"(...) P. Usted era lo que en España se llamaba entonces un hombre tolerado.
R. Sí, sí. Nosotros
no íbamos más allá de donde sabíamos que no se podía ir. Arriesgábamos
lo justo. Sabíamos que la censura era absoluta en temas de tipo político
o religioso. O sea, que nos metíamos con los alcaldes, con el tráfico.
Eso era lo máximo. De vez en cuando hacíamos algún guiño, y unas veces
se entendía el guiño y otras no.
Podíamos invitar a Yves Montand, con la
condición de hablar estrictamente de cine. Todo el mundo sabía que era
un comunista francés. O a Paco Rabal, que nunca estuvo bien visto en
televisión. Una de las claves del éxito es que yo trabajaba con gente
muy buena y muy despierta. Manu Leguineche, Jesús Torbado, Jesús
Picatoste. Siempre intentábamos traer a alguien mal visto. Yo no era nada ideológicamente hablando, pero sí sabía que había otros mundos y que era interesante y necesario mostrarlos.
P. Dice usted que la
censura política era absoluta. ¿Cree que, modernamente, hay conciencia,
en detalle, de cómo era la censura del franquismo?
R. No, qué va. Hay
infinidad de detalles que no se conocen, o se han olvidado. Por ejemplo:
que el nombre de Franco no podía pronunciarse; digo bien, pronunciarse,
en otro lugar que no fuera los informativos. Nadie mencionaba a Franco
fuera de los informativos. Y cuando alguna vez sonaba su nombre fuera de
control se armaba la marimorena.
P. El hecho de nombrarlo.
R. Sí, sí,
nombrarlo. Yo recuerdo que en una ocasión estaba entrevistando a un
actor que se llamaba Kenneth Moore, que protagonizaba una serie de
televisión famosa, El padre Brown, sobre la
obra de Chesterton.
Le pregunté una nimiedad: que cuántos años tenía en
realidad, porque en la serie aparecía muy mayor. Y me respondió en
inglés: "Soy más viejo que usted y más joven que el general Franco". Me
quedé lívido, vacilé y al final traduje: "Dice que es más viejo que yo".
¡Es que no me atrevía a pronunciar el nombre! Pues bien, igualmente se
armó la de Dios es Cristo. "¿Qué ha dicho ése del general Franco?".
Yo
me hacía el tonto: "No me he dado cuenta, yo eso no lo entendí, mi
inglés no es tan bueno; no, no lo entendí". Es muy difícil hacerse cargo
de lo que era la censura. ¿Cómo le vas a explicar a un chaval de hoy
que las emisoras de radio no podían dar ninguna noticia?
P. Sí, realmente. Es muy difícil que puedan imaginar eso.
R. Es que no las
daban... Pasara lo que pasara en el mundo, ninguna emisora podía dar
noticias, salvo Radio Nacional de España, a las dos y a las diez de la
noche. El famoso parte.
P. Y no sólo estamos hablando de los años cuarenta, ni de los cincuenta ni de los sesenta.
R. Claro, estamos hablando de los setenta. Bien entrados los setenta. ¡Todas las emisoras tenían que conectar a esas horas con el parte! El parte, y punto.
P. Otro mundo.
R. Por supuesto, nada que ver.
P. Usted es, quizá, el primer fenómeno de masas de la televisión en España.
R. Pues yo creo que
sí. Aunque llegas a esa conclusión después. Entonces yo no me daba
cuenta, la verdad. Teníamos audiencias multimillonarias. Un programa de
ocho millones de espectadores es hoy una locura. Y nosotros teníamos
entonces 15 o 20 millones. Y más que el número, lo que era decisivo es
que teníamos toda la audiencia. Toda.
P. ¿Cómo lo llevó?
R. Creo que bien.
Siempre he trabajado demasiado como para andar pensando en las
consecuencias. Las consecuencias prácticas tampoco eran nada del otro
mundo. Sí, te daban mesa en los resturantes y entradas en los cines.
Pero es indudable que te conocían en el último rincón de España. En el
último. Era fatigoso y agradable, y lo único que tenías que aprender era
a tomártelo con normalidad.
P. Dada la audiencia, ¿no trataban de utilizar su programa?
R. Poco, la verdad.
Quizá no se tenía una conciencia tan clara de esta posibilidad como se
tiene ahora. Las únicas utilizaciones, por decirlo así, es que de vez en
cuando te obligaban a hacer una entrevista a alguien determinado. Algún
ministro. Ese tipo de cosas. Pero esto también me ha pasado después.
Yo
he trabajado en Euskal Telebista durante 10 años y, naturalmente, cada
vez que un político quería salir, quería hacerlo en un programa de
máxima audiencia, y si el programa era el mío, pues salía. La
diferencia, la crucial diferencia entre una época y otra es la actitud
del espectador.
P. ¿En qué sentido?
R. Cualquiera que
apareciera por televisión hace 30 años era adorado como un tótem. Porque
la adoración era hacia el invento en sí, digamos. La gente no entendía
muy bien por qué de repente podía ver un partido de fútbol que se estaba
jugando en Alemania. Lo veían, pero no lo entendían La televisión no
era un electrodoméstico. Era el invento. Y el hecho de salir en el
invento te convertía en algo sobrenatural. Era imposible ir por la
calle.
P. ¿Es una frase?
R. No lo es. No es
la frase que podría decirse ahora. Era imposible ir por la calle. Pero
no yo, cualquiera. Lo importante era el invento
P. ¿Llegó a conocer a Franco?
R. No, no le conocí. Sí sé que veía el programa, porque en ocasiones había recibido alguna nota.
P. ¿De él?
R. Sobre todo, de su
hermana, recuerdo. Y era para recomendarme cantantes. Un par o tres de
veces vino un motorista uniformado, de aquellos tremendos de El Pardo,
con una Harley poderosa, a entregar una carta.
P. La parca, les llamaban en el argot de la época.
R. No me extraña.
Daban miedo. La primera vez yo me asusté mucho. Pero sólo traía una
carta de Pilar Franco. Me recomendaba que llevara al programa a un
cantante de tangos que se llamaba Carlos Acuña.
P. ¡Adiós, muchachos!
R. Eso es. Las
cartas decían textualmente que a su hermano le gustaría mucho ver a
Carlos Acuña en el programa. Que si podía hacer por traerle, me pedía.
¡Cómo no iba a traerle! Al día siguiente ya estaba Carlos Acuña en el
programa. La señora Pilar era muy amable, porque inmediatamente después
de que apareciera ya tenía yo mi corbata en el despacho. La verdad es
que nunca supe si, a pesar de hablar en nombre del hermano, era el
hermano o era ella a quien le gustaba Acuña. Pero tampoco pregunté.
P. ¿Conserva los programas de Estudio abierto?
R. ¡Qué va! Hay muy
poca cosa. Es terrible. Por razones de economía, decían, se grababa
encima de la cinta una vez y otra vez y otra. Y así se ha perdido casi
todo. Una pena.
P. ¿Queda la famosa entrevista con Solzhenitsin?
R. Creo que esa sí queda en alguna parte.
P. ¡Qué entrevista!
R. Con ella conseguí
recibir tortas de todas partes. De la derecha, de la izquierda y del
centro. Como entrevista no fue nada del otro mundo. Le hice tres
preguntas, si llegó, y el hombre se largó unos discursos imparables...
P. Es lo ideal.
R. Ja, ja.
P. Lo inolvidable fue cómo lo odiamos los progres.
R. Bueno, no me lo perdonaron jamás.
P. Y aquel artículo de Juan Benet, donde decía que Solzhenitsin justificaba por sí mismo los campos de concentración.
R. Lo guardo. Tengo una buena carpeta de recuerdos de esa entrevista. Ahora bien, no se fijaban en otras cosas.
P. ¿Cuáles?
R. Hombre, pues yo recuerdo haber salido en la portada del Times
de Londres por haberle hecho una entrevista a la primera persona que en
Televisión Española osó hablar no ya de partidos políticos, sino de
asociaciones políticas, un tal Cantarero del Castillo.
P. No creo que a los progres, Cantarero...
R. No, perdóneme. No se trataba de Cantarero. La cuestión era hablar en mi programa de lo que no se hablaba en ninguna parte.
P. Usted tenía una ventaja insólita en la época. Hablaba inglés. Impresionaba verle.
R. Sí, eso ayudaba.
P. ¿Dónde lo aprendió?
R. De pequeño. Por
mi cuenta. Me compré un libro y me lo aprendí de memoria. Y luego otro y
otro. Al final fui a una academia y lo rematé.
P. Creo que ya puede usted decir el truco principal que Uri Geller manejaba en su programa
R. Yo creo que no hay truco...
P. ¿Cómo que no hay truco?
R. Geller lleva demasiado tiempo engañando a demasiada gente. No es fácil engañar a todas las televisiones del mundo.
P. Engañó hasta que dejó de engañar. Los libros de James Randi, tantos otros, lo demuestran.
R. En cualquier
caso, lo que yo puedo decir es que nunca participé en sus trucos, si los
tuviera. Nosotros hicimos muchas pruebas. Pero sí, a mí me podía haber
engañado. A mí, y a los ingleses, y a los americanos. Demasiados
engaños, repito.
P. ¿Por qué lo trajo?
R. Lo vi en la portada de Newsweek, me puse en contacto con la gente que lo llevaba, lo invité y vino. Así de sencillo.
P. En su época no había medidores de audiencia. La audiencia no era...
R. No, había lo que
llamaban un índice de aceptación de la audiencia. Como sólo había una
televisión, lo que se intentaba saber era más bien cualitativo. El
programa solía estar el primero o el segundo en ese índice.
P. Siempre me
sorprendió que la oposición al régimen no hubiese utilizado nunca la
televisión para organizar algún acto de protesta.
R. ¿Algún sabotaje propagandístico o cosa así?
P. Sí, en efecto.
R. Era muy difícil.
Primero, que casi siempre se transmitía con un bucle de unos veinte
segundos, lo que hacía muy fácil que se cortara la emisión en un caso de
emergencia, y que, en consecuencia, la hazaña no durara más de un
segundo. Aunque debo confesarle que nunca conocí al encargado de llevar a
cabo esa orden. Pero, en fin, supongo que existiría.
Luego estaba la
vigilancia de la Guardia Civil. No era fácil entrar en televisión. Toda
la posibilidad quedaba entonces en manos de un espontáneo de la propia
casa. Era muy difícil. Ese espontáneo, no era como el de una plaza de
toros que, al fin y al cabo, sólo se juega la vida. El puesto de trabajo
es otra cosa. No sé si me entiende.
P. A la perfección.
R. Pues eso.
P. La televisión ha evolucionado.
R. Aún tiene que ir a peor.
P. Es una broma.
R. En absoluto. Aún
tenemos una buena televisión en España. Muy entretenida, muy vistosa.
Muy cara. Divertida. España e Italia son las mejores televisiones que
hay en Europa. Los que no saben de esto hablan con mucha ligereza del
modelo de la BBC. El modelo de la BBC duraría en España tres meses. Me
estoy refiriendo a los programas, no a los informativos. En cuanto a los
programas, la televisión inglesa o francesa son tremendamente
aburridas.
P. ¿En qué sentido irá a peor?
R. Pues en cuanto a eso que llaman calidad. Todo va a hacerse aún más barato y más cutre.
P. ¿No era cutre en su tiempo?
R. Mucho menos que
hoy. También había telenovelas y seriales, pero estaban escritos por
grandes literatos y filmados por gente competente. Hoy eso no vendería.
Recuerde por ejemplo la serie de Antonio Gala, Si las piedras hablaran. O la Santa Teresa con Concha Velasco. O Historia de una escalera.
¿Quién iba a ver hoy eso? La calidad es textos buenos e imágenes
buenas. Sencillo. Eso hoy no tiene ningún interés. La televisión hoy
cumple otra función social, muy distinta a la que cumplía. (...)
R. La
televisión es el gran invento del siglo XX. Podría haber ido en otra
dirección. ¿Por qué no ha ido? No lo sé. ¿Por qué esos magníficos
canales temáticos, Discovery, National Geographic, etcétera, no son la
televisión masiva? No lo sé. Pero que son también televisión no tengo
ninguna duda. La televisión es un medio igualmente magnífico para
envilecer o para entretener. Depende de quien la haga y lo que pretenda.
P. Es raro, sin
embargo, que nadie se haya lamentado nunca del destino de la radio.
Nunca se dice que la radio es un medio magnífico... lástima que haya ido
en esta dirección sarnosa... El teléfono, tampoco. Los periódicos,
tampoco. Ni siquiera Internet. El único medio del cual se lamenta el
curso que ha tomado es la tele. Quizá eso justifique a los que advierten
que el mal está en su naturaleza.
R. Insisto: la
televisión te da lo que quieres si tú quieres. Los lamentos sobre el
camino que ha tomado quizá se deban también a su propia fuerza, que es
realmente muy poderosa, y que hace soñar con unas posibilidades
benéficas que son inalcanzables para los otros.
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