“Plaga”—“Negritos”—“¡Que los expulsen!”—“Enemigos
del pueblo”—“Terrible colaboración”—“Judíos
desleales”—“Países de mierda”—“Sonrisas de
sandía”— “Prohibir a los musulmanes”—“Buzón”—
“Violadores”—“Mierdas”—“No son personas, son animales”
del pueblo”—“Terrible colaboración”—“Judíos
desleales”—“Países de mierda”—“Sonrisas de
sandía”— “Prohibir a los musulmanes”—“Buzón”—
“Violadores”—“Mierdas”—“No son personas, son animales”
Hace un par de años, en la cafetería de los delegados de Naciones
Unidas, estuve presionando a los Gobiernos para que apoyaran una
resolución que ayudara a Mauricio y África a deshacerse del último
vestigio de colonialismo británico, el Archipiélago de Chagos.
Nuestro
principal oponente era el ministro de Exteriores británico, que, a su
pesar, acabó siendo el mejor defensor de nuestra causa: años antes,
había escrito un artículo que desgraciadamente conocían bien muchos
diplomáticos, en el que llamaba a los residentes de un país africano de
“negritos” con “sonrisas de sandía”. Las palabras importan y no se
olvidan, especialmente cuando transmiten insultos racistas.
Ese ministro de Exteriores se convirtió en julio en primer ministro
del Reino Unido, en una ceremonia de admiración mutua con un presidente
de Estados Unidos al que también le gusta expresar sentimientos
racistas, y sin ningún reparo. Antes, una situación así habría sido
inconcebible, los líderes de dos países que incluyeron en la Carta de
Naciones Unidas en la primavera de 1945 un compromiso de “respeto a los
derechos humanos y las libertades fundamentales para todos, sin
distinción de raza, sexo, lengua ni religión”. Lo inconcebible es, al
menos para algunos, la nueva normalidad.
El cambio cristalizó en 2016. En medio de sentimientos de alienación y
privación, y mientras aumentaban las desigualdades de riqueza y de
oportunidades, un referéndum sobre la pertenencia del Reino Unido a la
UE y unas elecciones presidenciales en Estados Unidos abrieron la puerta
a un nuevo espacio en el que las expresiones de escarnio o de identidad
basada en el odio entraron a formar parte de la política convencional.
El uso de las palabras contra grupos concretos de seres humanos por
motivos de raza, nacionalidad o religión se volvió aceptable. En el
plazo de unos meses se desataron unos sentimientos que estaban ya
incrustados, contra el extranjero, el inmigrante, el musulmán, entre
otros. En Reino Unido, el principal partido de la oposición se ha visto
inundado por un torrente de vil antisemitismo que la dirección del
partido ha parecido tolerar, puesto que no tomó medidas inmediatas y
eficaces para eliminarlo.
En Italia y Francia, los cánticos racistas
repugnantes han vuelto a los estadios de fútbol con una fuerza renovada.
Da la impresión de que en Reino Unidos, Estados Unidos y muchos otros
países, lo que antes no se toleraba ahora puede decirse dentro del
lenguaje político habitual. No está clara la relación causa-efecto, pero
las palabras, los actos y las omisiones de los dirigentes políticos
desempeñan un perverso papel legitimador.
Muchos han advertido sobre el ascenso de la política identitaria y de
odio. Después del referéndum, el Ministerio del Interior británico
informó de que habían aumentado los delitos de odio, y lo pude comprobar
yo mismo cuando una colega y querida amiga mía, una abogada india,
sufrió insultos racistas en un autobús de Londres.
“Vuelve al lugar de
donde viniste”, le dijeron, la primera vez en dos décadas de trabajar en
Reino Unido. Mis alumnos japoneses me dijeron que también a ellos les
daba miedo salir de Londres. A un distinguido colega académico, un
profesor senegalés de derecho internacional, ya le había resultado
imposible visitar el Reino Unido para pronunciar una conferencia por las
dificultades para obtener el visado, otra víctima del nuevo “entorno
hostil”.
Tres años después, los dirigentes de Estados Unidos y el Reino Unido
comparten la afición a un lenguaje de degradación y división que evoca
el regreso a épocas anteriores. Se alimentan de la percepción de las
diferencias, el deseo de situar a la gente en la categoría de “nosotros”
o “ellos”. Somos varones blancos, proclaman Trump y Johnson en un tuit,
un artículo de prensa o una novela, y luego están los “otros”, que
puede referirse a las mujeres, los inmigrantes, gays, blancos, morenos,
musulmanes, judíos o con alguna otra característica distintiva. Todo lo
contrario del respeto a nuestra humanidad común.
Las puertas con carteles de “otros”, “nosotros” y “ellos” no son
nuevas. El escritor italiano Primo Levi escribió sobre su experiencia en
Auschwitz en Si esto es un hombre (1947): “Habrá muchas personas —muchas naciones— que acaben pensando de forma más o menos consciente que todo extranjero es un enemigo”.
“En la mayoría de los casos esta convicción yace en el fondo de las
almas como una infección latente; se manifiesta solo en actos aleatorios
e independientes, y no está en el origen de un sistema de pensamiento.
Pero cuando este surge, cuando el dogma tácito se convierte en la
premisa mayor de un silogismo, entonces, al final de la cadena está el
[`campo]”[CAMPO].
Un argumento similar planteó Raphael Lemkin, el inventor de la
palabra “genocidio” —la destrucción de un grupo—, después de investigar
dos milenios de horrores humanos. En 1944, en El dominio del eje en la Europa ocupada,
describió cómo el lenguaje de odio desembocaba siempre en acciones. Lo
que empezaba como identificación iba seguido de una señal, luego la
separación, luego el exterminio. Siempre empieza con las palabras, era
su conclusión, una forma de normalizar las distinciones basadas en la
identidad.
Un acto sucede a otro, cada uno más terrible que el anterior.
El “dogma tácito” de Levi ha vuelto. Que existen esos sentimientos no
es nada nuevo; sí lo es que se puedan expresar públicamente, y que las
hayan expresado un presidente de Estados Unidos y un primer ministro
británico les da, a ojos de algunos, marchamo de legitimidad.
Que no haya equívocos: Reino Unido y Estados Unidos en 2019 no son la
Alemania nazi de 1936. Pero algo se ha movido, a medida que la
generación que vivió aquellos años desaparece y nos priva de las
enseñanzas de las experiencias vividas y los recuerdos.
Nos queda lo que
escribieron, como la obra de Viktor Klemperer, profesor de lenguas
románicas en Dresde, que en 1947 publicó Lingua Tertii Imperii, más tarde traducido como La lengua del Tercer Reich.
Judío de nacimiento y casado con una “aria”, poco después de la llegada
de los nazis al poder perdió el trabajo y otros derechos, incluido el
acceso a las bibliotecas. Sin los instrumentos para ejercer su
profesión, decidió escribir un diario en el que anotaba sus experiencias
y lo que sucedía a diario a su alrededor, fijándose sobre todo en el
lenguaje. Creó una clave —LTI— para registrar detalles de discursos
públicos y conversaciones privadas, desde compromisos profesionales
hasta charlas con tenderos.
No tenía pretensiones científicas, sino que
escogía muestras al azar, ejemplos a los que tenía fácil acceso, de los
periódicos, la radio, discursos, conversaciones y chistes. Hoy quizá
recogería tuits y publicaciones en las redes sociales para
interpretarlos, unas expresiones individuales que forman parte de un
cambio social colectivo.
Hizo muchos comentarios, pero hay uno que sigue
siendo muy relevante: con el nazismo, el lenguaje impregnaba la carne y
el hueso, “a través de palabras aisladas, expresiones y estructuras de
frase que se imponían... en un millón de repeticiones, y se asumían de
forma mecánica e inconsciente”.
El argumento de Klemperer, sencillo pero poderoso, era que el
discurso refleja unas verdades más profundas e inspira las convicciones
y, después, las acciones. “El lenguaje revela todo”, escribió. “Un
hombre puede decir un atajo de mentiras, pero su verdadero yo queda a la
vista de todos en su forma de expresarse”. Este análisis sirve para
describir las recientes actuaciones del primer ministro británico,
dentro y fuera del Parlamento.
Klemperer describe un patrón conocido y observable: palabras y
expresiones que se repiten sin cesar, afirmaciones desmesuradas,
eufemismos y superlativos y proclamaciones de una audacia
extraordinaria. Todo ello, envuelto alrededor de un núcleo fundacional,
de falsedades mezcladas con cosas que se cree el que las dice y que
permiten que lo imposible parezca cierto.
Cuando se dice algo a menudo y
en voz alta, y con pasión, se crea una nueva realidad, a medida que la
percepción se convierte en hecho y echa raíces en la mente de los que
escuchan. ¿Les suena? “Las palabras pueden ser como pequeñas dosis de
arsénico”, concluía Klemperer, “nos las tragamos sin darnos cuenta, no
parecen tener ningún efecto, pero, al cabo de un tiempo, sentimos la
reacción tóxica”.
La toxicidad y la reacción se combinan para crear un ambiente en el
que todo es posible. Se suspende una constitución, un líder sugiere que
el principio de legalidad solo se aplica a otros, y pronto estamos
pasando por unas puertas etiquetadas “nosotros” y “ellos” y podemos
encontrarnos en un lugar de detenciones y conflictos. En algunos casos,
si no se contiene la situación, como durante el colonialismo, o Alemania
en los años treinta, o la antigua Yugoslavia y Ruanda en los noventa,
el resultado es la guerra, con matanzas a escala industrial.
Pasado un
tiempo, el régimen cae, bajo el peso de sus propias contradicciones y
las presiones de otros, y los que se oponían a él dicen "nunca más" y
construyen algo nuevo, que, en 1945, consistió en la Carta de Naciones
Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que incluye
el reconocimiento “de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e
inalienables de todos los miembros de la familia humana”.
“Nunca más”, declaró el fiscal de Nuremberg Robert Jackson en el
otoño de 1945, durante el juicio a los responsables nazis. A uno de
ellos, Julius Streicher, lo seleccionaron por “hablar, escribir y
predicar el odio”, destaca la sentencia. Estaba allí para dar ejemplo, y
sus palabras —había dicho que el judío era “un no humano” y un
“propagador de enfermedades” y había llamado a exterminarlos “de raíz”—
hicieron que le condenaran por “crímenes contra la humanidad” y muriera
en la horca.
Las palabras importan, dijeron los jueces de Nuremberg al mundo.
Pasaron 50 años hasta que otro tribunal internacional aplicó ese
principio. El lugar fue Ruanda y el contexto, los acontecimientos de la
primavera de 1994, cuando la comunidad hutu atacó a la comunidad tutsi.
Como siempre, la crisis comenzó con las palabras. Identificaron y
seleccionaron a las “cucarachas”, anunciaron el momento de “talar los
árboles” y comenzaron las matanzas.
Después llegaron las imputaciones, y
algunos acabaron en el banquillo de los acusados por las palabras que
habían pronunciado. En diciembre de 2003, el Tribunal Penal
Internacional para Ruanda condenó a tres hombres por incitación pública y
directa al genocidio, por utilizar lenguaje que propagaba el odio, por
emisiones de radio que “utilizaban los estereotipos étnicos para
promover el desprecio y el odio a la población tutsi”. Como en ocasiones
anteriores, se habían repetido fórmulas sin cesar y se habían inventado
eufemismos que crearon una atmósfera para el asesinato.
Las palabras importan. En Reino Unido y Estados Unidos lo sabemos
bien, y por eso estamos apasionadamente comprometidos con la idea de la
libertad de expresión. No somos la Alemania nazi, pero hemos emprendido
un feo rumbo que resultará familiar a cualquiera que tenga sentido de la
historia. Cuando los periódicos y los políticos británicos califican a
los jueces de “enemigos del pueblo”, vuelven a la memoria las palabras
de Klemperer, de un tiempo en el que se cruzaron los límites y él
confiaba en que no se llegara a lo peor. “Me escapé, me refugié en mi
profesión, di mis clases”. Qué fácil es emprender también hoy se camino.
Hace unas semanas, Barack Obama tuvo la valentía de escribir
expresamente sobre los vínculos que se extienden entre épocas y lugares.
“Debemos rechazar rotundamente, en boca de nuestros líderes, cualquier
lenguaje que fomente un clima de miedo y odio o normalice los
sentimientos racistas”, escribió, a propósito de la relación entre aquel
tiempo y ahora.
El lenguaje ha sido el catalizador de “la mayoría de
las tragedias humanas en toda la historia”, nos recordaba; estuvo “en la
raíz de la esclavitud y Jim Crow, el Holocausto, el genocidio de Ruanda
y la limpieza étnica en los Balcanes”. El lenguaje satírico, por más
que diga el primer ministro Johnson, no es disculpa. Y la libertad de
expresión, un derecho absolutamente fundamental, no es una defensa
cuando la palabra fomenta el odio y los actos violentos o criminales.
Obama sabe lo que dice. Cuando, en vísperas del referéndum del Reino
Unido, expresó su opinión, el actual primer ministro británico le quitó
importancia y dijo que eran declaraciones de un “medio keniano” con una
“antipatía ancestral hacia el Imperio Británico”. Un presidente
africano, estaba diciendo, era incapaz de formar una opinión
independiente y racional.
Dejémonos de rodeos. Nuestro primer ministro es un racista que sueña
con un regreso inalcanzable a un pasado imaginario (en el caso de
Chagos, cuando era ministro de Exteriores, no solo perdió la votación en
la ONU, sino también la colonia, puesto que el Tribunal Internacional
sentenció que el archipiélago pertenecía a Mauricio). Nos dice que la UE
comparte los objetivos de Hitler y oponerse a las políticas que propone
él es como ser colaboracionista en la Francia ocupada. El dogma es
explícito y sencillo. Estamos “nosotros” y están “ellos”.
Las referencias a exterminios, inmigrantes e invasiones que hace el presidente de Estados Unidos evocan, como decía recientemente la revista Rolling Stone, “genocidios, no asuntos de gobierno”. Antes de llegar a eso, el constitucionalismo y el Estado de derecho nos ofrecen protección, control y el respeto a la idea de una humanidad común, en la que se reconoce la dignidad de cada persona simplemente por el hecho de serlo."
Las referencias a exterminios, inmigrantes e invasiones que hace el presidente de Estados Unidos evocan, como decía recientemente la revista Rolling Stone, “genocidios, no asuntos de gobierno”. Antes de llegar a eso, el constitucionalismo y el Estado de derecho nos ofrecen protección, control y el respeto a la idea de una humanidad común, en la que se reconoce la dignidad de cada persona simplemente por el hecho de serlo."
(Philippe Sands es catedrático de Derecho en el University College de Londres, El País, 22/09/19)
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