista”. Es este polo de la dignidad popular lo que debe concentrar los esfuerzos. (...)"             (Roger Martelly y Samy Joshua, Viento Sur, 11/03/17)

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