13/7/20

Más de 150 intelectuales reivindican en Estados Unidos el derecho a discrepar. Autores y académicos como Noam Chomsky, Gloria Steinem, Ian Buruma, Margaret Atwood, Mark Lilla o Martin Amis firman una carta contra la "intolerancia” de cierto activismo progresista, que hace mella en ambientes académicos y culturales, donde hay señalamiento y boicoteo, “castigos desproporcionados” y una consiguiente “aversión al riesgo” o autocensura que empobrece el debate público

 "Una carta sobre la justicia y el debate abierto. Texto íntegro de la carta publicada en la revista 'Harper's' y firmada por más de 150 intelectuales sobre la naturaleza del debate en EE UU.

 Nuestras instituciones culturales se enfrentan a un momento de prueba. Las potentes protestas por la justicia racial y social están derivando a otras exigencias atrasadas de reforma del sistema policial, junto con llamamientos más amplios por una mayor igualdad e inclusión en nuestra sociedad, especialmente en lo que se refiere a la educación superior, el periodismo, la filantropía y las artes. Pero este necesario ajuste de cuentas también ha hecho que se intensifique un nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y de tolerancia de las diferencias en favor de una conformidad ideológica.

 Al mismo tiempo que aplaudimos el primer paso adelante, también alzamos nuestras voces contra el segundo. Las fuerzas del iliberalismo están ganando terreno en el mundo y tienen a un poderoso aliado en Donald Trump, quien representa una verdadera amenaza a la democracia. No se puede permitir que la resistencia imponga su propio estilo de dogma y coerción, algo que los demagogos de la derecha ya están explotando. La inclusión democrática que queremos solo se puede lograr si nos expresamos en contra del clima intolerante que se ha establecido por doquier.

El libre intercambio de información e ideas, la savia de una sociedad liberal, está volviéndose cada día más limitado. Era esperable de la derecha radical, pero la actitud censora está expandiéndose en nuestra cultura: hay una intolerancia a los puntos de vista contrarios, un gusto por avergonzar públicamente y condenar al ostracismo, y una tendencia a disolver cuestiones políticas complejas en una certeza moral cegadora. 

Defendemos el valor de la réplica contundente e incluso corrosiva desde todos los sectores. 

Ahora, sin embargo, resulta demasiado común escuchar los llamamientos a los castigos rápidos y severos en respuesta a lo que se percibe como transgresiones del habla y el pensamiento. Más preocupante aún, los responsables de instituciones, en una actitud de pánico y control de riesgos, están aplicando castigos raudos y desproporcionados en lugar de reformas pensadas. 

Hay editores despedidos por publicar piezas controvertidas; libros retirados por supuesta poca autenticidad; periodistas vetados para escribir sobre ciertos asuntos; profesores investigados por citar determinados trabajos de literatura; investigadores despedidos por difundir un estudio académico revisado por otros profesionales; jefes de organizaciones expulsados por lo que a veces son simples torpezas. 

Cualesquiera que sean los argumentos que rodean a cada incidente en particular, el resultado ha consistido en estrechar constantemente los límites de lo que se puede decir sin amenaza de represalias. Ya estamos pagando el precio con una mayor aversión al riesgo por parte de escritores, artistas y periodistas, que temen por sus medios de vida si se apartan del consenso, o incluso si no están de acuerdo con el suficiente celo.

Esta atmósfera agobiante afectará en última instancia a las causas más vitales de nuestro tiempo. La restricción del debate, la lleve a cabo un Gobierno represivo o una sociedad intolerante, perjudica a aquellos sin poder y merma la capacidad para la participación democrática de todos. La manera de derrotar las malas ideas es la exposición, el argumento y la persuasión, no tratar de silenciarlas o desear expulsarlas. 

Rechazamos la disyuntiva falaz entre justicia y libertad, que no pueden existir la una sin la otra. Como escritores necesitamos una cultura que nos deje espacio para la experimentación, la asunción de riesgos e incluso los errores. Debemos preservar la posibilidad de discrepar de buena fe sin consecuencias profesionales funestas. Si no defendemos aquello de lo que depende nuestro propio trabajo, no deberíamos esperar que el público o el estado lo defiendan por nosotros.

La carta publicada en inglés en ‘Harper’s Magazine', en su versión en inglés."             (El País, 08/07/20)


"Más de 150 escritores, académicos e intelectuales ―entre los que figuran Noam Chomsky, Salman Rushdie, Gloria Steinem, Margaret Atwood o Martin Amis, entre otros― han firmado una carta abierta en la que denuncian una creciente “intolerancia” por parte del activismo progresista estadounidense hacia ideas discrepantes.

 Tal y como expone el escrito, consideran que esto hace mella en ambientes académicos y culturales, donde hay señalamiento y boicoteo, “castigos desproporcionados” y una consiguiente “aversión al riesgo” o autocensura que empobrece el debate público. “Debemos preservar la posibilidad de discrepar de buena fe sin consecuencias profesionales funestas”, señalan.

 El texto, publicado este martes en la revista Harper’s bajo el título Una carta sobre la justicia y el debate abierto, aplaude las protestas por la justicia racial y social, por una mayor igualdad e inclusión, pero alerta de que este “necesario ajuste de cuentas” ha intensificado también “un nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y de tolerancia de las diferencias en favor de una conformidad ideológica”.

 “Las fuerzas del iliberalismo están ganando terreno en el mundo y tienen a un poderoso aliado en Donald Trump, quien representa una verdadera amenaza a la democracia, pero no se puede permitir que la resistencia imponga su propio estilo de dogma y coerción”, señalan los autores.

La carta aborda una polémica candente en Estados Unidos, sobre si el nuevo umbral de tolerancia cero hacia inequidades como el racismo, el sexismo o la homofobia está alimentando también algunos excesos que buscan silenciar cualquier disidencia. Los críticos suelen referirse a esto como cancel culture, cuya traducción literal sería “cultura de la cancelación” y que hace referencia a los vetos y señalamiento a creadores o docentes por cualquier desvío de la norma; o woke culture (derivado del inglés, despertar), que hace referencia a una actitud de alerta permanente.

“El libre intercambio de información e ideas, la savia de una sociedad liberal, está volviéndose cada día más limitado. Era esperable de la derecha radical, pero la actitud censora está expandiéndose en nuestra cultura”, señala la carta, que no menciona directamente recientes polémicas concretas con nombres y apellidos, pero sí se explaya en describir situaciones.

 “Los responsables de instituciones, en una actitud de pánico y control de riesgos, están aplicando castigos raudos y desproporcionados en lugar de aplicar reformas pensadas. Hay editores despedidos por publicar piezas controvertidas; libros retirados por supuesta poca autenticidad; periodistas vetados para escribir sobre ciertos asuntos; profesores investigados por citar determinados trabajos”, describe el texto, entre otros ejemplos.

Uno de las polémicas recientes fue la dimisión de James Bennet como jefe de opinión de The New York Times, a principios de este mes. El motivo fue la publicación de una tribuna del senador republicano Tom Cotton, en la que el político pedía una respuesta militar a las protestas y disturbios por la muerte del afroamericano George Floyd. El torrente de críticas dentro y fuera de la redacción llevó a Bennet a ofrecer su renuncia y pedir disculpas. Este admitió que no debía haber publicado esa tribuna y que no había sido editada con suficiente rigor.

A raíz del mismo conflicto, el 10 de junio, la Poetry Foundation anunció la dimisión de dos de sus dirigentes después de una carta de protesta de 30 autores que consideraron tibio el comunicado de denuncia de la violencia policial. También dimitieron la presidenta del Círculo Nacional de Críticos de Libros y otros cinco miembros entre críticas de racismo y violaciones de la privacidad por un rifirrafe en las redes sociales. 

Un analista electoral, David Shor, fue despedido de la plataforma Civis Analytics tras la tormenta que se generó por haber tuiteado el estudio académico de un profesor de Princeton que alertaba de los efectos perversos de las protestas violentas. Según relató The New York Magazine, algunos empleados de la firma consideraron que el tuit de Shor “ponía en riesgo su seguridad”.

Guerra cultural 

El debate sobre dónde acaba la tolerancia cero hacia los abusos y dónde empieza a “cancelarse” la discrepancia también se extiende a la actual revisión de las estatuas y los monumentos nacionales. El presidente Donald Trump, que ha abrazado la guerra cultural como uno de sus argumentos de campaña, se centró en este asunto en un largo discurso del pasado viernes por la noche, en la víspera de la fiesta nacional del 4 de julio.

 “En nuestras escuelas, nuestras redacciones, hasta en nuestros consejos de administración hay un nuevo fascismo de extrema izquierda que pide lealtad absoluta. Si no hablas su idioma, practicas sus rituales, recitas sus mantras y sigues sus mandamientos, serás censurado, perseguido y castigado”, dijo.

Los intelectuales en su carta califican al presidente de “amenaza para la democracia”, pero advierten: “La restricción del debate, la lleva a cabo un Gobierno represivo o una sociedad intolerante, perjudica a aquellos sin poder y merma la capacidad para la participación democrática de todos”.

 “La manera de derrotar malas ideas es la exposición, el argumento y la persuasión, no tratar de silenciarlas o desear expulsarlas. Como escritores necesitamos una cultura que nos deje espacio para la experimentación, la asunción de riesgos e incluso los errores. Debemos preservar la posibilidad de discrepar de buena fe sin consecuencias profesionales funestas”, concluyen."                 (Amanda Mars, El País, 07/07/20)


"Mark Lilla: “Estamos en un nuevo siglo XIX”. Impulsor de la polémica carta, suscrita por 150 intelectuales, en la que se denuncia la “intolerancia” de cierto activismo progresista, el politólogo y ensayista estadounidense responde a la ola de críticas.

No tiene cuenta de Twitter, pero el politólogo y ensayista Mark Lilla (Detroit, 64 años), profesor de Historia de las Ideas en la Universidad de Columbia en Nueva York y autor, entre otros libros, de El regreso liberal y Pensadores temerarios, no es ajeno a la polémica en redes sociales. 

La tribuna que publicó en The New York Times tras la victoria de Trump en 2016, en la que reclamaba que la izquierda en EE UU abandonara la “era del liberalismo identitario” y buscara la unidad frente a la especificidad de las minorías, fue su bautismo en el convulso mundo de las broncas en redes. Esta semana ha vuelto a lo que llama “la cloaca” por la ya célebre carta abierta publicada en Harper’s.

Lilla fue uno de los impulsores de ese texto en el que se denuncia la “intolerancia” de un cierto activismo progresista que ha conducido a despidos de editores y la anulación de la publicación de libros. Los 150 intelectuales que firmaron, entre los que estaban Noam Chomsky, Gloria Steinem, Martin Amis o Margaret Atwood, reclaman el derecho a disentir sin que eso ponga en peligro el puesto de trabajo de nadie, y rechazan la autocensura que sienten que impera. Metido en el fragor de la batalla por la defensa de la carta, Lilla accede a contestar unas preguntas por videoconferencia y se muestra algo agitado.

Pregunta. ¿Cuál fue el principio de la carta?

Respuesta. Tras el despido de James Bennet, el director de opinión de The New York Times, hace unas semanas [tras publicar una tribuna del senador republicano Tom Cotton que reclamaba el despliegue del Ejército contra los manifestantes tras la muerte de George Floyd], un grupo empezamos a escribirnos y ese intercambio de ideas finalmente cuajó.

P. Muchos críticos han señalado que los firmantes gozan de amplio reconocimiento y de tribunas para exponer sus opiniones.

R. Desde que existe Twitter nadie está silenciado, todo el mundo puede entrar en cualquier discusión y ese diferencial de poder no es exacto. Reducen todo a una lucha de poder y no hablan de lo que la carta plantea. Además, dan por hecho que la gente de una misma raza o género tiene los mismos intereses y opiniones, y esto lo ha firmado gente diversa.

P. ¿Por qué no mencionaron el caso que inspiró esta iniciativa?

R. Se trataba de denunciar un clima general, no un caso concreto. Lo de Bennet tiene que ver con peleas en The New York Times sobre las tribunas, pero también con que él no hizo su trabajo [no la leyó antes de que se publicara]. Lo que hemos tratado de capturar es el clima, algo complicado porque puedes sentir la presión barométrica pero eso no siempre significa que puedas señalar lo que ocurre. La gente perteneciente a minorías entiende muy bien esto cuando denuncia que trabaja en un lugar en el que hay un ambiente hostil hacia ellos, es muy difícil hablar de cosas concretas. Creo que hoy hay una psicología de intimidación y miedo, una cobardía a la que nos hemos visto arrastrados.

P. ¿Cómo siente que ha evolucionado la política identitaria desde que publicó su artículo y su libro?

R. Como ha señalado Andrew Sullivan, hemos pasado a vivir todos en un campus universitario. A nuestros hijos se les educa con una conciencia racial y dentro de una narrativa determinada sobre la historia de EE UU. Y esto tiene aspectos positivos. El asesinato de George Floyd ha demostrado que el país estaba listo para abordar el tema racial. Esto es muy bueno. Pero también parece que nos ha conducido a un tipo de política histérica y performativa.

P. ¿Cómo se ha llegado a esto?

R. En EE UU lo que está pasando no es algo tan nuevo. Al final del siglo XX el país no se movió hacia el siglo XXI sino que regresó realmente al siglo XIX. Y aquel siglo trató de fervor religioso, denuncias, censura, indiferencia a las artes, filisteos. Estamos en un nuevo siglo XIX.

P. ¿Quisieron subir el volumen y generar debate y polémica con la carta?

R. Vimos que nadie estaba alzando la voz frente a las campañas de señalamiento. Ahora tenemos a 100 personas más que quieren sumarse. También creímos que la carta sería ignorada. Y, por último, valoramos que podría desatar una tormenta de mierda y esto es lo que ha ocurrido.

P. ¿Cuáles son sus primeras conclusiones sobre semejante tormenta?

R. Es demasiado pronto, estoy en medio apagando fuegos cada media hora. Es deprimente ver el nivel de la discusión y el rencor que hay en la sociedad estadounidense. Este es un momento increíblemente importante con la covid-19, las manifestaciones, Trump, las elecciones. Eso es lo que preocupa a la gente progresista, no lo demás. No soy optimista.

P. Muchos apuntan que la carta le hace el juego a Trump y da munición a la derecha radical. ¿Qué responde a esto?

R. Lo mismo que Orwell cuando habló de la gente que quiere silenciar el intelecto y el debate. Ellos siempre dirán que al hablar y decir la verdad estás beneficiando al otro lado. Pero la verdad nunca es enemiga de la causa.

P. ¿Eran conscientes de que incluir a J. K. Rowling sería aún más controvertido que la propia carta?

R. Hicimos una lista al principio para ver a quien contactaríamos. Algunos querían decírselo a ella porque ha sufrido parte de lo que denuncia carta. No preví que esto sería una excusa para que alguna gente dijera que el texto es tránsfobo. Es una locura, porque no hay una palabra sobre ese tema, y hay un par de personas transgénero que firmaron también y han sido muy atacadas. Esto muestra el tipo de fanatismo y solipsismo que hay. Malcolm Gladwell ha escrito que firmó precisamente porque había otros firmantes cuyos puntos de vista en otros asuntos detesta. Eso es lo que hace que una sociedad sea liberal.

P. ¿Esta discusión ha revigorizado a la clase intelectual estadounidense?

R. Más bien ha revelado cómo de mal está la cosa. Alguien ha escrito que puede que la carta en sí no se sostenga a priori muy bien, pero la reacción en su contra realmente ha demostrado cuánta razón contiene.





"Y la carta de los intelectuales desató la tormenta.  La misiva firmada por 150 personalidades contra la “intolerancia” del activismo progresista enciende un agrio debate, que se libra sobre todo en las redes sociales.

 Firmantes que se han retractado, otros que han defendido orgullosos el escrito, periodistas que han denunciado a compañeros y un torrente de críticas en las redes sociales. La carta abierta firmada por más de 150 intelectuales —entre otros, por figuras de primer orden como Noam Chomsky, Gloria Steinem, Ian Buruma o Margaret Atwoodhecha pública el martes en la revista Harper’s ha avivado una intensa polémica.

El texto alertaba contra una creciente “intolerancia” del activismo progresista en el debate público, aunque expresaba su apoyo a las protestas y denuncias que desde la muerte de George Floyd han tomado las calles y las redes. Entre las respuestas que el texto ha recibido ha habido réplicas agudas, pero también reproches aparatosos que acaban por corroborar precisamente lo que denuncia el escrito.

El episodio en sí refleja lo que se debate estos días en el país más poderoso del mundo: dónde acaba la libertad de expresión y empieza la incitación al odio, cuál es el límite entre la tolerancia cero al abuso y la censura. Los despidos en el mundo académico y editorial y el acoso en las redes era lo que los 150 firmantes parece que querían denunciar y de alguna manera han fomentado. También encarna el pulso que se libra entre las voces anónimas o alternativas y los altavoces académicos y culturales tradicionales, que en la era de las redes sociales se topan con detractores estruendosos.

“No firmé la carta cuando me lo pidieron hace nueve días porque pude ver en 90 segundos que era fatua, una chorrada vanidosa que sencillamente iba a enfadar a la gente a la que supuestamente quería apelar”, escribió Richard Kim, director ejecutivo del Huffpost. Linda Holmes, escritora y presentadora de un programa cultural de la radio pública NPR, señaló que la misiva “es de gente infeliz porque ya no dirigen la conversación y va dirigida a otra gente que ellos creen que también están infelices porque no la dirigen”.

Buena compañía

El caso de la escritora Jennifer Finney Boylan, una de las firmantes, ha sido uno de los más sorprendentes, ya que tras el revuelo que ha generado el escrito se ha retractado. “No sabía quién más iba a firmar esa carta. Pensé que significaba respaldar un mensaje bienintencionado, aunque vago, en contra del señalamiento en Internet. Sabía que Chomsky, Steinem y Atwood estaban ahí y pensé: ‘Buena compañía’. Tendré que cargar con las consecuencias. Lo siento mucho”, señaló. 

A muchos de los firmantes se le ha echado en cara que aceptaran sumarse junto a algunas de las personalidades que ahí aparecen, y a otros simplemente se les ataca por la posición de “privilegio” que ocupan. La escritora y columnista Meghan Daum se defendía aclarando que “es el deber de gente con una tribuna plantarse y denunciar lo que está pasando”.

La historiadora Kerri Greenidge, afroamericana, tuiteó por la mañana que había pedido a Harper’s que quitara su nombre. La revista respondió que había confirmado cada firma, incluida la suya, pero que atendería su petición. Al mediodía Greenidge restringió la visibilidad de su cuenta de Twitter, que pasó a ser privada.

Que la mayor parte de rifirrafes tengan lugar en Twitter no es anecdótico. Esta red es el agente decisivo en un cambio de paradigma, que ha democratizado el debate público pero también ha dado alas a campañas de boicoteo y acoso. “El libre intercambio de información e ideas, la savia de una sociedad liberal, está volviéndose cada día más limitado”, señalaba la carta abierta, y subrayaba como ejemplo el despido de editores, la retirada de libros y el veto a periodistas y profesores.

Entre los firmantes hay personalidades muy diversas, pero todas consolidadas y conocidas. Una voz de la izquierda como Noam Chomsky coincide en la lista de firmantes con la histórica feminista Gloria Steinem o el politólogo conservador Francis Fukuyama. Uno de los impulsores del escrito, el escritor afroamericano Thomas Chatterton Williams, respondió a los reproches: “Algunos críticos dicen de la carta cosas como ‘Esto solo es gente asustada que teme los cambios’. No, esto es gente preocupada por el clima de intolerancia, que cree que la justicia y la libertad están unidos indisolublemente. La gente asustada no firmó”, apuntó, si bien añadió que muchos lo hicieron con miedo.

En la extensa lista figura, por ejemplo, Matthew Yglesias, un escritor y articulista en la publicación Vox. Otra de las firmas de dicho medio, Emily VanDerWerff, que es transgénero, hizo pública una carta que había enviado a los editores del medio de comunicación deplorando que Yglesias formase parte de esa carta, firmada también por “varios prominentes anti-trans”. Esto, dijo, hace su trabajo “más difícil” a partir de ahora, si bien, recalcó, no quería ninguna represalia para el autor. “Esto consolidaría la idea de que es un mártir”, afirmó.

Se refería, aunque sin mencionarlo, a la famosa escritora J. K. Rowling, creadora de la saga Harry Potter, que lleva tiempo en el ojo del huracán por sus críticas hacia las teorías queer sobre el género. Rowling, que ha sido acusada de transfobia,  se declaró “muy orgullosa” de haber firmado una carta en defensa de “un principio fundacional de las sociedades liberales, la libertad de expresión debate y pensamiento”.

Esa misma libertad -y ahí estriba el debate- es la que también arrogan para sí todos sus críticos en Twitter.  “Esta es la primera vez en la historia de América que gente aparte de la financiada por Nueva York y Washington tiene la oportunidad de que se oigan sus voces y los firmantes de Haper’s pierden los papeles porque hay gente malvada con ellos en Twitter, qué embarazoso”, escribió uno de ellos."                       (Amanda Mars, El País, 08/07/20)


 "Auge y caída de J. K. Rowling. La autora de ‘Harry Potter’, enfrentada por sus opiniones a los transgénero, es una de las firmantes más controvertidas de la misiva suscrita por 150 intelectuales.

Érase una vez, podría decirse —puesto que la historia tiene algo de fábula, aunque envenenada—, una madre soltera que dio forma a una saga millonaria en una cafetería. No había calefacción en su casa, tenía un bebé que cuidar, y no quería que pasase frío. Desde la cafetería —de la que hoy es propietaria, The Elephant House— veía un castillo, porque estaba en Edimburgo. Lo convirtió en una escuela de magos, a la que acudiría un niño dickensiano —huérfano y maldito—con el poder para acabar con todos los males.

Así Joanne Rowling se hizo popular. Casi no hubo niño nacido en los noventa que no leyera sus libros. Su nombre, escondido en las iniciales J. K., se instaló en el Olimpo de aquellos que hacen fácil lo más difícil: crear lectores. Capaz de convertir un libro en el más esperado de los objetos —cada nueva entrega era un acontecimiento mundial—, dirigiéndose al público más complejo, el adolescente, J. K. Rowling consintió en dejar que el monstruo creciera y acabara hasta con su última oportunidad de escapar de él.

Sus intentos por distanciarse del universo juvenil —la novela Una vacante imprevista y la serie noir firmada como Robert Galbraith— y acercarse a la literatura para adultos menoscabaron, en cierta manera, su imagen perfecta, pese a contener el principal ingrediente que hizo de la saga de Harry Potter un superventas: vivísimos personajes, en lo que parece un cruce perfecto entre Stephen King y Roald Dahl. Se decía, y ella no abría el pico al respecto, que sus lectores habían permitido a Barack Obama llegar a presidente de Estados Unidos, por su visión tan aperturista del mundo. A posteriori, tal vez su obsesión por no conceder entrevistas tuviese algo de prudente, dadas sus no siempre tan progresistas opiniones.

Suele decirse que se tarda años en construir una reputación pero bastan cinco minutos para arruinarla. Hoy en día, bastan un tuit y un enzarzamiento virtual. Por la boca muere el pez. Y también J. K. Rowling para muchos fans, que han desterrado su nombre de todo lo que tiene que ver con la saga y la acusan ya de antisemitismo —los duendes de Gringotts tienen mucho de la caricatura que los nazis hacían de los judíos—, antifeminismo —el rol de Hermione es siempre secundario—, discriminación hacia los gordos o clasismo. El detonante fue su reacción a un artículo llamado Creando un mundo poscovid-19 más igualitario para las personas que menstrúan, asegurando que a esas personas antes se las llamaba mujeres.

La comunidad trans y, en general, muchos de sus seguidores lo entendieron como un ataque transfóbico, del que Rowling se defendió insistiendo en que no había que eliminar el género biológico de la ecuación y justificándose, en su web, ante la misoginia sufrida y su lucha como mujer que nació “20 años antes” de lo que le hubiera gustado. Se la incluyó automáticamente en el bando de las llamadas TERF, las feministas transexcluyentes, pero la puntilla la puso Stephen King. Primero compartió un mensaje de la escritora sobre la violencia de los hombres contra las mujeres. En cuanto ella se lo agradeció, declarándose fan, contraatacó: “Las mujeres trans son mujeres”. En segundos, Rowling borró la conversación, pero eso no impidió que se convirtiera en el hazmerreír de Twitter.

El último capítulo de su caída en desgracia —hasta los actores de las películas de Harry Potter han lanzado diatribas contra ella— tiene forma de carta. Rowling es una de los 150 escritores y profesores que han suscrito un texto en el que denuncian la intolerancia de lo que llaman “la cultura de la cancelación”. Salman Rushdie, Margaret Atwood, y Gloria Steinem, entre otros, también firmaron la carta. Pero seguramente ha sido el nombre de la madre del niño mago el que más incomodidad ha causado entre algunos de esos mismos firmantes. Muchos han afirmado que no sabían quiénes eran los demás nombres que se habían sumado a la carta hasta que se publicó esta semana en la revista Harper’s.

El debate, y la guerra, han vuelto a Twitter. Aunque el de Rowling se dirige ahora solo a los niños: cuelga incesantemente los dibujos que le hacen llegar sus seguidores más pequeños. No en vano, algunos de ellos ilustrarán la edición en papel de The Ickabog, el cuento infantil que distribuye por entregas de forma gratuita desde el inicio de la pandemia."                  (Laura Fernández, El País, 12/07/20)

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