"Una carta sobre la justicia y el debate abierto. Texto
íntegro de la carta publicada en la revista 'Harper's' y firmada por
más de 150 intelectuales sobre la naturaleza del debate en EE UU.
Nuestras instituciones culturales se enfrentan a un momento de prueba. Las potentes protestas por la justicia racial y social están
derivando a otras exigencias atrasadas de reforma del sistema policial,
junto con llamamientos más amplios por una mayor igualdad e inclusión
en nuestra sociedad, especialmente en lo que se refiere a la educación
superior, el periodismo, la filantropía y las artes. Pero este necesario
ajuste de cuentas también ha hecho que se intensifique un nuevo
conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a
debilitar nuestras normas de debate abierto y de tolerancia de las
diferencias en favor de una conformidad ideológica.
Al mismo tiempo que
aplaudimos el primer paso adelante, también alzamos nuestras voces
contra el segundo. Las fuerzas del iliberalismo están ganando terreno en
el mundo y tienen a un poderoso aliado en Donald Trump,
quien representa una verdadera amenaza a la democracia. No se puede
permitir que la resistencia imponga su propio estilo de dogma y
coerción, algo que los demagogos de la derecha ya están explotando. La
inclusión democrática que queremos solo se puede lograr si nos
expresamos en contra del clima intolerante que se ha establecido por
doquier.
El libre intercambio de información e ideas, la savia de una
sociedad liberal, está volviéndose cada día más limitado. Era esperable
de la derecha radical, pero la actitud censora está expandiéndose en
nuestra cultura: hay una intolerancia a los puntos de vista contrarios,
un gusto por avergonzar públicamente y condenar al ostracismo, y una
tendencia a disolver cuestiones políticas complejas en una certeza moral
cegadora.
Defendemos el valor de la réplica contundente e incluso
corrosiva desde todos los sectores.
Ahora, sin embargo, resulta
demasiado común escuchar los llamamientos a los castigos rápidos y
severos en respuesta a lo que se percibe como transgresiones del habla y
el pensamiento. Más preocupante aún, los responsables de instituciones,
en una actitud de pánico y control de riesgos, están aplicando castigos
raudos y desproporcionados en lugar de reformas pensadas.
Hay editores
despedidos por publicar piezas controvertidas; libros retirados por
supuesta poca autenticidad; periodistas vetados para escribir sobre
ciertos asuntos; profesores investigados por citar determinados trabajos
de literatura; investigadores despedidos por difundir un estudio
académico revisado por otros profesionales; jefes de organizaciones
expulsados por lo que a veces son simples torpezas.
Cualesquiera que
sean los argumentos que rodean a cada incidente en particular, el
resultado ha consistido en estrechar constantemente los límites de lo
que se puede decir sin amenaza de represalias. Ya estamos pagando el
precio con una mayor aversión al riesgo por parte de escritores,
artistas y periodistas, que temen por sus medios de vida si se apartan
del consenso, o incluso si no están de acuerdo con el suficiente celo.
Esta
atmósfera agobiante afectará en última instancia a las causas más
vitales de nuestro tiempo. La restricción del debate, la lleve a cabo un
Gobierno represivo o una sociedad intolerante, perjudica a aquellos sin
poder y merma la capacidad para la participación democrática de todos.
La manera de derrotar las malas ideas es la exposición, el argumento y
la persuasión, no tratar de silenciarlas o desear expulsarlas.
Rechazamos la disyuntiva falaz entre justicia y libertad, que no pueden
existir la una sin la otra. Como escritores necesitamos una cultura que
nos deje espacio para la experimentación, la asunción de riesgos e
incluso los errores. Debemos preservar la posibilidad de discrepar de
buena fe sin consecuencias profesionales funestas. Si no defendemos
aquello de lo que depende nuestro propio trabajo, no deberíamos esperar
que el público o el estado lo defiendan por nosotros.
La carta publicada en inglés en ‘Harper’s Magazine', en su versión en inglés." (El País, 08/07/20)
"Más de 150 escritores, académicos e intelectuales ―entre los que figuran Noam Chomsky, Salman Rushdie, Gloria Steinem, Margaret Atwood o Martin Amis, entre otros― han firmado una carta abierta en la que denuncian una creciente “intolerancia” por parte del activismo progresista estadounidense hacia ideas discrepantes.
Tal y como expone el escrito, consideran que esto
hace mella en ambientes académicos y culturales, donde hay señalamiento y
boicoteo, “castigos desproporcionados” y una consiguiente “aversión al
riesgo” o autocensura que empobrece el debate público. “Debemos
preservar la posibilidad de discrepar de buena fe sin consecuencias
profesionales funestas”, señalan.
El texto, publicado este martes en la revista Harper’s bajo el título Una carta sobre la justicia y el debate abierto,
aplaude las protestas por la justicia racial y social, por una mayor
igualdad e inclusión, pero alerta de que este “necesario ajuste de
cuentas” ha intensificado también “un nuevo conjunto de actitudes
morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas
de debate abierto y de tolerancia de las diferencias en favor de una
conformidad ideológica”.
“Las fuerzas del iliberalismo están ganando
terreno en el mundo y tienen a un poderoso aliado en Donald Trump, quien
representa una verdadera amenaza a la democracia, pero no se puede
permitir que la resistencia imponga su propio estilo de dogma y
coerción”, señalan los autores.
La carta aborda una polémica candente en Estados Unidos,
sobre si el nuevo umbral de tolerancia cero hacia inequidades como el
racismo, el sexismo o la homofobia está alimentando también algunos
excesos que buscan silenciar cualquier disidencia. Los críticos suelen
referirse a esto como cancel culture, cuya traducción literal
sería “cultura de la cancelación” y que hace referencia a los vetos y
señalamiento a creadores o docentes por cualquier desvío de la norma; o woke culture (derivado del inglés, despertar), que hace referencia a una actitud de alerta permanente.
“El
libre intercambio de información e ideas, la savia de una sociedad
liberal, está volviéndose cada día más limitado. Era esperable de la
derecha radical, pero la actitud censora está expandiéndose en nuestra
cultura”, señala la carta, que no menciona directamente recientes
polémicas concretas con nombres y apellidos, pero sí se explaya en
describir situaciones.
“Los responsables de instituciones, en una
actitud de pánico y control de riesgos, están aplicando castigos raudos y
desproporcionados en lugar de aplicar reformas pensadas. Hay editores
despedidos por publicar piezas controvertidas; libros retirados por
supuesta poca autenticidad; periodistas vetados para escribir sobre
ciertos asuntos; profesores investigados por citar determinados
trabajos”, describe el texto, entre otros ejemplos.
Uno de las polémicas recientes fue la dimisión de James Bennet como jefe de opinión de The New York Times,
a principios de este mes. El motivo fue la publicación de una tribuna
del senador republicano Tom Cotton, en la que el político pedía una
respuesta militar a las protestas y disturbios por la muerte del
afroamericano George Floyd. El torrente de críticas dentro y fuera de la
redacción llevó a Bennet a ofrecer su renuncia y pedir disculpas. Este admitió que no debía haber publicado esa tribuna y que no había sido editada con suficiente rigor.
A raíz del mismo conflicto, el 10 de junio, la Poetry Foundation anunció la dimisión de dos de sus dirigentes después de una carta de protesta de 30 autores que consideraron tibio el comunicado de denuncia de la violencia policial. También dimitieron la presidenta del Círculo Nacional de Críticos de Libros y
otros cinco miembros entre críticas de racismo y violaciones de la
privacidad por un rifirrafe en las redes sociales.
Un analista
electoral, David Shor, fue despedido de la plataforma Civis Analytics
tras la tormenta que se generó por haber tuiteado el estudio académico
de un profesor de Princeton que alertaba de los efectos perversos de las
protestas violentas. Según relató The New York Magazine, algunos empleados de la firma consideraron que el tuit de Shor “ponía en riesgo su seguridad”.
Guerra cultural
El
debate sobre dónde acaba la tolerancia cero hacia los abusos y dónde
empieza a “cancelarse” la discrepancia también se extiende a la actual
revisión de las estatuas y los monumentos nacionales. El presidente
Donald Trump, que ha abrazado la guerra cultural como uno de sus argumentos de campaña,
se centró en este asunto en un largo discurso del pasado viernes por la
noche, en la víspera de la fiesta nacional del 4 de julio.
“En nuestras
escuelas, nuestras redacciones, hasta en nuestros consejos de
administración hay un nuevo fascismo de extrema izquierda que pide
lealtad absoluta. Si no hablas su idioma, practicas sus rituales,
recitas sus mantras y sigues sus mandamientos, serás censurado,
perseguido y castigado”, dijo.
Los intelectuales en su
carta califican al presidente de “amenaza para la democracia”, pero
advierten: “La restricción del debate, la lleva a cabo un Gobierno
represivo o una sociedad intolerante, perjudica a aquellos sin poder y
merma la capacidad para la participación democrática de todos”.
“La
manera de derrotar malas ideas es la exposición, el argumento y la
persuasión, no tratar de silenciarlas o desear expulsarlas. Como
escritores necesitamos una cultura que nos deje espacio para la
experimentación, la asunción de riesgos e incluso los errores. Debemos
preservar la posibilidad de discrepar de buena fe sin consecuencias
profesionales funestas”, concluyen." (Amanda Mars, El País, 07/07/20)
"Mark Lilla: “Estamos en un nuevo siglo XIX”. Impulsor de la polémica carta, suscrita por 150 intelectuales, en la que se denuncia la “intolerancia” de cierto activismo progresista, el politólogo y ensayista estadounidense responde a la ola de críticas.
También trata de analizar caso por caso, y desentrañar la historia de algunos de los firmantes. Por último, una nota aclaratoria precede la lista de nuevos firmantes, mayormente periodistas, dejando claro que muchos no han querido dar su nombre y han preferido simplemente señalar el medio para el que trabajan. Quien sí ha dado su nombre y ha atacado a quienes denuncian “la cultura de la cancelación” ha sido la congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez: “La gente que es cancelada de verdad no publica sus ideas en grandes medios”. (Entrevista a Mark Lilla, Andrea Aguilar, El País, 12/07/20)
"Auge y caída de J. K. Rowling. La autora de ‘Harry Potter’, enfrentada por sus opiniones a los transgénero, es una de las firmantes más controvertidas de la misiva suscrita por 150 intelectuales.
"Mark Lilla: “Estamos en un nuevo siglo XIX”. Impulsor de la polémica carta, suscrita por 150 intelectuales, en la que se denuncia la “intolerancia” de cierto activismo progresista, el politólogo y ensayista estadounidense responde a la ola de críticas.
No tiene cuenta de Twitter, pero el politólogo y ensayista
Mark Lilla (Detroit, 64 años), profesor de Historia de las Ideas en la
Universidad de Columbia en Nueva York y autor, entre otros libros, de El regreso liberal y Pensadores temerarios, no es ajeno a la polémica en redes sociales.
La tribuna que publicó en The New York Times
tras la victoria de Trump en 2016, en la que reclamaba que la izquierda
en EE UU abandonara la “era del liberalismo identitario” y buscara la
unidad frente a la especificidad de las minorías, fue su bautismo en el
convulso mundo de las broncas en redes. Esta semana ha vuelto a lo que
llama “la cloaca” por la ya célebre carta abierta publicada en Harper’s.
Lilla
fue uno de los impulsores de ese texto en el que se denuncia la
“intolerancia” de un cierto activismo progresista que ha conducido a
despidos de editores y la anulación de la publicación de libros. Los 150
intelectuales que firmaron, entre los que estaban Noam Chomsky, Gloria
Steinem, Martin Amis o Margaret Atwood, reclaman el derecho a disentir
sin que eso ponga en peligro el puesto de trabajo de nadie, y rechazan
la autocensura que sienten que impera. Metido en el fragor de la batalla por la defensa de la carta, Lilla accede a contestar unas preguntas por videoconferencia y se muestra algo agitado.
Pregunta. ¿Cuál fue el principio de la carta?
Respuesta. Tras el despido de James Bennet, el director de opinión de The New York Times,
hace unas semanas [tras publicar una tribuna del senador republicano
Tom Cotton que reclamaba el despliegue del Ejército contra los
manifestantes tras la muerte de George Floyd], un grupo empezamos a
escribirnos y ese intercambio de ideas finalmente cuajó.
P. Muchos críticos han señalado que los firmantes gozan de amplio reconocimiento y de tribunas para exponer sus opiniones.
R.
Desde que existe Twitter nadie está silenciado, todo el mundo puede
entrar en cualquier discusión y ese diferencial de poder no es exacto.
Reducen todo a una lucha de poder y no hablan de lo que la carta
plantea. Además, dan por hecho que la gente de una misma raza o género
tiene los mismos intereses y opiniones, y esto lo ha firmado gente
diversa.
P. ¿Por qué no mencionaron el caso que inspiró esta iniciativa?
R. Se trataba de denunciar un clima general, no un caso concreto. Lo de Bennet tiene que ver con peleas en The New York Times
sobre las tribunas, pero también con que él no hizo su trabajo [no la
leyó antes de que se publicara]. Lo que hemos tratado de capturar es el
clima, algo complicado porque puedes sentir la presión barométrica pero
eso no siempre significa que puedas señalar lo que ocurre. La gente
perteneciente a minorías entiende muy bien esto cuando denuncia que
trabaja en un lugar en el que hay un ambiente hostil hacia ellos, es muy
difícil hablar de cosas concretas. Creo que hoy hay una psicología de
intimidación y miedo, una cobardía a la que nos hemos visto arrastrados.
P. ¿Cómo siente que ha evolucionado la política identitaria desde que publicó su artículo y su libro?
R.
Como ha señalado Andrew Sullivan, hemos pasado a vivir todos en un
campus universitario. A nuestros hijos se les educa con una conciencia
racial y dentro de una narrativa determinada sobre la historia de EE UU.
Y esto tiene aspectos positivos. El asesinato de George Floyd ha
demostrado que el país estaba listo para abordar el tema racial. Esto
es muy bueno. Pero también parece que nos ha conducido a un tipo de
política histérica y performativa.
P. ¿Cómo se ha llegado a esto?
R.
En EE UU lo que está pasando no es algo tan nuevo. Al final del siglo
XX el país no se movió hacia el siglo XXI sino que regresó realmente al
siglo XIX. Y aquel siglo trató de fervor religioso, denuncias, censura,
indiferencia a las artes, filisteos. Estamos en un nuevo siglo XIX.
P. ¿Quisieron subir el volumen y generar debate y polémica con la carta?
R. Vimos
que nadie estaba alzando la voz frente a las campañas de señalamiento.
Ahora tenemos a 100 personas más que quieren sumarse. También creímos
que la carta sería ignorada. Y, por último, valoramos que podría desatar
una tormenta de mierda y esto es lo que ha ocurrido.
P. ¿Cuáles son sus primeras conclusiones sobre semejante tormenta?
R. Es
demasiado pronto, estoy en medio apagando fuegos cada media hora. Es
deprimente ver el nivel de la discusión y el rencor que hay en la
sociedad estadounidense. Este es un momento increíblemente importante
con la covid-19, las manifestaciones, Trump, las elecciones. Eso es lo
que preocupa a la gente progresista, no lo demás. No soy optimista.
P. Muchos apuntan que la carta le hace el juego a Trump y da munición a la derecha radical. ¿Qué responde a esto?
R.
Lo mismo que Orwell cuando habló de la gente que quiere silenciar el
intelecto y el debate. Ellos siempre dirán que al hablar y decir la
verdad estás beneficiando al otro lado. Pero la verdad nunca es enemiga
de la causa.
P. ¿Eran conscientes de que incluir a J. K. Rowling sería aún más controvertido que la propia carta?
R.
Hicimos una lista al principio para ver a quien contactaríamos. Algunos
querían decírselo a ella porque ha sufrido parte de lo que denuncia
carta. No preví que esto sería una excusa para que alguna gente dijera
que el texto es tránsfobo. Es una locura, porque no hay una palabra
sobre ese tema, y hay un par de personas transgénero que firmaron
también y han sido muy atacadas. Esto muestra el tipo de fanatismo y
solipsismo que hay. Malcolm Gladwell ha escrito que firmó precisamente
porque había otros firmantes cuyos puntos de vista en otros asuntos
detesta. Eso es lo que hace que una sociedad sea liberal.
P. ¿Esta discusión ha revigorizado a la clase intelectual estadounidense?
R. Más
bien ha revelado cómo de mal está la cosa. Alguien ha escrito que puede
que la carta en sí no se sostenga a priori muy bien, pero la reacción
en su contra realmente ha demostrado cuánta razón contiene.
La respuesta de las "voces silenciadas"
Dos días después de que se hiciera pública la carta en Harper’s llegó la réplica en theobjective.substack.com. Interpela directamente a uno de los impulsores, el escritor negro Thomas Chatterton Williams, y señala que en la carta original no hay mención alguna a “las voces que han sido silenciadas durante generaciones en periodismo y en la academia”. Aunque reconoce que algunos de los casos son reales y preocupantes, rechaza que sea una tendencia. “La carta no trata el problema del poder, quién lo tiene y quién no”, expone.También trata de analizar caso por caso, y desentrañar la historia de algunos de los firmantes. Por último, una nota aclaratoria precede la lista de nuevos firmantes, mayormente periodistas, dejando claro que muchos no han querido dar su nombre y han preferido simplemente señalar el medio para el que trabajan. Quien sí ha dado su nombre y ha atacado a quienes denuncian “la cultura de la cancelación” ha sido la congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez: “La gente que es cancelada de verdad no publica sus ideas en grandes medios”. (Entrevista a Mark Lilla, Andrea Aguilar, El País, 12/07/20)
"Y la carta de los intelectuales desató la tormenta. La
misiva firmada por 150 personalidades contra la “intolerancia” del
activismo progresista enciende un agrio debate, que se libra sobre todo
en las redes sociales.
Firmantes que se han retractado, otros que han defendido orgullosos el
escrito, periodistas que han denunciado a compañeros y un torrente de
críticas en las redes sociales. La carta abierta firmada por más de 150 intelectuales —entre otros, por figuras de primer orden como Noam Chomsky, Gloria Steinem, Ian Buruma o Margaret Atwood— hecha pública el martes en la revista Harper’s ha avivado una intensa polémica.
El texto alertaba contra una creciente “intolerancia” del
activismo progresista en el debate público, aunque expresaba su apoyo a
las protestas y denuncias que desde la muerte de George Floyd han tomado
las calles y las redes. Entre las respuestas que el texto ha recibido
ha habido réplicas agudas, pero también reproches aparatosos que acaban
por corroborar precisamente lo que denuncia el escrito.
El
episodio en sí refleja lo que se debate estos días en el país más
poderoso del mundo: dónde acaba la libertad de expresión y empieza la
incitación al odio, cuál es el límite entre la tolerancia cero al abuso y
la censura. Los despidos en el mundo académico y editorial y el acoso
en las redes era lo que los 150 firmantes parece que querían denunciar y
de alguna manera han fomentado. También encarna el pulso que se libra
entre las voces anónimas o alternativas y los altavoces académicos y
culturales tradicionales, que en la era de las redes sociales se topan
con detractores estruendosos.
“No firmé la carta cuando
me lo pidieron hace nueve días porque pude ver en 90 segundos que era
fatua, una chorrada vanidosa que sencillamente iba a enfadar a la gente a
la que supuestamente quería apelar”, escribió Richard Kim, director
ejecutivo del Huffpost. Linda Holmes, escritora y presentadora de
un programa cultural de la radio pública NPR, señaló que la misiva “es
de gente infeliz porque ya no dirigen la conversación y va dirigida a
otra gente que ellos creen que también están infelices porque no la
dirigen”.
Buena compañía
El
caso de la escritora Jennifer Finney Boylan, una de las firmantes, ha
sido uno de los más sorprendentes, ya que tras el revuelo que ha
generado el escrito se ha retractado. “No sabía quién más iba a firmar
esa carta. Pensé que significaba respaldar un mensaje bienintencionado,
aunque vago, en contra del señalamiento en Internet. Sabía que Chomsky,
Steinem y Atwood estaban ahí y pensé: ‘Buena compañía’. Tendré que
cargar con las consecuencias. Lo siento mucho”, señaló.
A muchos de los
firmantes se le ha echado en cara que aceptaran sumarse junto a algunas
de las personalidades que ahí aparecen, y a otros simplemente se les
ataca por la posición de “privilegio” que ocupan. La escritora y
columnista Meghan Daum se defendía aclarando que “es el deber de gente
con una tribuna plantarse y denunciar lo que está pasando”.
La historiadora Kerri Greenidge, afroamericana, tuiteó por la mañana que había pedido a Harper’s
que quitara su nombre. La revista respondió que había confirmado cada
firma, incluida la suya, pero que atendería su petición. Al mediodía
Greenidge restringió la visibilidad de su cuenta de Twitter, que pasó a
ser privada.
Que la mayor parte de rifirrafes tengan
lugar en Twitter no es anecdótico. Esta red es el agente decisivo en un
cambio de paradigma, que ha democratizado el debate público pero también
ha dado alas a campañas de boicoteo y acoso. “El libre intercambio de
información e ideas, la savia de una sociedad liberal, está volviéndose
cada día más limitado”, señalaba la carta abierta, y subrayaba como
ejemplo el despido de editores, la retirada de libros y el veto a
periodistas y profesores.
Entre los firmantes hay
personalidades muy diversas, pero todas consolidadas y conocidas. Una
voz de la izquierda como Noam Chomsky coincide en la lista de firmantes
con la histórica feminista Gloria Steinem o el politólogo conservador Francis Fukuyama.
Uno de los impulsores del escrito, el escritor afroamericano Thomas
Chatterton Williams, respondió a los reproches: “Algunos críticos dicen
de la carta cosas como ‘Esto solo es gente asustada que teme los
cambios’. No, esto es gente preocupada por el clima de intolerancia, que
cree que la justicia y la libertad están unidos indisolublemente. La
gente asustada no firmó”, apuntó, si bien añadió que muchos lo hicieron
con miedo.
En la extensa lista figura, por ejemplo,
Matthew Yglesias, un escritor y articulista en la publicación Vox. Otra
de las firmas de dicho medio, Emily VanDerWerff, que es transgénero,
hizo pública una carta que había enviado a los editores del medio de
comunicación deplorando que Yglesias formase parte de esa carta, firmada
también por “varios prominentes anti-trans”. Esto, dijo, hace su
trabajo “más difícil” a partir de ahora, si bien, recalcó, no quería
ninguna represalia para el autor. “Esto consolidaría la idea de que es
un mártir”, afirmó.
Se refería, aunque sin mencionarlo, a
la famosa escritora J. K. Rowling, creadora de la saga Harry Potter,
que lleva tiempo en el ojo del huracán por sus críticas hacia las
teorías queer sobre el género. Rowling, que ha sido acusada de
transfobia, se declaró “muy orgullosa” de haber firmado una carta en
defensa de “un principio fundacional de las sociedades liberales, la
libertad de expresión debate y pensamiento”.
Esa misma
libertad -y ahí estriba el debate- es la que también arrogan para sí
todos sus críticos en Twitter. “Esta es la primera vez en la historia
de América que gente aparte de la financiada por Nueva York y
Washington tiene la oportunidad de que se oigan sus voces y los
firmantes de Haper’s pierden los papeles porque hay gente malvada con
ellos en Twitter, qué embarazoso”, escribió uno de ellos." (Amanda Mars, El País, 08/07/20)
"Auge y caída de J. K. Rowling. La autora de ‘Harry Potter’, enfrentada por sus opiniones a los transgénero, es una de las firmantes más controvertidas de la misiva suscrita por 150 intelectuales.
Érase una vez, podría decirse —puesto que la historia tiene
algo de fábula, aunque envenenada—, una madre soltera que dio forma a
una saga millonaria en una cafetería. No había calefacción en su casa,
tenía un bebé que cuidar, y no quería que pasase frío. Desde la
cafetería —de la que hoy es propietaria, The Elephant House— veía un
castillo, porque estaba en Edimburgo. Lo convirtió en una escuela de
magos, a la que acudiría un niño dickensiano —huérfano y maldito—con el
poder para acabar con todos los males.
Así Joanne Rowling
se hizo popular. Casi no hubo niño nacido en los noventa que no leyera
sus libros. Su nombre, escondido en las iniciales J. K., se instaló en
el Olimpo de aquellos que hacen fácil lo más difícil: crear lectores.
Capaz de convertir un libro en el más esperado de los objetos —cada
nueva entrega era un acontecimiento mundial—, dirigiéndose al público
más complejo, el adolescente, J. K. Rowling consintió en dejar que el monstruo creciera y acabara hasta con su última oportunidad de escapar de él.
Sus intentos por distanciarse del universo juvenil —la novela Una vacante imprevista y la serie noir firmada
como Robert Galbraith— y acercarse a la literatura para adultos
menoscabaron, en cierta manera, su imagen perfecta, pese a contener el
principal ingrediente que hizo de la saga de Harry Potter un
superventas: vivísimos personajes, en lo que parece un cruce perfecto
entre Stephen King y Roald Dahl. Se decía, y ella no abría el pico al
respecto, que sus lectores habían permitido a Barack Obama llegar a
presidente de Estados Unidos, por su visión tan aperturista del mundo. A
posteriori, tal vez su obsesión por no conceder entrevistas tuviese
algo de prudente, dadas sus no siempre tan progresistas opiniones.
Suele decirse que se tarda años en construir una reputación pero bastan cinco minutos para arruinarla.
Hoy en día, bastan un tuit y un enzarzamiento virtual. Por la boca
muere el pez. Y también J. K. Rowling para muchos fans, que han
desterrado su nombre de todo lo que tiene que ver con la saga y la
acusan ya de antisemitismo —los duendes de Gringotts tienen mucho de la
caricatura que los nazis hacían de los judíos—, antifeminismo —el rol de
Hermione es siempre secundario—, discriminación hacia los gordos o
clasismo. El detonante fue su reacción a un artículo llamado Creando un mundo poscovid-19 más igualitario para las personas que menstrúan, asegurando que a esas personas antes se las llamaba mujeres.
La comunidad trans y, en general, muchos de sus seguidores lo entendieron como un ataque transfóbico, del
que Rowling se defendió insistiendo en que no había que eliminar el
género biológico de la ecuación y justificándose, en su web, ante la
misoginia sufrida y su lucha como mujer que nació “20 años antes” de lo
que le hubiera gustado. Se la incluyó automáticamente en el bando de las
llamadas TERF, las feministas transexcluyentes, pero la puntilla
la puso Stephen King. Primero compartió un mensaje de la escritora
sobre la violencia de los hombres contra las mujeres. En cuanto ella se
lo agradeció, declarándose fan, contraatacó: “Las mujeres trans son
mujeres”. En segundos, Rowling borró la conversación, pero eso no
impidió que se convirtiera en el hazmerreír de Twitter.
El
último capítulo de su caída en desgracia —hasta los actores de las
películas de Harry Potter han lanzado diatribas contra ella— tiene forma
de carta. Rowling es una de los 150 escritores y profesores que han
suscrito un texto en el que denuncian la intolerancia de lo que llaman
“la cultura de la cancelación”. Salman Rushdie, Margaret Atwood, y
Gloria Steinem, entre otros, también firmaron la carta. Pero seguramente
ha sido el nombre de la madre del niño mago el que más incomodidad ha
causado entre algunos de esos mismos firmantes. Muchos han afirmado que
no sabían quiénes eran los demás nombres que se habían sumado a la carta
hasta que se publicó esta semana en la revista Harper’s.
El
debate, y la guerra, han vuelto a Twitter. Aunque el de Rowling se
dirige ahora solo a los niños: cuelga incesantemente los dibujos que le
hacen llegar sus seguidores más pequeños. No en vano, algunos de ellos
ilustrarán la edición en papel de The Ickabog, el cuento infantil que distribuye por entregas de forma gratuita desde el inicio de la pandemia." (Laura Fernández, El País, 12/07/20)
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