"La gran mayoría de las personas cultas y
razonables está hoy en día de acuerdo en que el racismo es un mal, es
parte del mal social. A pesar de lo cual se ha de reconocer que el
racismo sigue presente en nuestras sociedades.
El racismo está ahí,
reiteradamente presente en sociedades europeas que se consideran a sí
mismas cultas y modernas (o posmodernas): en el Reino Unido y en
Alemania, en Austria y en Suiza, en Italia, en Holanda, en Francia o en
España.
En todos estos países ha habido episodios racistas ampliamente
conocidos y divulgados por los medios de comunicación. Por otra parte,
es de todos conocido que hemos asistido últimamente a acusaciones de
racismo o de xenofobia ante declaraciones de líderes políticos
(Ferrusola, Heribert Barrera) o de intelectuales (Giovanni Sartori)
sobre la manera de tratar las migraciones recientes.
No me voy a detener ahora en tales
episodios ni estas declaraciones. Querría entrar directamente en el tema
de la pregunta que da título a esta conferencia y proponer una línea de
actuación para erradicar el racismo y la xenofobia en este mundo
nuestro.
Para ello voy a argumentar que necesitamos
actuaciones decididas en cinco planos distintos pero interconectados.
La
primera cosa que necesitamos es divulgación seria de los conocimientos
científicos actuales sobre razas y etnias.
La segunda cosa que
necesitamos es aprender a argumentar bien para, en este plano, evitar
dos falacias muy habituales que en la práctica tienen consecuencias
negativas o perversas: la falacia naturalista y la falacia inductivista.
La tercera cosa que necesitamos es claridad sobre dos nociones de uso
corriente: identidad y diferencia u otreidad; es decir, claridad sobre
la importancia y límites del enraizamiento personal y colectivo y
claridad sobre la importancia paralela del reconocimiento de las
diferencias, de lo que los otros son o dicen que son o quieren ser.
La
cuarta cosa que necesitamos es una renovación de la educación pública
adecuada para formar a la ciudadanía en sociedades irremisiblemente
multiculturales. Y la quinta cosa que necesitamos son políticas de
inmigración y de integración intercultural apropiadas al marco
sociocultural en que vivimos.
El racismo no es simplemente la afirmación
de la existencia de razas o subespecies en el seno de la especie humana,
ni tampoco la exclusión o rechazo de la alteridad.
Hay racismo cuando
se establece un vínculo directo entre los atributos, rasgos, o
patrimonio físicos, biológicos o genéticos de un individuo o de un grupo
y sus caracteres intelectuales y morales y se afirma luego, a partir de
ahí, la superioridad o inferioridad de estos atributos sobre otros.
La xenofobia no es simplemente extrañeza,
desconfianza o miedo ante lo extranjero, ante lo diverso, ante el otro
desconocido o poco conocido; es odio a lo extranjero, miedo inmoderado o
exagerado al otro, al que se considera distinto o extranjero.
Paradigmáticamente en el nacional-socialismo antisemita de los años 30 y
40 se juntaron las dos cosas: la afirmación de la superioridad de la
pureza de la raza aria y el odio al otro cuya extranjería (en Alemania)
se inventó socialmente.
Las dos cosas (racismo biológico y
xenofobia) siguen existiendo hoy en día. Pero sólo algunas veces se dan
juntas. Y son muy pocas las personas que defienden las dos cosas (la
superioridad racial y la justificación del odio a lo extranjero) a la
vez. Tener esto en cuenta es importante para saber con qué racismo y con
qué xenofobia tenemos que enfrentarnos ahora. Esta precisión no tiene
intención nominalista.
Tiene cierta importancia hoy en día para no
confundirnos de batalla y para poder explicar bien por qué hay tanta
gente en el mundo actual que daclara: “Yo no soy racista, pero…”. Pues, como se ha dicho muchas veces, el problema está precisamente en el “pero”.
Para empezar a erradicar el racismo la
primera pregunta que hay que hacerse es: ¿El conocimiento científico
disponible sobre las diferencias existentes entre los seres humanos
permite hablar de “razas”?
Durante buena parte de la historia de la
humanidad se ha contestado a esa pregunta afirmativamente: sí, hay
razas. Todavía se puede encontrar en cualquier librería de viejo un
célebre Atlas de las razas humanas publicado hace
treinta años que se utilizaba habitualmente en los estudios de
bachillerato. La última edición, en castellano, que he encontrado es la
17ª y está publicada en Barcelona en 1983, pero se sigue utilizando.
Eso es lo que se ha enseñado en las
escuelas y en los institutos de nuestro país durante décadas. Y así se
han formado la mayoría de las personas que hoy tienen más de treinta
años.
Pero hoy en día la comunidad científica ya no piensa así.
El único criterio preciso y científicamente
admitido hoy en día para hablar de identidad y diversidad biológica es
el de las “frecuencias genéticas”, o sea, frecuencias de ciertos tipos
genéticos, como, por ejemplo, grupos sanguíneos, rhesus, HLA o
secuencias de nucleóticos en el ADN, que permiten establecer
reagrupamientos y divisiones.
Si nos atenemos a estas frecuencias, la
frontera entre grupos no aparece jamás como una clara línea de división,
como una demarcación establecida, sino más bien como una zona
imprecisa, borrosa, como una zona membranosa por la que se pasa
insensiblemente de una “raza” a otra.
Más información que las razas dan, sobre
identidad y diversidad, los “mapas genéticos” en que ha trabajado Luca
Cavalli-Sforza: los prevalentes sanguíneos sobre muestras de población
permiten levantar mapas planetarios que revelan la frecuencia de los
tipos de ciertos genes.
Cuanto más frecuente es un tipo genético más
próximo está a su punto geográfico de origen; cuanto más raro se hace,
más se ha desplazado el grupo humano, más se ha alejado de su origen. En
el caso del homo sapiens parece seguro el punto
de partida: Africa oriental. De allí salió el hombre moderno para
colonizar todo el planeta hace cien mil años.
Luca Cavalli-Sforza ha puesto de manifiesto estos últimos años que el homo sapiens
es por naturaleza migrador y mestizo. La especie humana es tal vez la
única especie viva que, desde su origen, no ha cesado de mezclarse
porque no ha cesado de desplazarse.
Desde este punto de vista puede
decirse que no existe raza verdadera en el hombre o, si se prefiere, que
existen millares de ellas porque no se sabe dónde empieza y dónde
termina realmente una raza.
Una de las más interesantes contribuciones
de la ciencia del siglo XX es el haber logrado establecer los mapas
genéticos de centenares de pueblos poniéndolos en relación con los mapas
lingüísticos y estableciendo así la correspondencia entre historia
cultural e historia biológica.
La conclusión es que los
caracteres físicos aparentes que definen la noción popularizada de raza
resultan ser en realidad los rasgos más superficiales de un grupo
humano, y no hacen más que traducir las adaptaciones fisiológicas al
clima1.
La combinación de los estudios biológicos,
arqueológicos y antropológicos en curso permite concluir que los blancos
surgieron de los negros por selección natural, al absorber la piel
blanca más radiaciones ultravioleta que la negra, ventaja natural
decisiva en las regiones templadas; las narices se fueron haciendo más
anchas en los países tropicales y estrechas en los fríos por su proceso
de selección natural que favorece la filtración del aire.
Pero estas
apariencias son las más superficiales, las que menos elementos de
información nos proporcionan y resultan relativamente recientes en la
escala de la humanidad: bastan de diez a veinte mil años para que se
opere el cambio de color de la piel. El color blanco de los europeos no
se remonta a más allá de diez mil años.
En suma, no hay razas “puras” en las
poblaciones humanas. En cualquier sistema genético hay siempre un
elevado grado de polimorfismo, es decir, de variedad genética. Y si no
hay razas puras, la pretensión racista que identifica la superioridad de
una raza con su pureza está fuera de lugar.
Ciertamente, se podría
aspirar a la pureza genética mediante programas parecidos a los que se
emplean con animales o en una línea semejante a la de la antigua
eugenesia, pero está demostrado que para ello serían necesarios cruces
entre parientes próximos durante veinte o treinta generaciones. Y el
resultado de ello sería, además, contraproducente: una esterilidad
grave.i
Por otra parte, del reconocimiento de la
diversidad en cualquier aspecto de la biología humana no tiene por qué
seguirse lógicamente ninguna afirmación racista (que es siempre una
afirmación de la superioridad de la propia y de la inferioridad de la de
los otros). Uno de los padres de la biología actual ha escrito sobre
esto: “Muchas veces se confunde igualdad con identidad y diversidad con
desigualdad.
Podría parecer que la forma más fácil de desacreditar la
idea de igualdad es mostrar cómo las personas –natural, genética y, por
tanto, irremediablemente– son diferentes.
El fallo de esa idea reside,
desde luego, en que la igualdad humana forma parte de los derechos y del
carácter sagrado de la vida de cada ser humano, y no de sus
características físicas o incluso mentales. La diversidad es un hecho
observable en la naturaleza mientras que la igualdad es un mandamiento
ético” 2.
Ahora bien, como todo descubrimiento
científico importante, también éste conlleva incomprensiones. Uno de los
problemas con que está chocando el conocimiento científico de las
identidades y diversidades actualmente es que este reagrupamiento por
frecuencias genéticas contradice muy a menudo el sentido común, el cual
se funda en la apreciación visual de los caracteres exteriores, en lo
que tradicionalmente se llaman “rasgos raciales” evidentes.
Desde
Copérnico y Galileo pasando por Darwin, Einstein y Heisenberg la
explicación científico-racional del mundo ha tenido en el llamado
sentido común, basado en las apreciaciones visuales, su más persistente
adversario. También lo es ahora. Pues, contra lo que sugiere el sentido
común, si nos atenemos a los mapas genéticos hay que decir que los
negros están más cerca de los blancos que los amarillos asiáticos; que
los aborígenes de Australia están más próximos de los asiáticos que de
los negros africanos.
Es probable que el sentido común del homo sapiens
tarde algún tiempo en convencerse de esto. También es probable que en
nombre de ideologías establecidas o por establecer aparezcan autoridades
que se nieguen a reconocer los mapas genéticos como hubo otras que se
negaron a mirar por el telescopio de Galileo o prefirieron bromear sobre
los antepasados de Darwin y de Huxley.
El peligro aumenta cuando el
sentido común no cultivado (el cultivado sabe de sus límites; sabe, por
conocimiento histórico, de sus propias debilidades) se alía con
demagogos que ayer afirmaban la pureza de la propia identidad y hoy
ponen el acento en la exageración de las diferencias étnicas y
culturales.
Pero, una vez más, el mayor de todos los peligros es la
alianza del sentido común no cultivado con los demagogos xenófobos y con
aquella parte de la comunidad científica que siempre está dispuesta a
acomodar los nuevos descubrimientos a una ideología defensora de la
situación socialmente privilegiada de la propia cultura. Y, una vez más,
hay que decir, por tanto, que para hacer frente a ese peligro la
ciencia ayuda (ayuda a erradicar prejuicios muy arraigados), pero no
basta.3
Esta constatación podría llevarnos a una
conclusión tan optimista como precipitada, a saber: si hablando con
propiedad, o sea, desde el punto de vista científico, no hay razas,
entonces no puede haber racismo, el racismo no tiene sentido.
Pero hace ya años un biólogo y genetista,
Albert Jacquard, salió la paso de esta conclusión optimista y
precipitada y escribió algo que conviene tener muy en cuenta:
De hecho, gracias la biología, yo, el
genetista, creía ayudar a la gente a que viese las cosas más claramente
diciéndole: ¨Vosotros habláis de raza, pero ¿qué es eso en realidad?¨. Y
acto seguido les demostraba que el concepto de raza no se puede definir
sin caer en arbitrariedades y ambigüedades […]
En otras palabras: el
concepto de raza carece de fundamento y, consiguientemente, el racismo
debe desaparecer. Hace algunos años yo habría aceptado de buen grado
que, una vez hecha esta afirmación, mi trabajo como científico y como
ciudadano había concluido.Y, sin embargo, aunque no haya razas, la
existencia del racismo es indudable”
¿Por qué entonces, si, hablando con
propiedad, no hay razas, sigue habiendo racismo y racistas en nuestro
mundo? Una primera respuesta a esta pregunta podría ser: porque la
mayoría de la gente en nuestro mundo no habla con propiedad.
Esto es cierto. Por lo general cuesta mucho
tiempo el que las nociones científicas se incorporen con propiedad al
lenguaje cotidiano. A pesar de la falta de fundamento científico de la
supuesta superioridad de un género sobre otro nuestro lenguaje sigue
siendo machista. Y a pesar de las aportaciones de Copérnico y de Galileo
parte de nuestro lenguaje cotidiano ha seguido siendo geocentrista.
Hablar con propiedad es inseparable del pensar bien. Y en esas cosas que
tienen tanta repercusión en las acciones y actuaciones de los humanos
hablar con propiedad debería ser un imperativo moral, sobre todo para
las personas que tienen responsabilidades públicas. Pero eso es decir
poco todavía.
De ahí lo único que podemos hacer seguir en la lucha
contra el racismo es un llamamiento genérico a la aceptación de las
nociones científicas y una recomendación un poco menos genérica a los
políticos e intelectuales para que no echen gasolina al fuego cuando
hablan de “los otros”.
Una segunda respuesta a nuestra pregunta
consistiría en hacer observar que muchas veces argumentamos mal,
confundimos los planos del discurso, y que en esa confusión de planos
anidan el racismo y la xenofobia. Son muchos los europeos contemporáneos
que admiten ya, con la comunidad científica, que, en efecto, no hay
razas y que la especie humana es un continuo en el que domina la mezcla y
la hibridez; pero a continuación añaden que si hay “frecuencias” o
“tipos” genéticos” o “prevalentes sanguíneos” de ahí se sigue que los
miembros de la especie humana no somos iguales y que los prevalentes
sanguíneos que se han mantenido más cerca del tronco de origen son y
serán “mejores” (en el sentido de superiores) que la mezcla o el
mestizaje de los tipos genéticos.
Estas personas, que niegan ser racistas y
que, efectivamente, no utilizan ya la noción de raza, suelen defender
hoy en día un cierto determinismo genético, biológico o etnicista.
Ocurre que este tipo de determinismo, al popularizarse o vulgarizarse,
enlaza bien con la xenofobia cotidiana, más o menos inconsciente, que
reacciona contra los inmigrantes de otras etnias y culturas. Y por eso,
por ese enlace, ha acabado conviertiéndose, durante las últimas décadas,
en la base argumental de los movimientos neorracistas, como el Frente
Nacional en Inglaterra o el partido de Le Pen en Francia.
Conviene, pues, detenerse en la crítica al
determinismo biológico y a la falacia que generalmente le acompaña: la
falacia naturalista.
III
El ser humano no es sólo biología, es
también cultura. Y aunque no haya acuerdo acerca del porcentaje preciso
en que entran genes y cultura en la configuración de los grupos humanos,
sí que lo hay en esto: por importantes que sean los genes en la
estructura básica del ser humano el determinismo genético o biologista
no está fundado, es reduccionista.
Aunque resultara que desde el punto de
vista de la evolución estrictamente biológica una determinada frecuencia
genética fuera “superior” en el sentido darwiniano de la adaptación de
las especies, “mejor” es un término que procede de otro ámbito (el
ético-cultural) y su uso sólo crea confusión si lo cambiamos de esfera.
El término “mejor” puede funcionar aquí metafóricamente, y entonces no
hay mucho que decir (porque la ciencia también tiene derecho a usar
metáforas), pero si luego convertimos las metáforas en descripción
precisa de realidades (y a veces se emplea así el término “mejor” o
“superior”) debemos saber que corremos un riesgo y que nos exponemos a
crear mucha confusión.
Dicho un poco más precisamente: al pasar
del reconocimiento de la diversidad de prevalentes sanguíneos en los
grupos humanos a la afirmación de que hay que etnias o culturas (en
sentido antropológico) “mejores” o superiores” a otras cometemos una
falacia naturalista.
Pues del reconocimiento (científicamente fundado)
de la diversidad genética observable no se sigue (en el sentido de no se deduce lógicamente)
la superioridad o inferioridad entre humanos y menos la necesidad de la
persistencia de las desigualdades socioculturales.
Quien mejor ha
argumentado esto ha sido Theodosius Dobzhansky, uno de los padres de la
genética contemporánea, en un ensayo titulado Diversidad genética e igualdad humana [1973], traducción castellana: Barcelona, Labor, 1978. Dobzhansky lo ha dicho así:
La diversidad es un hecho observable en la
naturaleza, la igualdad y la desigualdad son nociones del lenguaje
ético-político. En principio, se puede dar o no la igualdad o
desigualdad entre los miembros de una sociedad o los ciudadanos de un
Estado, sin tener que considerar lo similares o diferentes que sean las
personas que los forman.
Asimismo, la desigualdad no es algo
biológicamente dado, sino, más bien, socialmente impuesto” [ed. cit.
pág. 12].
Por
desgracia, todavía muchos defensores de la desigualdad, de la
discriminación y del asimilacionismo puro y duro en el plano social o
sociocultural creen que pueden argumentar a favor de sus tesis partiendo
de la existencia de “desigualdades” en la naturaleza.
Dicen: “Somos
distintos o desiguales por naturaleza y por eso
debemos seguir siéndolo socialmente”. Algunos pretenden incluso concluir
de ahí que la aspiración a la igualdad social o la presunción de que,
en principio, todas las culturas tienen igual valor son utopías
peligrosas porque van contra la naturaleza humana (o contra la
Naturaleza en general).
Atención, pues: no por mucho emplear “por tanto, ergo,
por consiguiente”, etc., un argumento resulta probatorio.
Podemos
reconocer la diversidad de tipos humanos (por razones genéticas,
biológicas, psicológicas, etc.) y luego estar (en el plano
ético-político) a favor o en contra de la igualdad o de la desigualdad
social.
Esto último, el estar a favor o en contra de la idgualdad o de
la desigualdad social, depende ya de otros factores socioculturales que
tienen que ver con la voluntad, con la decisión y con las convicciones
éticas y políticas de los individuos. Las determinaciones biológicas,
genéticas, psicológicas, etc., pueden indicarnos un límite más allá del
cual racionalmente no conviene ir al afirmar el ideal de la igualdad
social, pero como no somos sólo biología siempre podemos argumentar
moralmente en favor de una discriminación positiva que corrija que las
determinaciones genéticas desfavorables.
De hecho, cada vez es más
habitual mantener esta posición en el marco de la propia cultura.
Y gracias a ello estamos corrigiendo algunas discriminaciones
socioculturales que en otros tiempos se consideraron “naturales”, o esa,
determinadas para siempre por la diversidad biológica.
Una vez que hemos admitido que, desde el
punto científico, no hay razas y que hay que evitar la falacia
naturalista, ¿quedamos ya inmunizados contra el racismo y la xenofobia?
La respuesta, obviamente, es no.
Sigue habiendo
racistas y xenófobos en nuestras sociedades. Muchos de ellos son
víctimas de otra falacia muy extendida: la falacia inductivista. Esta
consiste en generalizar en exceso a partir de unas pocas observaciones,
dando por seguras y establecidas conclusiones que tienen detrás muy poco
conocimiento.
Cuando hay encontronazo o choque cultural la falacia
inductivista es muy habitual: juzgamos a todo un grupo, etnia o cultura,
a partir de la observación limitada de las conductas o comportamientos
de algunos de sus miembros.
De la falacia inductivista ha nacido la
“selva de los tópicos” sobre los caracteres morales de pueblos y países
enteros. Todas las precisas distinciones que por lo general establecemos
para comprender las diferencias (incluso individuales) en nuestro marco
cultural (y disculpar así defectos o contravalores) se convierten en
generalizaciones a propósito de “los otros” para llegar en seguida a la
conclusión de que “todos los x
son y” (donde y es casi siempre un atributo o carácter negativo).
La
mayoría de los juicios negativos sobre tal o cual cultura distinta de la
nuestra, en su conjunto, entendida como un todo, apenas tiene
fundamento lógico, pero estos juicios suelen ser pronunciados con tal
contundencia que mucha gente que sólo ha tratado a dos o tres miembros
de la cultura en cuestión se los cree porque le parece que así preserva
la propia identidad.
En lo que hace a la falacia inductivista
la teoría de la argumentación también ayuda. La teoría de la
argumentación puede hacernos, por ejemplo, más cautos a la hora de
emplear el cuantificador universal cuando nos referimos a pueblos o
culturas distintos de los nuestros; o, mejor aún, puede convencernos de
que en estas cosas lo mejor es negarse a emplear la fórmula “todos los…”
cuando de “los” en cuestión (“moros”, “polacos”, “sudacas”, etc.)
apenas sabemos nada.
Basta con repasar lo que ha sido la selva de los
tópicos sobre los caracteres nacionales europeos entre el siglo XVI y el
siglo XX para darse cuenta de cuánta exageración e ignorancia ha habido
ahí y de cómo cambian determinados tópicos socioculturales con el
tiempo.
Cierto es que, como en el caso de la
falacia naturalista, tampoco en el caso de la falacia inductivista
aplicada al racismo y a la xenofobia la teoría de la argumentación lo es
todo. Pero aunque sea duduso que con ella sola lográramos erradicar el
racismo y la xenofobia de nuestras sociedades, convendría enseñar teoría
de la argumentación en el bachillerato y en las universidades. Sugiero
que hay una razón en favor de esto último.
Hace ya algunos años S.J.
Gould afirmó que la enseñanza de la lógica y la difusión de los
conocimientos científicos han contribuido menos a la erradicación del
racismo en nuestras sociedades que la difusión de la conciencia de lo
que realmente fue el holocausto. Eso es verdad. Pero es una verdad que
habla en favor de la memoria histórica.
No conviene deducir de esta
verdad que los humanos sólo podemos aprender por choque emocional contra
la realidad de la barbarie. Podemos (y, en la época de la tecnociencia,
seguramente debemos) prever algunas de las consecuencias (negativas) de
nuestros actos para evitar que se produzca el choque “revelador”. En
esto la heurística del temor, que dice Hans Jonas, enlaza bien con la
teoría de la argumentación y con el proyecto educativo ilustrado.
Ahora bien, la conciencia de lo que
realmente fue el holocausto (aquel silogismo perverso que, según Primo
Levi, conduce de la afirmación de que todo lo extranjero es enemigo a la
realización de la barbarie) ayuda, sin duda, a ponernos en guardia ante
las reiteraciones de la historia (pues, como escribió Levi, “si ocurrió
puede volver a ocurrir”), pero no nos inmuniza tampoco frente al
neo-racismo y la nueva xenofobia.
Necesitamos una caracterización
específica de la época en que estamos, una tipología específica del
racismo de nuestra época, de la época de la globalización y de las
grandes migraciones intercontinentales. Esto es lo que están haciendo en
los últimos años autores como Wieviorka,Taguieff, Balibar, Sami Nair,
Agambem y otros antropólogos, sociólogos y politólogos contemporáneos.
El viejo racismo, que un día se basó en
consideraciones que hoy llamamos “pseudocientíficas”, se ha hecho
culturalista. La vieja xenofobia, un día anclada en la “selva de los
tópicos”, ha seguido siendo en nuestras sociedades etnocéntrica, pero
retorciendo como un calcetín su viejo discurso.
Ahora se dice:
De acuerdo, no hay razas; pero hay etnias y/o
culturas identitarias. Aceptamos que el punto de partida es la
diversidad humana. Aceptamos también que las etnias y/o culturas tienen
más que ver con frecuencias genéticas no aparentes que con los rasgos
somáticos o físicos más aparentes (el color de la piel, la configuración
del craneo, el tipo de ojos o narices); pero todavía se puede seguir
afirmando, en el ámbito antropológico o antropológico-cultural, que hay
etnias o culturas “mejores” (en el sentido de “superiores”) que otras; y
la “mejor” – añade este discurso – es la nuestra porque ahora, a
diferencia de otros tiempos, no ignora ya a las otras etnias y culturas,
sino que precisamente las comprende mejor mientras ellas continúan con
su fundamentalismo.
De hecho, como ha mostrado Wieviorka, hay en nuestras
sociedades tres modalidades o tres casos paradigmáticos en la tipología
del racismo.
La primera de estas modalidades es el racismo
tradicional, etnocéntrico, que afirma el predominio de valores
universalistas en nombre de la modernidad triunfante. Se trata de un
racismo neocolonialista sostenido por las élites económicas, políticas o
incluso religiosas. Es, por así decirlo, el racismo de los poderosos,
el racismo del que menos se habla ahora en nuestros medios de
comunicación.
La segunda es el racismo diferencialista o
culturalista, que está vinculado a la negación de la modernidad por
desarraigo o porque un grupo se siente fuertemente amenazado por ella.
Predomina en él la afirmación del particularismo frente a los valores
universales de la modernidad (representados, por ejemplo, por el judío).
En este caso se trata de un racismo socialmente indeterminado, que
puede verse apoyado tanto por actores populares como por las élites. Es
la retorsión del racismo de los años treinta, que liga el “Hitler tenía
razón” (y el revisionismo historiográfico) con el nuevo antisemitismo.
Por último está el racismo vinculado a la pérdida de
las referencias sociales o al temor a la pérdida de status.
Este temor
produce un repliegue hacia otros puntos de referencia, ya sean
comunitarios o biológicos. El racismo adopta entonces el aspecto de una
relación social pervertida, que trata de inferiorizar al otro
(generalmente al inmigrante) al mismo tiempo que tiende a excluirlo o a
destruirlo.
En ese caso el racismo es obra de actores populares.
Etnocentrismo, exageración de la diferencia entre
culturas y temor a la pérdida de la identidad son los rasgos que
aproximan estos tres tipos de racismo en nuestras sociedades
En el
racismo actual y en la nueva xenofobia, que en los países de la UE se
expresan sobre todo contra los inmigrantes africanos y asiáticos, cuenta
mucho la afirmación de la identidad ante el temor de la pérdida."
(Francisco Fernández Buey , El Viejo Topo, 01/06/18. Jornadas Francisco Fernández Buey 2018 : Pensamiento : El Viejo Topo. Fuente: Primeros apartados de un material
escrito para los alumnos matriculados en el curso sobre
Interculturalidad organizado por la Cátedra Unesco de la UPF en
2002-2003. Se puede consultar el material completo aquí.)
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