"Es una constante tentación simplificar los trazos con los que
construimos nuestra imagen de la realidad para que ésta nos sea más
manejable.
La complejidad del mundo en el que estamos supone, al abordarla en el
mismo análisis, una carga pesada que tratamos de aliviar como sea y así
diseñar mapas teóricos que, aunque sean falsos, nos ayuden a pensar que
nos orientamos en la realidad y, con ello, nos clarificamos en cuanto a
qué hacer. (...)
De esa manera, en política, fallan las estrategias construidas con
esa ley del menor esfuerzo que no da de sí más que tacticismos
alicortos.
La demagogia cuenta entre sus características precisamente con la
elusión de la complejidad.
La verborrea demagógica no se complica la
vida con matices y echa mano de la brocha gorda para trazar el marco de
un discurso –si cabe llamarlo así- encaminado a halagar al auditorio, a
la vez que se busca activar sus emociones para encaminar esas pasiones
que, con tal acompañamiento, no pueden ser sino bajas. (...)
Cuando la democracia moderna se puso en marcha volvió a toparse con la
demagogia como práctica que la distorsiona, con la ayuda de
elaboraciones ideológicas más sofisticadas. Los mecanismos ideológicos
se instalan en la sociedad, condicionando la vida política con sutiles
formas de encubrimiento de la realidad que, en esas variantes más
extremas de las mismas, dan lugar a nuevas mitificaciones que se vuelven
artefactos potentes para construir discursos simplistas con fuerte
carga emocional.
Es constatable cómo en los momentos de crisis sociales
muy acentuadas, cuando el sistema político se ve cuestionado y el orden
simbólico se resquebraja, entonces la demagogia se refuerza echando mano
de mitificaciones construidas como reverso, además, de los propios
prejuicios, que igualmente tienen anclaje en el imaginario colectivo. (...)
La crisis social provocada por una economía que no remontaba y el
sentimiento colectivo de humillación nacional por el Tratado de
Versalles fueron generando el caldo de cultivo en el que el nazismo
acabaría germinando hasta hacerse con toda la sociedad alemana como
sistema totalitario.
Conocemos las consecuencias, como sabemos de las
del fascismo en Italia –podemos sumar a ello el anticipo que supuso, en
cuanto a la II Guerra, el acoso y derribo al que se sometió la II
República española–.
Mucho se ha dicho y escrito acerca de cómo todo ello fue posible. Si
ahora no es el momento de detenernos en recoger apreciaciones más
detalladas, aunque fuera en balance apresurado, sí es pertinente
recordar cómo en el periodo de entreguerras se echó mano, por parte de
los movimientos totalitarios en ciernes, de las mitificaciones
nacionales e incluso raciales –acentuando el reverso del prejuicio
respecto al excluido como extraño, el otro diferente, el judío como
chivo expiatorio–.
Sobre tales mitos se construyó ese discurso
movilizador que puso el objetivo de su desbocada demagogia en generar
en las masas emociones conducentes a una ciega adhesión al
líder mesiánico, por ejemplo.
A la vez, para dejar atrás las reservas
racionales que supusieran objeciones a tan funestos desvaríos se nutría
la exaltación de un irracionalismo que se esgrimía como soporte de los
valores fundamentales de “la tierra y la sangre”.
Valga como referencia
emblemática al respecto la obra de Oswald Spengler con título que
facilitó que alcanzara la condición de best seller de la época: La decadencia de Occidente. Su
influjo fue fortísimo y a ese clímax cultural no se sustrajeron
pensadores de primer nivel, como fue el caso de Martin Heidegger. (...)
Lo que se ha llamado el caso Heidegger es paradigmático acerca
de cómo mentes de una potencia intelectual descollante pueden sucumbir
ante los cantos de sirena de la llamada de “la tierra y la sangre”, o
del pueblo y la patria, o de la raza y el nuevo Reich. (...)
Si pasamos ahora de los años veinte y treinta del siglo pasado a esta
segunda década del XXI observamos que la tentación irracionalista de
nuevo se hace presente. Eso ocurre, ciertamente, en un contexto
distinto, por lo que toca a Europa en el contexto de sociedades con
democracias más institucionalizadas –aunque no por ello aseguradas ante
el empuje de lo que cabe denominar las diversas formas de neofascismo-,
en marcos culturales en los que ya no entra una estetización de la
política como la que acompañó a los fascismos de otrora, pero en los que
sí se abre paso, dado el cinismo imperante, la perversa dinámica de lo
que se ha llamado posverdad: mentira socialmente organizada,
políticamente inducida, mediática y digitalmente producida, de manera
que sabiendo que la verdad no interesa, todo recae sobre la
construcción de relatos, incorporando cuantas falsas noticias hagan
falta, para que las multitudes individualistas castigadas por la crisis
se aglutinen en virtud de la demagogia de los populismos del momento. (...)
Resulta escandaloso oír decir desde posiciones supuestamente de
izquierda que no está el horno para razones y que lo que ahora procede
es activar emociones. Por ese camino no hay discurso emancipador y
solidario que se pueda sostener y compartir tras objetivos de justicia.
La razón democrática de una conciencia republicana que, en aras de la
libertad y por mor de la igualdad, busque salidas por la izquierda, ha
de ser razón espoleada por esa pasión política que cuenta con la
inteligencia suficiente para saber que ciertas propuestas,
emocionalmente muy cargadas, no conducen sino a falsas vías de escape. "
(José Antonio Pérez Tapias
, catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada, CTXT, 01/10/18)
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