"Pocas semanas después de la aparición de los primeros casos de COVID‑19
fuera de China, Corea del Sur lanzó un sistema que publicaba los
perfiles y movimientos exactos de personas que habían dado positivo para
la enfermedad. Otros países asiáticos y europeos no tardaron en
desarrollar sistemas propios de «seguimiento y rastreo», con diversos
grados de éxito y de preocupación por las cuestiones éticas
involucradas.
El fuerte impulso a tomar estas medidas fue comprensible: si sistemas
que ya están en funcionamiento pueden salvar miles de vidas ¿por qué no
usarlos? Pero en la urgencia por combatir la pandemia, las sociedades
prestaron poca atención a dos cuestiones: ¿cómo fue posible introducir
esos sistemas en tan poco tiempo y qué viene a continuación?Es verdad
que el régimen de seguimiento y rastreo de Corea del Sur ya generó
bastante debate.
Al principio la discusión se centró en los límites
éticos cruzados por el sistema al enviar por mensaje de texto a otros
residentes locales los movimientos exactos de personas con diagnóstico
de COVID‑19, lo cual implicaba revelar, por ejemplo, su asistencia a
bares de karaoke, alojamientos temporarios o clubes gay.
Pero
otro aspecto destacado del sistema surcoreano es que vincula la
ubicación de los teléfonos móviles con historiales de viaje, datos
sanitarios, grabaciones de cámaras de circuito cerrado operadas por la
policía y datos de tarjetas de crédito. Luego esta información se
analiza en un centro de datos creado en el contexto de las «ciudades
inteligentes» surcoreanas. Se dice que este sistema, al eliminar procedimientos de autorización burocráticos, ha reducido de un día a sólo diez minutos los tiempos requeridos para el rastreo de contactos.
Los
defensores de la privacidad y seguridad digital llevan años alertando
acerca de la interconexión de fuentes separadas de datos en poder de
entidades públicas y privadas. Pero la pandemia demostró por primera vez
la facilidad con que esos flujos de datos se pueden centralizar y
vincular al instante, no sólo en Corea del Sur, sino en todo el mundo.
La
verdad incómoda es que llevamos bastante tiempo creando una
infraestructura que permite la recolección mundial de datos conductuales
íntimos. Shoshana Zuboff señala que este «capitalismo de vigilancia»
nació con la ampliación de las competencias estatales en materia de
seguridad después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de
2001 en Estados Unidos.
Modelos de negocios basados en datos impulsaron el desarrollo de los
elementos clave de esta infraestructura: teléfonos inteligentes,
sensores, cámaras, dinero digital, biométricas y aprendizaje automático.
Por su conveniencia y eficiencia (la promesa de poder hacer más con
menos), las tecnologías digitales conquistaron un sinnúmero de usuarios,
tanto individuales como empresariales.
Pero la rapidez y el entusiasmo
con que las adoptamos nos dejaron poco tiempo y escasas razones para
pensar en lo que sucedería al unir todos los puntos.Aunque los medios suelen calificar
las herramientas tecnológicas aplicadas a la pandemia como «de
avanzada», lo cierto es que no tienen casi nada de nuevo, salvo quizá el
hecho de haberse vuelto más visibles. Muchas empresas establecidas
dependen del rastreo (individual y mundial) de movimientos de las
personas. Cabe mencionar los informes de movilidad que publica Google en relación con la COVID‑19,
con una variedad impresionante de datos, en los niveles individual,
municipal y nacional, que muestran quién se queda en casa, quién va a
trabajar y cómo han cambiado estas pautas de conducta con las medidas de
confinamiento.
Lo mismo puede decirse de los datos referidos a lo que
compramos y a nuestras acciones individuales y grupales. El rastreo
masivo de pautas de conducta individuales es tan esencial para la
automatización que las medidas de confinamiento por la pandemia (que
alcanzan a más de cuatro mil millones de personas), al confundir
a los modelos de IA y aprendizaje automático, han alterado el
funcionamiento de los algoritmos de detección de fraudes y de los
sistemas de gestión de cadenas de suministro.
Esta repentina visibilidad pública de los datos conductuales podía ser
ocasión para una toma de conciencia; así como las revelaciones de Edward
Snowden expusieron la vigilancia de llamadas por Skype y correos
electrónicos en nombre del antiterrorismo; y como el escándalo de
Cambridge Analytica en el Reino Unido puso de manifiesto la venta y el
uso de datos personales con fines de publicidad política ultraselectiva.
En
particular, la crisis de la COVID‑19 podía revelar la capacidad de los
datos conductuales para contar historias respecto de lo que hacemos cada
minuto del día, y la importancia que esto tiene. Pero en vez de eso,
hemos aceptado estas tecnologías, porque las vemos (al menos, mientras
dura esta crisis) como orientadas al mayor bien común (pasando por alto
al hacerlo la cuestión de si son eficaces).
Pero
cuando los límites entre la salud privada y la salud pública se vuelvan
cada vez más borrosos, es posible que no pensemos lo mismo en relación
con las concesiones que se nos está pidiendo hacer. Tal vez no seamos
tan tolerantes del seguimiento de datos conductuales si implica la
vigilancia constante de elecciones de estilo de vida personales en aras
del bien colectivo.
Algunas tecnologías posibles para el futuro
pospandemia, como las herramientas de vigilancia en el lugar de trabajo o los pasaportes sanitarios digitales permanentes,
pueden suponer una dura prueba para nuestros sistemas de valores y
provocar intensos desacuerdos culturales y políticos en relación con qué
tecnologías deben o no deben usarse.Aunque sería fácil presentar todo
el debate en términos de vigilancia y privacidad, no son las únicas
cuestiones importantes en juego. La recolección masiva de datos de
conducta íntimos, además de su utilidad para las grandes empresas,
también puede servir para la modelización predictiva, la emisión de
alertas tempranas y la creación de sistemas de fiscalización y control
en los niveles nacional y mundial.
Además, es probable que el futuro
traiga nuevas crisis, por ejemplo desastres naturales, hambrunas y
pandemias, cuya predicción, mitigación y manejo dependerá cada vez más
de las tecnologías digitales, de los datos sobre la conducta de las
personas y de la toma de decisiones algorítmica.De modo que las
sociedades tendrán que confrontar preguntas difíciles en relación con el
manejo de desafíos que exceden las libertades civiles y con los sesgos
nocivos, la discriminación y las desigualdades que las tecnologías de
recolección de datos dejan al descubierto.
Tendremos que decidir a quién
pertenecerá el conocimiento basado en datos de conducta y de qué manera
se usará al servicio del interés público. Y habrá que ser conscientes
de que la identidad de quienes tomen decisiones sobre la base de esos
datos, y las ideas políticas que los motiven, suponen la creación de
nuevas formas de poder con amplios efectos sobre nuestras vidas.Ahora que confiamos cada vez más en el big data
como herramienta para la solución de grandes problemas, la pregunta más
importante no es qué se puede hacer con estas tecnologías, sino más
bien qué usos consideramos admisibles. Y si no nos hacemos esa pregunta,
otros la responderán en nuestro lugar." (
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